Hacia el interior del bosque el camino es de tierra roja, está embarrado y huele a naranjas. En algunos tramos las flores rosadas del tajy cubren el barro, lo tapan. Sobre sus copas —más de 25 metros— el pájaro campana macho emite un sonido metálico: ploinck, ploinck, ploinck. Cuando calla no se oye nada más. Algunas veces un aleteo. Algunas veces un viento breve que sacude la vegetación suavemente. Alguna vez la lluvia, aunque un paraguas de verdor la absorba sin filtrar su agua hasta el camino. Se siente también la presencia del yaguareté, el puma, el tapir: animales fantásticos que el ojo humano apenas ve, pero que custodian los senderos y dejan huellas frescas —pruebas de su existencia— durante la noche. Desde el aire el bosque Mbaracayú es una masa verde tachonada de puntos rosados que culmina en una cordillera con forma de guitarra. Internarse en él sin permiso está prohibido. Lo acechan los madereros, los narcos y los cazadores furtivos con sus armas de última generación mientras, en su interior, a 30 kilómetros de la frontera con Brasil, aún en territorio paraguayo y a más de tres horas del cajero automático más cercano, viven 120 adolescentes, mujeres, niñas, algunas de ellas madres, de etnia guaraní, de etnia aché, paraguayas de todas las regiones del país y de todas las clases sociales, jóvenes de quince a veinte años cuyo destino en sus comunidades habría sido forzoso: embarazarse pronto, cuidar del hogar y embarazarse de nuevo ad infinitum. Desde el claro llegan sus voces: las de 120 adolescentes, mujeres, niñas que dentro de tres años abandonarán la reserva Mbaracayú y regresarán a sus hogares para convertirse en ingenieras, profesoras, arquitectas, policías, enfermeras. Y quizás, por qué no, también en madres.

Ellas son las que guardianan el bosque.

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A 315 kilómetros de Asunción, después de nueve horas de viaje por rutas y caminos sin asfaltar, un hombre —brackets, 23, sombrero vaquero de piel color camel— dice:

—Esto antes era todo bosque.

Victor Alexis Mújica levanta el brazo derecho del volante, lo extiende hacia la lejanía verde y lo deja caer. A ambos lados del camino, monocultivos de soja y trigo ocupan toda la visión. A pocos kilómetros sabemos que está el Mbaracayú, la reserva forestal privada más grande de Paraguay: 64.404 hectáreas de monte cerrado, varios saltos de agua, arroyos cristalinos, nacientes, lagunas, varias especies endémicas y otras tantas en peligro de extinción. Alrededor del 90% del antiguo bosque Atlántico del Alto Paraná que unía esta reserva con Brasil y Argentina hoy es tierra deforestada. Un cinturón tan liso, tan claro, que parece rasurado a cuchillo.

En los años ochenta, el antropólogo norteamericano Kim Hill, que trabajaba con comunidades aché vecinas, se enteró de que la Industrial Paraguaya, dueña de estas tierras y dedicada a la producción de yerba mate, extracción de maderas nobles y de petit grain, había quebrado y el bosque, en manos del Banco Mundial, se ponía a la venta. Junto a Raúl Gauto, ingeniero agrónomo, inician una campaña mediática para salvar el bosque que culmina en 1991 con la compra de las tierras y la creación de una entidad que la proteja, la Fundación Moisés Bertoni, nombrada en honor al sabio suizo que visibilizó la cultura guaraní a nivel mundial. Consiguen también que se legisle a perpetuidad la protección del bosque. Solo los aché, sus pobladores originarios, pueden ingresar en ella con sus armas tradicionales para abastecerse de sus frutos, su miel, su madera y su caza.

«Esto antes era todo bosque»

Años después, un visionario llamado Martín Burt tendrá una idea: crear una escuela solo para mujeres en el corazón del bosque con el fin de protegerlo, un internado que involucre a las alumnas en la administración económica del proyecto y que al mismo tiempo ofrezca a las comunidades indígenas de la región una alternativa laboral que implique la protección de su naturaleza. Así se crea el primer Bachillerato Técnico en Ciencias Medioambientales del país, siguiendo el modelo de la escuela agropecuaria San Francisco de Asís en Cerrito, Chaco. Durante tres años, las alumnas alternarán el estudio y el trabajo de campo según el concepto del learning by doing: cosechar los alimentos y prepararlos, cocinarlos para autoabastecerse; inventar motores ecosostenibles con resina de árboles locales para reducir la huella humana en el bosque; generar negocios artesanos y turísticos —dulces de leche caseros, juguetes de madera, un lodge de seis habitaciones, caminatas a través del bosque—, para ganar dinero; y, mientras tanto, rendir materias en medio ambiente, educación de género, biología, física, matemáticas, historia, informática, lenguaje o robótica para estar seguras de su valía cuando les digan, ahí fuera, lo que no pueden hacer.

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—Te preguntarás que por qué solo chicas, ¿verdad?

Adriana Alegre tiene 17 años, hace tres años que vive en el internado y se está especializando en turismo. Prende un ordenador, abre PowerPoint, y presenta, con la seguridad de quien conoce su discurso al dedillo, el por qué de su escuela.

