Cogieron dos autobuses urbanos para llegar a aquella zona de Sofía, muy alejada de la catedral San Alejandro Nevski. Apenas había gente por la calle y entender los carteles, en cirílico, les llevó a situaciones que hoy recuerdan muy cómicas. Google Maps hizo el resto y se plantaron allí, ante lo que parecía un edificio de oficinas, donde, según habían leído en Internet, se encontraba el único bar de lesbianas abierto en la ciudad. No encontraron la puerta para entrar y, entre risas y frustración, volvieron al centro.

Vania y Alba viajaron de Estambul a Berlín en tren. En apenas 30 días visitaron 11 capitales. Muchas, de esa Europa que no sabemos poner en el mapa. Enamoradas, entusiasmadas y sin saber casi ni cómo presentarse en inglés, recorrieron un verano inolvidable entre el espíritu de Thelma y Louise; unas ganas locas por saber cómo eran y a qué se enfrentaban las lesbianas de las ciudades que visitaron; y el miedo a ser agredidas si se reconocían como pareja. Aquel verano, su afecto fue clandestino. No se besaron en la calle hasta llegar a Praga. Embriagadas de recelo por la Europa del Este no se hicieron ningún selfie besándose en ese punto mágico de Belgrado donde se juntan el Sava y el Danubio; ni en las calles empedradas de Sarajevo; tampoco mientras viajaban al otro lado del Bósforo; ni mientras caminaban por el caótico Bucarest.

Los prejuicios hicieron que apostasen por presentarse como dos buenas amigas en busca de aventura, pero lo cierto es que la manta mágica que te convierte en invisible lo mismo se necesita tras un vuelo transoceánico que para visitar un pueblo limítrofe al tuyo. A pesar de los innegables logros en materia de derechos civiles en muchos países del mundo, la violencia que sufre la población LGTB es cotidiana y universal. La condena más habitual: la invisibilidad. El tema ha sido abordado por el movimiento LGTB desde que nació. Lo cotidiano se convierte en resistencia cuando los quehaceres del día a día están sometidos al escarnio público. Las violencias más habituales se sufren al intentar vivir con naturalidad el amor, al reclamar espacios públicos o derechos civiles que garanticen la presencia libre de la población LGTB en cualquier rincón de las sociedad. Pero, ¿y a la hora de viajar? ¿Es peligroso para gays, transexuales, bisexuales o lesbianas viajar a ciertos países del mundo? ¿Qué postura se debe tomar al visitar un lugar en el que las leyes o las costumbres no te permiten demostrar afecto a tu pareja en público? La información escasea y, en la práctica, aludir a otro tipo de relaciones para evitar situaciones incómodas es la pericia más habitual. Quedarse en casa tampoco garantiza sentirse libre.

 

—¿Qué haría yo? Entablar conversación con grupos activistas locales y enterarme de cómo lo manejan ellos. Ir quitándote la camisa y metiendo la lengua en la garganta a alguien como protesta solo acentúa los privilegios que vos traes de tu contexto.

 

Ella es consciente de los suyos y, por eso, cree en la importancia de visibilizar y proponer rupturas, pero sabiendo que hay pasaportes que pesan mucho más que otros: «Depende en qué país, si me pasa algo es más un escándalo internacional. Me siento custodiada y protegida por mi pasaporte. Eso es definitivamente un privilegio que siempre tengo que tener en la mente».

 

Desaparecer de los mapas

Él, conocido en las redes sociales como elputojacktwist, se encontró ante críticas de otros activistas por haber decidido viajar a Irán. «La penalización de la homosexualidad es un horror, pero allí todo está prohibido: las redes sociales, la música extranjera, las cantantes femeninas, el alcohol. La gente, luego, hace lo que le da la gana. No intento quitar peso a la espantosa realidad teórica, pero yo he visto la práctica, que me alegra y me consuela: no he visto a gays colgando de grúas, los he visto por todas partes», cuenta. Insiste en que es muy difícil conocer la realidad de un país tan complejo como Irán en un viaje de apenas 20 días, pero no les resultó complicado acercarse a la población LGTB. «Las aplicaciones para ligar funcionan como en Chueca o mejor y hay una vida gay en la calle, en los baños, en las piscinas. Es imposible negarlo».

Josune Ortiz, que ha dedicado toda su trayectoria de activista al feminismo y el movimiento lesbianista, también se muestra positiva al hacer balance de su historia viajera. No quiere detenerse en buscar la paja en el ojo ajeno: medidas contra la población LGTB hay en todos los países. Pone como ejemplo las diferencias de acceso a las técnicas de reproducción asistida entre parejas heterosexuales y homosexuales en el Estado español. «Armarios hay en todos los países: Namibia, Estados Unidos, Indonesia; y aquí también: en los centros escolares, en el curro, en el ámbito de las familias, en las cuadrillas. Todas vamos viendo cómo podemos ir gestionando y las posibilidades que tenemos de salir y de entrar en el armario».

Reconoce la importancia de conocer la situación social y legal de cada país para poder denunciarla, pero sin perder de vista que hay lugares que tienen leyes restrictivas para la comunidad LGBT y, a su vez, grupos de activismo autónomos trabajando a destajo por la transformación social. «Quizá la estrategia radica más en el modelo de viaje», dice «y en las personas con las que queremos establecer contacto en cada lugar porque si, por ejemplo, las mujeres dejáramos de ir a lugares machistas no nos quedaría más remedio que desaparecer de todos los mapas». No viajar a lugares en los que la homosexualidad está penada es una decisión que toman muchas personas LGTB. Las razones, distintas: miedo, compromiso, falta de interés por el país en cuestión o información insuficiente.

