Un caballo blanco con flechas clavadas en el lomo me recibe en la sala de recogida de maletas del aeropuerto Jomeini de Teherán. Es el caballo de Hussein ibn Ali, el nieto de Mahoma asesinado en el siglo VIII en la batalla de Kerbala. Viajar a Irán en plena celebración chií de la Ashura es recordar las historias de tu abuelo sobre la Semana Santa en época de Franco: una sobredosis de religión sufriente.

A lo largo de mi viaje veré todo tipo de procesiones de hombres de negro golpeándose la espalda con cadenas, el pecho con las manos, la cabeza con la palma; en la azotea de un pueblo de adobe escucharé pisadas de gigante producidas por las manos de centenares de mujeres cubiertas con chador negro; veré, flotando en el aire saturado de polvo y cegado por el contraluz del sol en caída, la imagen de Hussein, pálido, barba, gota de sangre en la frente; una estructura trapezoidal cubierta de espejos —la tumba de Hussein— flotará por encima de los brazos de una masa compacta de costaleros en éxtasis que abarrotan un patio interior; un niño de 12 años me explicará en inglés, con voz entrecortada, cómo hace trece siglos los soldados del califa Yazid I le cortaron las manos al hermano de Hussein cuando intentaba regresar al campamento tras llenar la cantimplora de agua en un recodo del Eúfrates. Veré representaciones de la batalla de Kerbala en huseiniyas —oratorios chiís—, en la pantalla de televisión de la sala de espera de la estación de tren de Isfahan, en el mismo parque de Teherán donde veré también grupos de adolescentes fumando porros. Mujeres que lloran. Actores a caballo con flechas de juguete clavadas en la frente, fuentes teñidas de rojo, camiones con escenario portátil: palmeras de cartón piedra, muñecos, un riachuelo. De fondo, en bucle, una especie de riff metálico de sable que emiten los altavoces de los puestos que regalan comida y té.

El catolicismo recuerda cada Semana Santa la captura, ejecución y resurrección de Jesucristo. Los musulmanes chiíes recuerdan cada año, durante los 10 primeros días del mes de Muharram, el cerco y asesinato del mártir Hussein. El décimo día, el día de la muerte de Hussein, es la Ashura.

La batalla de Kerbala

La imagen que más se asocia con la Ashura en Occidente es la única que yo no vi en Irán: hombres ensangrentados, vestidos de blanco, que se golpean la cabeza con un cuchillo. No pude verla porque esa práctica fue declarada haram, impía, por el ayatolá Jomeini.

La imagen que yo no vi en Irán fue, sin embargo, mi primera imagen del chíismo: en 2004 se celebró la Ashura en Kerbala (Irak) por primera vez después de décadas prohibida por Sadam Hussein. Acudieron millones de personas desde Irán, Bahrein, Líbano y otros países musulmanes. Fue un orgulloso acto de autoafirmación chií. Los informativos internacionales abrieron con la imagen de los hombres con cuchillos y nadie entendió gran cosa. Comprendimos menos cuando esos días Al Qaeda asesinó a más de 100 peregrinos. Irak y Oriente Medio empezaba entonces a ser un lugar indescifrable para el espectador occidental (y para los estrategas estadounidenses), y en los medios de comunicación empezaban a sonar conceptos como triángulo suní, milicias chiís y guerra sectaria.

Los musulmanes chiíes recuerdan cada año, durante los 10 primeros días del mes de Muharram, el cerco y asesinato del mártir Hussein. En la imagen, la tumba de Hussein llevada a hombros por los fieles.

La batalla de Kerbala es el episodio que escinde definitivamente el Islam entre las dos corrientes surgidas años antes tras la muerte de Mahoma: los que pensaban que el sucesor del profeta debía ser elegido por la comunidad de fieles, y los partidarios de una herencia «dinástica» por vía sanguínea de Mahoma. Esto último es lo que defienden lo chiís, voz que en árabe significa «partidario». Trece siglos después, las diferencias teológicas entre ambas corrientes son mínimas. Digamos —con brocha gorda— que los chiíes son los carlistas del Islam: su candidato perdió la guerra sucesoria.

