Está empezando el siglo XX y entre la espesura del Alto Xingu, en el estado brasileño del Mato Grosso, vemos aparecer, junto al río, a un alemán alto, pálido y flaco acompañado de dos muchachos, tres burros y una mula. Están completamente perdidos. Expresando el espíritu del momento mejor que cualquier diálogo posible, la mula sale desbocada y se echa al agua y el más joven de los dos guías, apenas un niño, se echa a llorar desconsolado.

La figura de Max Schmidt lo tiene todo de novelesco, pero con pocas de las características de esos héroes de una pieza que pueblan las fantasías coloniales de un Rider Haggard, por ejemplo, y sí muchas del Quijote cervantino. Un hombre que dedicó su vida al trabajo etnográfico en la espesura de la Amazonía y el Chaco americano, con una vocación absorbente e ingenua. En palabras de los antropólogos argentinos Federico Bossert y Diego Villar, «un perdedor, un fracasado institucional. Un tipo que tuvo que abandonar Alemania, dirigió un museo solo en Paraguay, donde tenía que hacer de etnógrafo, de secretario, de museólogo… Hasta de portero. Y además un tipo muy retraído, tímido, enfermo. El prototipo del antihéroe».

Hijos de la selva/Sons of the forest es la obra en la que Bossert y Villar sacan a la luz el trabajo fotográfico de Schmidt, quién consiguió acumular en sus diferentes viajes un archivo fascinante sobre los guatós, paresís o umotinas del Mato Grosso, o los chiriguanos, isoseños, chorotes y nivaclés del Paraguay, entre otros. El tercer hombre en esta labor de recuperación ha sido el editor, Viggo Mortensen, fundador de la editorial californiana Perceval Press, a la que se dedica en paralelo a su carrera como actor.

«Tuvo que abandonar Alemania, dirigió un museo solo en Paraguay, donde tenía que hacer hasta de portero. Un tipo muy retraído, tímido… El prototipo del antihéroe»

«Es un editor presente, muy minucioso. Sacó todas las fotos del proceso, de la introducción. Hizo el diseño, escogió las fotos con nosotros, discutió el título y traducciones», afirma Villar. Se encargó también de llevar los negativos originales, en frágiles placas de vidrio, desde el Museo Andrés Barbero de Asunción hasta California, donde fueron tratados, restaurados y digitalizados.

Acompañados por el arqueólogo y naturalista Jordi Serrallonga, hablamos con Bossert y Villar en una sala acristalada del Museu Blau de Barcelona, dedicado a las ciencias naturales, donde se presenta la obra al público español. Al otro lado del vidrio, apartado, Mortensen escribe en su ordenador. Quizás consciente del doble filo de su poder de convocatoria, ocupa un segundo plano ante el público, dejando que brillen especialmente las explicaciones de los dos antropólogos y el objetivo de todo esta labor, las preciosas fotografías de Schmidt.

Matrimonio chorote con su hijo frente a la choza de paja tradicional (Esteros, 1935).

Un precursor desconocido

Bossert y Villar no conocieron el trabajo de Schmidt hasta que ellos mismos se acercaron al campo, acabando la carrera en Buenos Aires: «Hicimos nuestras tesis de licenciatura y doctorado con los chané, en el Chaco Occidental. Schmidt trabajó con los isoseños y chiriguanos, parientes de los chané, y así leímos ese trabajo y nos acercamos a la producción de Schmidt en castellano, que por lo demás es muy desconocida. Incluso en los estudios paraguayos que tratan sobre grupos que él estudió, se lo cita muy poco».

Cuando Schmidt viaja por primera vez a América en 1900 para estudiar a los pueblos de la selva brasileña (inspirado por su maestro del Museo Etnológico de Berlín, Karl von den Steinen) se plantea ya un método de trabajo completamente divergente de las tendencias del momento.

