Josh sonríe cuando sugiero que los franceses cortan el bacalao en Vietnam. «¿Franceses? Los franceses se pasean por Ho Chi Minh con sus pho mai exquisitos, sus botellas de Bordeaux, llevan camisas a pecho abierto, presumen de acento novelesco, catas de vino aquí y allá; pero los franceses, cuatro gatos, con sus productos estelares, sus certificados de excelencia, los afinadores románticos de Nancy que adoptan niños vietnamitas, las antiguas familias mixtas, la virtuosidad con la que iluminan a todos con pan, chocolate y edificios nobles en ruinas y toda su palabrería. Los franceses son el Viejo Mundo, aquí no pintan nada. ¿Dinero? ¿Dinero de verdad? Escúchame bien: australianos, chilenos, japoneses.» Ya debería saberlo, hace bastantes años que el Nuevo Mundo ha devorado al Viejo Mundo. El Nuevo Mundo y la pujante Asia, superpoblada, se ríen de los continentes pequeños, raquíticos, con déficit de natalidad, envejecidos. Tanta, tanta gente para un país no tan grande, Vietnam, fuente dorada donde los grandes del Nuevo Mundo florecen. América y sus latifundistas; los australianos, depredadores mayoritarios del sudeste asiático. La vid produce miles de botellas más en California, Chile, Nueva Zelanda y Australia. Sumémosle Sudáfrica, aquel lugar donde veneran a un cantante obrero de Detroit. Esto es el mercado y esto es hacer dinero. Los pocos europeos remilgados han perdido la batalla y se dedican a amasar sus pequeñas parcelas, o a mimarlas para que les duren lo que dura una vida, ya no generaciones, o puede que sí, generaciones que harán de los nexos virtuosos del neocolonialismo un subterfugio amable y pintoresco para un continente que desertifica.

Salvo los holandeses, secretamente bien situados cual círculo de masones en todos los negocios estratégicos de la ciudad, ya no somos la gran masa madre, solo migajas, un reducto aristócrata que se maneja suficientemente bien para expandir pequeños tentáculos y creer que siguen siendo los brazos prodigiosos de antaño, o hacérselo creer a los que no se mueven de donde están. Al margen de ello, ¿qué somos? Un refugio medieval, una etiqueta de prestigio oxidada, el rostro antiguo donde se reflejan los nuevos, un parque temático para visitar cuando se enriquecen y consiguen visado, la imprenta de sellos distintivos, una vieja biblioteca de Alejandría de donde extraer la técnica y la ciencia… E incluso esto es más efímero de cuanto pensamos, porque ellos ya han construido y multiplicado la réplica mientras nosotros movemos títeres frente al fuego. Los últimos paganos clamando a las estrellas que los demonios de los cristianos entiendan el porqué, mientras ellos ya se lo han quedado todo, los sellos, las iglesias, el gobierno, las jerarquías. Poco a poco, los bárbaros se hacen reyes (ese espejo bárbaro, siempre un engaño para ambas partes). Es cierto aquello que nos contaban cuando éramos pequeños sobre el mapa, que cada cual coloca su país o continente en el centro y crea el equívoco. En Asia sentimos que venimos de un culo de mundo que nadie entiende, que hablamos entre suspiros de cosas que son ya, en este preciso instante, como esculturas de un mundo pretérito, como las piedras de un Partenón que han perdido el color, como columnas del fórum o códigos de Hammurabi donde los dedos intentan recorrer un alfabeto, lenguas que la gente aprende como monedas de coleccionista, como latinismos a destiempo, como exotismos sexys. Debemos ser, a ojos de los asiáticos, como reliquias o preciosas u odiosas, pero ciertamente bufonescas, de un mundo fantástico en miniatura, cada taconeo marca de estilo y de fracaso al mismo tiempo. ¿Franceses? Non mi far ridere…

Ya ha sucedido y ha sido al cabo de poco tiempo: Asia me ha sobrepasado, excesiva como es, ha borrado los contornos protectores de la casa pequeña y contenida; ha hecho estallar mi mundo y mis pequeños placeres, y todo lo ha tornado falso, irreal, imposible e inaccesible; lo ha trastornado, se lo ha cargado todo de una manera muy bestia, ha barrido las prevenciones y los códigos de lo conocido, ha roto con las reservas y las mil y una manías, ha vuelto incomprensibles las conversaciones ordenadas y la gramática simple y la compleja, ha dinamitado las proporciones de mí y del otro, ha reafirmado algunos rasgos hasta el punto de hacer que aparezcan absurdos y convincentes en primer plano, ha abierto el cuerpo a aquello que no puede contener y que lo pone en riesgo permanente y, por encima de todo, ha dejado solo obstáculos omnipresentes en el caminar, demasiadas personas y demasiado olor a animal y demasiadas ratas, mucho ruido de fondo, mucha humedad, la densa polución que habita los cielos y los pulmones de los vietnamitas y los extranjeros en sus megalópolis del presente, y una brisa leve que promete un futuro inesperado y preñado de inestables costumbres y verdaderas sorpresas, movimientos del todo impredecibles.


Fragmento del libroEl cap i la cua del drac de Marta Soldado (Comanegra)