Los chiíes sólo son mayoría en Irán, Irak, Bahréin y Azerbayán. Cuentan con importantes poblaciones en Líbano, Yemen, Pakistán y Kuwait. Digamos —resumiendo— que solo es chií, depende de las estadísticas, uno o dos de cada diez musulmanes. Añadamos: un cristiano podría malvivir aterrorizado en una ciudad dominada por el ISIS; un chíi solo podría aspirar a una muerte no demasiado sádica.

El ISIS es solo la versión más extremista y minoritaria y coyuntural de esta brecha sectaria. Pero existe, graduado por épocas y regiones, un poso de desprecio, desconfianza, desconocimiento y extrañeza de muchos suníes hacia los chiíes: los más fundamentalistas les consideran idólatras paganos, muchos seculares los ven como oscuros supersticiosos, y todos ellos, rigoristas y laicos, los temen como quintacolumnistas a las órdenes de Irán.

Piedad y propaganda

El secreto de una buena historia está en la atención obsesiva a los detalles, y la batalla de Kerbala es una historia coral cuyo relato se ha ido perfeccionando durante siglos. El relato que surge tras siglos de edición y perfeccionamiento es una epopeya trágica. No sólo hay soldados, hay madres, niños y ancianos, y hay una historia ejemplar que se recita sobre cada uno de ellos. En las recitaciones que se celebran cada noche durante los diez primeros días de Muharram, se busca el mismo efecto que persigue el guionista de una serie familiar: reforzar la identificación y la empatía de cada tipo de espectador, en este caso oyente, con uno de los personajes. El suceso histórico de hace trece siglos se convierte en relato cercano, íntimo. Una historia trágica que funciona como advertencia, como ejemplo y como inspiración.

Mujeres que lloran. Actores a caballo con flechas de juguete clavadas en la frente, fuentes teñidas de rojo, camiones con escenario portátil: palmeras de cartón piedra, muñecos, un riachuelo.

La Ashura es piedad y es propaganda, es recogimiento e histeria, es espíritu comunitario —durante esos diez días las calles se llenan de puestos que regalan comida y té— y sometimiento a la comunidad —durante esos diez días es imposible vivir al margen del evento religioso—. La Ashura es luto y expiación de los pecados: es fácil ver a hombres y mujeres llorando, con la cabeza agachada, durante el recitado de la batalla. Y es también un arma política cargada de simbolismo: es geoteología. Sobre Kerbala, cada país traza un paralelismo político con su propia época: en Irán se compara al califa que asesinó a Hussein con Israel, Arabia Saudí y el ISIS. En Bahréin, la Ashura tiene un componente reivindicativo contra el rey suní. En Beirut, el líder de Hizbulla, Nasrallah, comparó este año la lucha de Hussein contra Yazid con la de Al Asad contra los rebeldes en Siria. «Seguiremos llorando sangre, en vez de lágrimas», advirtió.

En el laberinto de Oriente Medio conviven varias tramas de intereses enfrentados a veces contradictorios, muchas veces ocultos o manipulados bajo narrativas religiosas. ¿Puede una batalla de hace trece siglos explicar la situación actual? No. Pero una de esas múltiples tramas (real, tangible, incrustada en la psique de millones de personas) sí arranca, hace trece siglos, en Kerbala.

La brecha chií-suní ya es un tópico de consumo masivo al alcance de cualquier tertuliano en plantilla. No hemos llegado a comprenderla, pero ya le hemos aplicado la técnica del péndulo: hemos pasado de ignorarla a perdernos en interpretaciones de gran sofisticación teórica: el conflicto sectario es un invento de Occidente, apuntan los más osados; es un invento de Occidente exacerbado por intereses geoestratégicos de Arabia Saudí e Irán y por las políticas estadounidenses tras la invasión iraquí, apuntan los más sutiles. La brecha sectaria puede ser todo lo anterior y también coartada de las monarquías del Golfo para reprimir la disidencia interna y atajo de los medios de comunicación para presentar la complejidad de Oriente Medio con una dicotomía sencilla de consumir. De acuerdo. Podemos matizarla. Podemos ponerla en contexto. Pero nunca negarla.