Para entender un país hay que recurrir a las paradojas: en muchos de los jóvenes nacidos y criados bajo el régimen islamista late una feroz pulsión laica, difícil de valorar (no hay estadísticas), con frecuencia exagerada (las famosas fiestas clandestinas con alcohol casero) pero real. La fotografía de costumbres y creencias de un régimen teocrático es siempre confusa y parcial. Por eso a veces es más fácil hablar de economía. Por ejemplo, Irán es uno de los mayores productores de petróleo del mundo, pero es un importador neto de gasolina. No hay tecnología ni dinero para construir nuevas plantas de refinamiento de petróleo, ni para arreglar algunas de las que funcionaban en época del Sha. El embargo económico impuesto por Estados Unidos asfixia a una economía ya de por sí anquilosada. La esperanza de gran parte de la población y del gobierno moderado de Rouhaní pasa por el levantamiento de las sanciones, pero los economistas son escépticos: creen que ni siquiera un aumento de la inversión extranjera solucionaría el paro y la inflación a corto plazo. Además, hay mucha gente deseando que el acuerdo fracase: el Partido Republicano en Estados Unidos, el gobierno de Israel, las monarquías de los países árabes del Golfo y, a su manera, la línea dura iraní encabezada por el ayatolá Jomeini. Y el niño de 12 años, vestido con una chaqueta de Bob Marley, que me paró por la calle en Isfahan para explicarme la historia de Kerbala y el martirio de Hussein: le contraataqué preguntándole por el acuerdo nuclear y me dijo que no le gustaba «porque ahora no podremos tener la bomba atómica, y no podremos defendernos de Estados Unidos. El otro día Estados Unidos mató a niños y médicos en un hospital con una bomba atómica».
El dueño del hotel de Kashan, una antigua casa de mercaderes con patio interior rodeado de galerías y arcos de simetría perfecta, sueña que el levantamiento de las sanciones traiga más turismo. También lo hace el taxista de Isfahan que está aprendiendo inglés con 70 años, y que conduce con delicadeza por las calles del barrio armenio, una mezcla de cafeterías sofisticadas, iglesias cristianas y grupos de jóvenes que saben que aquí es más difícil que la policía religiosa les moleste. Lo piensa el vendedor de alfombras y la pareja joven que celebra su aniversario en un restaurante próximo a la estación de tren de Teherán (se quejan de lo caros que están los pisos y me preguntan por la situación en España: les explico que la gente que no puede pagar la hipoteca pierde el piso y mantiene la deuda: no se lo creen, lo niegan, dicen que es imposible, me hacen repetirlo varias veces). Lo creen los políticos reformistas y los del ala dura, pero estos últimos temen que el fin de las sanciones favorezca las políticas aperturistas de los primeros.
Los hay que no tienen ninguna fe. Z atiende un pequeño puesto de comida en el bazar de Isfahan, ese laberinto de vendedores tranquilos, casi indiferentes, que nunca intentan atraerte hacia sus tiendas. Z, cuarenta y pico años, pelo alborotado, sonrisa cínica, gesto cansado. Nos pide liarse un cigarrillo y empezamos a charlar. Z recita sus derrotas íntimas: su matrimonio fracasado, la asfixia y el control de las familias y de la sociedad, la imposibilidad de sentirse a gusto ni en Europa —donde vivió 10 años— ni en Irán. «Trabajamos todo el día y apenas tenemos dinero. Cuando llegamos a casa no tenemos tiempo para pensar en la vida. No hay esperanza para este país. Nada cambiará en Irán. El acuerdo con Estados Unidos no servirá para nada. El gobierno de Rouhaní no conseguirá cambiar nada. No hay esperanza».
Entre un déspota laico y un déspota religioso, los jóvenes eligen al laico. Esa parece ser una de tantas dicotomías fatalistas de Oriente Medio
Hamid lleva casi 40 años exiliado en España. Quedamos a media tarde en un VIPS de Chamartín. Busco entre las mesas a ese «veterano activista político» que me había anunciado por mail el periodista mexicano Témoris Grecko, y me encuentro a un caballero alto de 60 años, de facciones hermosas y sonrisa cálida. Hamid es de esas personas cuya delicadeza (en la voz, las manos y la mirada) consigue contagiar al interlocutor más brusco. A los cinco minutos de presentarnos me sorprendo a mí mismo hablando despacio, eligiendo las palabras sin prisa. Hamid podría ser un domesticador de humanos.
En la década de los 70, Hamid era un militante del izquierdista Fedayines del Pueblo. Soñaba con una democracia secular y al despertar se topó con una república islamista gobernada por los clérigos chiíes. «Fuimos muy ingenuos. Solo pensábamos en derrocar al Sha. Nunca pensamos en cómo sería el día siguiente. Los islamistas, sin embargo, lo tenían todo preparado».
El ascenso al poder absoluto de Jomeini no fue sólo el resultado de la ingenuidad del resto de fuerzas opositoras: Jomeini tenía a Dios de su parte.
En 1980, en pleno caos posrevolucionario, Sadam Hussein (el malo de los 90, pero el bueno de los 80) decidió atacar Irán para anexionarse las regiones petrolíferas. Parecía una jugada maestra, y por si había dudas, Estados Unidos le apoyó con armas y dinero. La guerra duró ocho años, fortaleció a Jomeini en el poder y provocó la muerte de un millón de personas (la iconografía de los mártires es omnipresente en todo el país). La agresión exterior inflamó la retórica nacionalista y proporcionó al tambaleante nuevo régimen la legitimidad que le discutían el resto de partidos opositores. Con el país sometido a una guerra patriótica, fue más fácil reprimir a las demás fuerzas revolucionarias con total impunidad. «La guerra fue un regalo de Dios», dijo Jomeini. Los amigos de Hamid que no habían sido asesinados o torturados por la policía del Sha fueron asesinados o torturados por la policía de Jomeini.
«No pude volver ni siquiera cuando murieron mis padres», dice Hamid.
Se podría escribir una historia de Oriente Medio a base de ucronías luminosas
Los exiliados como Hamid, los perdedores de la revolución de 1979, a veces fantasean con qué hubiera pasado si. Sueñan un pasado diferente, pero no añoran al Sha, al que combatieron y sufrieron. Si les quedan fuerzas, sueñan un futuro mejor.
Los sueños de muchos jóvenes iraníes no están en el futuro sino en el pasado. En la época del Sha, que no conocieron. El discurso, con mínimas variaciones, es siempre el mismo: éramos ricos, éramos respetados, éramos modernos. Entre un déspota laico y un déspota religioso, eligen al laico. Esa parece ser una de tantas dicotomías fatalistas de Oriente Medio (la otra es, como propone Al Asad, despotismo secular o terrorismo islamista). Pero no siempre fue así o no tendría por qué haber sido siempre así. Se podría escribir una historia de Oriente Medio a base de ucronías luminosas. Por ejemplo: en 1953 la CIA no derroca al primer ministro de la República Iraní, Mohammed Mossadegh, que había nacionalizado el petróleo en manos británicas, para colocar en su lugar al Sha Mohammad Reza Pahlaví. Por ejemplo: en 1979, tras el derrocamiento del Sha, las fuerzas laicas y progresistas le ganan la partida al Ayatolá Jomeini; por ejemplo, en 2009 los manifestantes logran detener el pucherazo electoral de Ahmadineyad; por ejemplo, en las elecciones parlamentarias de esta semana, el Consejo de Guardianes no veta masivamente a los candidatos reformistas.
Por ejemplo, Hamid regresa a casa.