«Primero, rompe con la antropología de gabinete, la de grandes teóricos como Frazer, que mandaban cuestionarios a misioneros, naturalistas y militares y después construían sus obras magnas con los resultados», afirma Villar. Y continúa Bossert: «En esa época la antropología no estaba demasiado separada de la geografía. Las expediciones etnográficas, sobre todo a zonas como el Mato Grosso o el interior del Chaco, eran grandes expediciones. Pertrechadas militarmente, con una guarnición de caballos… Viajar como lo hacía Schmidt, solo, con la intención de quedarse en un lugar, aprender la lengua, convivir en un sólo grupo… Era algo absolutamente novedoso. No es que no hubiera pasado nunca, pero era completamente atípico por muchas razones. Y es algo que veinte años después, con la publicación de Los argonautas del Pacífico occidental de Malinowski se convirtió en la metodología ortodoxa de la ciencia antropológica: ir a un lugar, quedarse, aprender la lengua…»

Mujer nivaclé con su niño (Esteros, 1935).

«Viajar como lo hacía Schmidt, solo, con la intención de quedarse en un lugar, aprender la lengua, convivir en un sólo grupo… Era algo absolutamente novedoso»

En aquel primer viaje, el plan originario de Schmidt era permanecer un año entero residiendo junto a los pueblos de los ríos Xingu y Curisevo. Visitó, entre otros, a los xinguanos y bacairís, pero una sucesión tragicómica de accidentes y calamidades hicieron que nunca cumpliera con la estancia deseada. Ya en aquel viaje quedan claras las trazas del método y el espíritu de Schmidt: intenta integrarse, se desnuda, se hace tatuar por sus anfitriones; utiliza sus modestas dotes como violinista para tender puentes con los indios, especialmente con los niños; deja clara su incapacidad como negociador y en ocasiones se retira de una sesión de trueque, literalmente, con lo puesto y nada más.

El fantasma de Guido Boggiani

En el panorama de la etnografía paraguaya de comienzos de siglo, el italiano Guido Boggiani se presenta como una suerte de precursor inconsciente del trabajo de Schmidt. Boggiani, artista de formación, había emigrado a Paraguay decidido a pintar y vender cuadros pero acabó convertido en etnógrafo y generó todo un archivo fotográfico —como corresponsal de la Sociedad Geográfica Italiana— sobre diferentes grupos originarios del Chaco, en especial los caduveo.

«Es un precursor de la antropología paraguaya, no tendría que ser visto como un fotógrafo amateur que se “paseó” por el Chaco”, afirma Villar. A Boggiani también le gustaba viajar solo o con la mínima compañía indispensable, algo que tuvo que ver directamente con su final, que arroja también luz sobre qué significaba en aquellos años la elección de Schmidt respecto a su modus operandi. «Es bastante seguro que Boggiani fue asesinado por los que entonces llamaban “chamacocos bravos”… Primos hermanos de los ayoreos. Su cadáver lo encontró un español, Fernández Cancio. El diario de recuperación del cadáver de Boggiani es interesantísimo: Cancio era el guía más importante de esas primeras décadas del siglo XX en el Chaco; cuando Boggiani no vuelve se crea un Comitato Pro Boggiani para recuperar el cadáver y le escogen a él como baquiano. Además no era el primer cadáver que encontraba: había recuperado antes el cadáver de Pedro Enrique de Ibarreta, un explorador español también muerto por los indígenas».

Asunción y el viaje al Chaco

Schmidt dedicó su vida al estudio de los pueblos de la selva amazónica, a la que volverá en un par de ocasiones en las primeras décadas del siglo, mientras desarrolla su tesis sobre los arawak y pasa a ocupar el cargo de director de la sección sudamericana del Museo Etnográfico de Berlín. Pero el transcurrir del tiempo y las presiones crecientes del nazismo en el panorama científico alemán dejan clara la heterodoxia de Schmidt y su concepto poco habitual de la vocación.

«En 1929, él dimite, se va de Berlín y se viene a América. Pasa por Brasil y se instala en Cuiabá, un centro neurálgico, la puerta de entrada al Mato Grosso. Evidentemente con la intención de seguir metiéndose en la selva, haciendo su investigación, tal vez ya por él mismo, por amor a la ciencia y una vocación muy personal de convivir con los indígenas. Pero algo pasa que lo lleva a desistir de ese plan y a aceptar la oferta de dirigir el flamante museo etnográfico de Asunción, que se acaba de fundar», explica Federico Bossert.