—Antes de abrir el internado, hicieron una encuesta en las comunidades vecinas. «Si se abriera una escuela ténica en la zona», les preguntaron, «¿a cuál de sus hijos permitirían seguir estudiando?» «Al varón», decían siempre.

Para evitar la discriminación de género en la enseñanza, se decidió que la escuela fuera solo para mujeres. La realidad campesina está marcada por una carencia casi absoluta de escuelas secundarias cerca de las comunidades, a lo que se suma el hecho de que las niñas son útiles para el trabajo doméstico, o que los padres tienen miedo de dejarlas salir solas, así que son muy pocas las que continúan estudiando después de noveno grado. En el campo, la pobreza tiene rostro de niña y el futuro para ellas es una línea recta: a los 12 ó los 13 se relacionan con algún chico de la comunidad, se embarazan enseguida por falta de educación sobre su sexualidad, se casan (o no), y se hacen cargo de la casa y maternan por el resto de sus vidas. Nadie les ha preguntado nunca: «Y a ti, ¿quién o qué te gustaría ser cuando crezcas?»

—El pensamiento en las comunidades es: «¿Para qué van a estudiar, si luego se embarazan pronto?» Embarazarse de tan jóvenes les atrasa. Está bien si quieren ser madres, pero que se las obligue, eso no— dice Carmen Recalde, 29, gerente del lodge que depende del internado.

En la pantalla del ordenador, Adriana Alegre lee en voz alta que el proyecto en la reserva «busca transformar a las campesinas e indígenas en líderes del desarrollo sostenible». Lo que no dice es que para ello las chicas deben poder decidir con libertad acerca de lo que le ocurre a sus cuerpos, y que la desinformación es un factor de riego para ellas. En Paraguay, un país donde en la mayoría de libros escolares se saltan la lección del sistema reproductivo y que se conoce como «el país de las madres solteras», el internado incluye la educación sexual como parte del programa lectivo. Hablan de la mestruación, de los métodos anticonceptivos que pueden usar para «cuidarse», de cuánto dura un embarazo, sus fases, sus síntomas, de todos aquellos temas que las familias y la educación convencional consideran tabú. «En las comunidades guaraníes se cuidan con yuyos», dice Carmen Recalde. El resultado es evidente: un 70% de las mujeres indígenas de Paraguay tiene su primer hije antes de los quince años. Algunas no se enteran de que están embarazadas —cómo saberlo— hasta que empieza a crecerles la panza.

Nadie les ha preguntado nunca: «Y a ti, ¿quién o qué te gustaría ser cuando crezcas?»

Algunas de las alumnas vuelven embarazas después de un fin de semana en su casa o después de las vacaciones. Mientras están en el internado, tienen prohibido hablar con los guardaparques, con los encargados de mantenimiento ni con los biólogos de la estación que hay dentro de sus instalaciones, pero cuando salen afuera conocen chicos. Durante las nueve promociones que el internado lleva funcionando, varias mujeres han tenido a sus bebés en la escuela. Paren en sus comunidades, reposan, y después algunas regresan y otras desertan. La directora del centro, Sonnia Sanabria, las visita personalmente para convencerlas de continuar los estudios. Entre las alumnas cuidan del bebé, ayudan a la madre con las tareas, siguen juntas adelante. Pero algunos novios no están de acuerdo, o las chicas extrañan a sus familias, y entonces pierden el curso y quizás no regresan nunca.

—Me gustaría que en el futuro hubiera varias generaciones de alumnas que han crecido en el internado. Que las madres transmitan a sus criaturas los valores de la naturaleza. —Dice Sonnia Sanabria mientras mira con sus ojos verdes a través de la ventana. Afuera la tormenta comienza.

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En el año 2017, sobre un escenario en la ciudad de Dubái, Emiratos Árabes Unidos, a Analía Velázquez, de 17, y Patricia Armoa, de 18, les preguntaron:

—¿Qué se siente viviendo en el bosque?

Las niñas paraguayas respondieron a los hombres de cristal y desierto: «Es todo lo contrario a lo que tienen ustedes. Es maravilloso despertarse con los árboles y el canto de los pájaros.»

Analía Velázquez y Patrica Armoa, que jamás habían salido de sus regiones, volvieron a casa con un cheque por valor de 100.000 USD, el premio por haber construido un motor de biodiesel con resina de un árbol local y aceite de cocina. El el año 2009, otro grupo de chicas, el equipo de fútbol de la escuela, viajó a París para competir contra equipos internacionales en una liga de fútbol femenino. Una de las ex alumnas del internado acaba de volver de una beca en Costa Rica para implementar en su comunidad los conocimientos en ciencias medioambientales que ha aprendido en el Caribe. Otra de las chicas participó como representante indígena por Paraguay en un congreso internacional en Brasil. Y El seminario de robótica del internado ha construido robots que compiten con proyectos de todo el país y cuya excelencia se reconoce internacionalmente. Pero cuando las chicas llegan a los escenarios, aeropuertos, aulas y competencias y se encuentran cara a cara con sus contrincantes, siempre escuchan el mismo cuchicheo nervioso: «¡Pero son solo chicas!»