En Sarajevo, una noche, Vania y Alba conocieron a un joven bosnio. Les habló de la guerra y de las heridas de su país, de su novia, de sus padres y de su trabajo. Ellas apenas hablaron de sí mismas; no le contaron que vivían juntas, ni lo importante que era para ellas hacer aquel viaje. El miedo a una posible reacción violenta si le contaban que eran pareja evitó que la conversación fuese más allá y no aceptaron su invitación para ir a conocer un local de moda que estaba cerca. En un tren entre Bucarest y Timisoara le contaron a su compañera de compartimento que eran pareja. Recibió la información con una sonrisa fría y el resto del viaje estuvo en el pasillo. Llevaban las mochilas llenas de incertidumbre y miedos; y, aún hoy, se preguntan cómo podría haber sido aquella noche en Sarajevo, cómo hubiesen sido todos los besos que no se dieron y qué podría haberles contado aquella mujer si no se hubiese levantado tan pronto. Están acostumbradas a los desplantes y las malas caras, pero la opción de no moverse del sofá tampoco les sirve. El tipo que vive justo arriba, si se enfada por el volumen de la música, les grita: «¡Bolleras!»

 

La diversidad que quepa en un cajón

El avión despegó y Emmett Harsin respiró con alivio. Volvía a casa después de unas vacaciones en Marrakech (Marruecos). Unos minutos de tensión en el aeropuerto estuvieron a punto de enturbiar todo el viaje. Él no se define con facilidad: «Yo soy una persona butch / masculina trans». Entiende su construcción de género como algo no binario; que fluye. Su aspecto físico es reconocido como masculino en muchas ocasiones, tantas como veces el resto ve en ella a una mujer. En Marruecos, sin embargo, recuerda que nadie le trató en femenino en ningún momento: «Imagino que es porque en la cultura marroquí la masculinidad femenina es invisible». Durante el control de pasaportes, su fluidez se encontró de frente con la rigidez burocrática. Le pidieron que se uniese a la fila en la que se cacheaba a los hombres, pero Emmett quiso que lo hiciera una mujer, aludiendo al sexo biológico que le reconoció como una niña al nacer y que así lo recoge en su pasaporte. La mujer que debía encargarse de la tarea se negó rotundamente. Un grupo de guardas de seguridad le rodeaban intentando explicarse ante quién se encontraban. Discutían entre ellos si era un hombre o una mujer; miraban sorprendidos el pasaporte, pero no encontraban en Emmet el aspecto que se supone a una mujer. «La guarda de seguridad tuvo que registrarme, pero mientras recorría mi cuerpo con sus manos hablaba con el resto de las personas que estaban allí y se reía». Sin ningún pudor.

Este tipo de episodios son muy habituales entre la población trans, que lidia con lo que parece ser una necesidad flagrante del resto de la sociedad: definir a quien está a nuestro alrededor según nuestros propios parámetros. Victor Gil, cantautor trans conocido como Viruta FTM, también recuerda los gestos de sorpresa del personal del aeropuerto de Quito (Ecuador) al comparar su barba con la imagen del pasaporte. En el papel, aún Virginia, no tenía pelo en la cara. No tuvo mayor problema que la incertidumbre propia del día a día para cualquier persona transexual. «Los chicos trans pasamos desapercibidos porque somos muy invisibles. Una chica trans, si entra en un vagón de metro, que es el mayor reducto de gente normal, es muy visible. La gente mira, comenta. A mí eso no me pasa tanto», asegura, y destapa la complejidad de los privilegios. El filósofo Paul B. Preciado, en la revista El Estado Mental, narraba hace unos meses algunas escenas de hostilidad que estaba viviendo al viajar tras su transición. Es una paradoja reivindicar tu masculinidad elegida y, luego, tener que decir en cada frontera: «Soy una mujer». «Con 250 gramos de testosterona inyectada cada 12 días en mi cuerpo, la disidencia de género ha dejado de ser una teoría política para convertirse en una modalidad de encarnación», dice en el texto «En brazos de la Rodina-Mat».

La ambigüedad de género, que no cabe en los cajones estancos con los que hemos organizado la sociedad, es una circunstancia que no sólo sufren las personas trans. De estética butch, término que utilizan las lesbianas para definir a aquellas con apariencia masculina, Susanna Martín relata cómo su apariencia le ha situado en posiciones muy distintas a la hora de viajar. «Tengo la facilidad de pasar por un chaval y eso me ha evitado muchos problemas en la calle. Pero, bueno, de todas formas, en algunos sitios sí que he pasado miedo también por eso», cuenta. Su aspecto le sirve para pasar desapercibida en espacios muy masculinizados, como la vía pública en muchos lugares del mundo, pero ese mismo aspecto, de ser reconocida como mujer, le colocaría en una posición de peligro. Las camioneras, las machorras, las mujeres que, en definitiva, no parecen serlo, no son bien recibidas. La diversidad no cabe en un cajón, tampoco en muchos. Los cuerpos que no encajan en los patrones de la normalidad son rechazados y violentados continuamente en pro de una normalidad de la que también carecen sus defensores.

 


Este artículo forma parte del monográfico 360º A bordo del género,

producido en colaboración con Pikara Magazine