«Tenía intención de seguir metiéndose en la selva, haciendo su investigación, tal vez ya por él mismo, por amor a la ciencia y una opción muy personal de convivir con los indígenas»

En los años 30 se producirá el segundo gran trabajo de campo de Schmidt, esta vez en el Chaco paraguayo. «Cuando él llega a Asunción, a eso del año 30, ya era muy difícil entrar a hacer estudios en el Chaco. El conflicto ya estaba en el aire», afirma Bossert. «En el 35, apenas acabada la guerra, la Sociedad Científica del Paraguay lo invita a visitar algunos de los campamentos militares. Y él entra en el Chaco acompañado por militares, es un viaje completamente diferente de los del Mato Grosso. Se ve en las fotos, era sin duda el tipo de viaje que a él no le gustaba hacer.»

Continúa Villar: «Se puede contar de las dos formas. En cierto sentido le permitió acceder a un montón de grupos juntos en nuevos campamentos, a la vera de los establecimientos militares; le facilitó la entrada. Pero a la vez lo que presenció era una realidad de posguerra inmediata, desgarradora.»

Las fotos de la realidad chaqueña ponen de relieve una cualidad importante de la mirada fotográfica de Schmidt. «Él adhería a los ideales de su escuela antropológica en Alemania, que privilegiaba el estudio de los “pueblos de la naturaleza”, porque creían que era un modo de acceder a formas más sencillas de sociabilidad en las que se podían estudiar cosas que compartía todo el género humano. Buscaban encontrar a pueblos con el menor contacto posible, o sin contacto, pero en las fotos de Schmidt tienes testimonios privilegiados de la transformación de las sociedades indígenas. Jamás rehuyó dejar testimonio de eso», aclara Bossert.

Hay ejemplos de esto en las fotografías de Mato Grosso, y vuelve a aparecer en las del Chaco. Indígenas enrolados en el ejército paraguayo, vestidos con uniforme, posando junto a oficiales criollos… Poblados improvisados junto a los fortines, y elementos de la modernidad más actual. «Hay una foto donde se ve a un wichí guisnai con la camiseta de un equipo de fútbol. Yo creo que es del Cerro Porteño, quizás, ¡pero Viggo quiere creer que es del San Lorenzo!» afirma Villar entre risas, refiriéndose al equipo argentino del que es público y devoto hincha su editor.

Wichís guisnais con vestimenta criolla —incluyendo camiseta de fútbol— y faldas largas (cerca de Cururenda, 1935).

Schmidt aporta una mirada propia en un contexto fotográfico donde la norma era el racismo de lo exótico. «En el Chaco mismo, en los 30, había una producción fotográfica muy exotizante. A las indígenas las ponían siempre desnudas, rozaba lo pornográfico. Se comercializaban postales completamente posadas, armadas», apunta Bossert. «Y la gran fotografía de los indígenas chaqueños del momento era la antropométrica, que convertía a los indígenas en objetos, en cuerpos, midiéndolos.»

Las fotografías de Hijos de la selva apuntan a una relación completamente diferente. «Sobre todo si ves los retratos. Vos vas a ver siempre expresiones, acá. Incluso en retratos de personas paradas ante una pared, que es lo que hacía la fotografía antropométrica, vas a ver expresiones, una mirada que vuelve sobre el fotógrafo. Y vas a ver mucha gente riendo, eso también es extraño. Ves interioridades, ves subjetividades», explican Villar y Bossert. «Esto también es una impresión que uno se hace conociendo a Schmidt, habiéndolo leído, sabiendo cuál era su mirada humanista, su valorización del indígena… Y su búsqueda de la empatía. Él se integraba, y entonces son fotos íntimas. Fotos que no hubieran podido ser producidas en el marco de esas grandes expediciones que decíamos antes, que eran una gran disrupción en la vida social de las aldeas que visitaban.»