—Aquí aprenden que pueden ser lo que quieran, incluso lo que les parece imposible—dice Sonnia Sanabria—. Antes de venir al internado no saben que pueden ser policías, arquitectas, ingenieras, científicas, porque no conocen a ninguna mujer que lo sea. No saben que pueden arar la tierra y crear sus propios negocios porque les han dicho: «esto no es para ti» o se han reído de ellas cuando lo intentaron. Pero lo cierto es que lo que quieren es eso: ser policías, arquitectas, ingenieras, científicas. Ser dueñas de sus futuros.

Para reunir a las que fueron las primeras alumnas del Bachillerato, Sonnia Sanabria y el resto del equipo recorrieron una a una las comunidades indígenas vecinas en busca de niñas que con quince años aún no hubieran sido madres. Les costó encontrarlas. «Mucha gente desconfiaba del proyecto, decían que no íbamos a terminar el primer año», dice Sonnia Sanabria, que desde hace seis años dirige el centro. El mayor reto fue con las chicas aché, donde el español es la tercera lengua, después del aché y el guaraní, y donde las mujeres están acostumbradas a hacerse cargo del hogar muy pronto. Durante aquel primer año hubo quienes desertaron, hubo nostalgia de las familias, hubo tristeza, pero tres años más tarde cuarenta de las que habían comenzado la escuela se graduaban sobre el escenario, frente a sus padres, madres y hermanos, y gritaban al unísono el lema del internado: «Juntas ¡podemos!» Hoy las chicas llegan porque su hermanas, su primas, su vecina estuvieron aquí, o porque vieron el proyecto en Internet, o porque aman la naturaleza. Son emprendedoras, fuertes, solidarias, compañeras, capaces. Son adolescentes y pasan cada minuto libre pegadas a sus pantallas y cuando falla la red wifi se desesperan. Son adolescentes y escuchan reguetón mientras preparan la comida para sus compañeras, comparten comedor con sus profesoras, visten todas el mismo impermeable negro sobre sus ropas de calle. Son puntualísimas, hablan de quiénes les gustan y de series de televisión, conocen al dedillo el bosque, sus especies, y cómo cuidarlo. Lo sienten suyo.

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Es la noche de un martes. Las alumnas terminan de cenar mbeju —una masa de harina de almidón con queso a la plancha— y cocido —yerba mate quemada con carbón y azúcar—, el menú predilecto para uno de los escasísimos días fríos que tiene Paraguay, en el comedor comunitario. Después de la cena, Adriana Alegre prende el proyector en una de las aulas y aparecen las primeras imágenes del documental que han visto decenas de veces, Las hijas del bosque. En él se relata la trayectoria de cuatro de las alumnas de la primera promoción desde que ingresan en el internado hasta que se gradúan. En tres años, ellas son otras. En la pantalla aparece Martín Burt, el visionario:

—La única solución es la educación. Generalmente, las mujeres se quedan a vivir en las comunidades mientras los varones emigran. Entonces, si se educa a una niña, se fortalece la comunidad.

Martín Burt se dio cuenta de que si una niña protegía el bosque desde adentro, toda su familia y sus comunidades se involucraban también en el proceso. La vida en el bosque les hace cambiar su visión sobre la naturaleza, que deja de ser una mina de la que extraer recursos, y le devuelven la importancia que tiene. Vuelven a vivir con el entorno, en lugar de vivir de él y esto se perpetúa de hijas a padres y de padres a abuelos, a la vez que se empoderan a través de la educación, de la práctica y de la aplicación de sus habilidades. Cuidar el bosque se convierte entonces en la responsabilidad de muchos y esto, en uno de los cinco países más deforestados del mundo, marca la diferencia entre que un ecosistema muera o sobreviva.

Cuando el documental termina, me quedo pensando en Wangari Maathai, la activista keniata y Premio Nobel de la Paz que en 1977 creó un programa para que miles de mujeres trabajasen por un sueldo contra la deforestación de su país y que culminó con la creación de una red verde panafricana y más de 50 millones de árboles plantados. También pienso en la activista india Vandana Shiva y en el Movimiento Chipko, formado principalmente por mujeres y que denuncia la tala de árboles abrazándose a ellos. Me pregunto cuántos bosques han salvado las mujeres. Cuántos cuerpos. Por la mañana, antes de irme, pregunto a las niñas si saben lo que es el ecofeminismo. Nunca han oído hablar de Maathai, Shiva o Mies, ni siquiera de la brasileña Ivone Gebara. También pregunto a Carmen Recalde y a Sonia Sanabria si les suena el nombre de todas estas activistas mujeres que luchan a diario, igual que lo hacen ellas desde hace una década, por la protección y el cuidado de los bosques, ríos y semillas, a la par que de los cuerpos, las vidas y el derecho a decidir y a un futuro de todas estas mujeres. Ellas dicen: «No, no sabemos qué es el ecofeminismo» y lo dicen sonriendo y yo les digo que no importa que no conozcan la palabra pero que sí. Sí que lo saben.