Una vida en minúsculas

Schmidt falleció en Asunción en 1950. Por entonces, su círculo social se reducía a unos pocos amigos, como el doctor Andrés Barbero, cuyo nombre adoptaría el museo etnográfico, y los detalles de su muerte fueron, en cierto sentido, tan melancólicos como la narración de alguna de sus accidentadas campañas. Falleció de lepra y, ante el miedo de que pudiesen ser vectores de contagio, se quemaron muchos de sus diarios y los objetos que había recogido en el campo, como telas y tejidos. Al fallecimiento le siguió un anonimato que Bossert y Villar intentan corregir.

«Si tuviera que decir una razón para ello diría la biográfica. No era una persona carismática, que funda una escuela y deja un legado muy visible», afirma Villar. Bossert añade: «Además era alguien que en la gran mayoría de sus escritos no teorizaba. Era estrictamente empirista. Minuciosísimo. Eso también va a contrapelo de la dirección de la antropología desde mediados del s. XX.»

Su heredera más directa sería su sucesora en el museo, a quien además no llegó a conocer: Branislava Susnik, eslovena, otra exiliada que arraigó su vida en Paraguay. «Otra razón que se me ocurre para este desconocimiento», comenta Villar «es que Paraguay se construyó en lo indígena como un país guaraní. Y tanto Schmidt como Susnik proponen otra lectura, que sin dejar de lado lo guaraní pone en un sitio importante a lo chaqueño, a otras tradiciones culturales que no son guaraníes, en una especie de contrahegemonía».

Cacique tapiete del grupo «Toldería I» engalanado a la criolla (a 16 km. de Fortín Oruro, 1935).

El proyecto de Villar, Bossert y Mortensen, de hecho, va a continuar con una exploración del trabajo de Susnik: «Al principio íbamos a hacer un libro con el material de Schmidt y Susnik juntos, pero luego vimos que era tan rico que daba para dos libros. Y habrá un tercero, que será un libro diferente, no de historia de la antropología. Hemos estado repartiendo cámaras desechables entre los grupos del Chaco salteño occidental (nivaclés, chorotes, wichís, chanés, guaraníes…) Y ellos se sacan sus propias fotos, y después volvemos y la idea es que ellos las glosen y expliquen qué mereció para ellos transformarse en imagen. Después de hará una selección y se traducirán las glosas al inglés y castellano. Trataremos de evitar en la medida de lo posible la mediación del antropólogo y el editor y ver qué quieren mostrar ellos.» Sigue Villar: «Es interesante porque puedes tener fotos culturalistas, sobre cómo hacen la cerámica o las máscaras o como van a cazar, pero también fotos de familia, como las que hacemos todos en un cumpleaños, y también fotos de denuncia política. Fotos de aviones tirando pesticidas en los campos, de sojeros, de peleas con la policía y esas cosas. Algo complejo y heterogéneo.»

Bossert añade: «La situación de los indígenas en el Chaco argentino y paraguayo no es óptima: hay problemas de deforestación, falta de tierras, falta de agua, desnutrición… Hay un desamparo terrible. Y las cámaras de foto se pueden usar para registrar situaciones de agresión».

Max Schmidt con un grupo de militares paraguayos entre los isoseños (Fortín Toledo, 1935).

En las fotografías, la postura de Schmidt delata a uno de esos hombres desgarbados que se acostumbran a encorvarse como pidiendo disculpas por su altura. Las gafas, los hombros encogidos, el mostacho blanco… Los detalles encajan demasiado bien en el retrato de una biografía quijotesca, tan desgraciada en su momento como simpática para la posteridad. Más allá de la estampa, quedan —lo que importa bastante más— un trabajo honesto y humano y algunos pequeños momentos, apuntes no más, en que el romántico alemán sale a pasear por unos diarios de campo claros y puntillosos:

«El viaje, a pesar de todo, era agradable. Cuando nuestro bote se deslizaba muy tranquilamente por la orilla del río antes del anochecer, largas bandadas de araras pasaban de dos en dos sobre las aguas, centelleando su plumaje rojo y azul sobre los reflejos del sol poniente. No había hallado lo que había venido a buscar: una vida confortable entre los hijos de la selva. Los esfuerzos sobrehumanos invertidos, la constante inquietud, todo esto me proporcionó pocos momentos de placer, y ahora ya estaba regresando.»