A la cueva de Tham Piew el viajero llega siempre resollando, martirizado tras una interminable ascensión en la que el bosque va arrinconando el cemento de los escalones hasta diluirlo en un paisaje selvático. Sólo el brillo dorado de la efigie budista a los pies de la montaña deforma la armonía verdosa. En la base de la estatua, una lata de Coca-Cola llena de herrumbre. Hoy no hay turistas en Tham Piew. Nadie que quiera oír la historia de las 374 personas que murieron una madrugada de 1968. Nadie a quien contar la historia de una guerra que nunca ocurrió.
La contienda secreta que arrasó Laos entre 1964 y 1973 es apenas un apéndice en los libros de historia. Una minúscula nota al margen entre las miles de páginas escritas sobre la guerra de Vietnam. Para Phonsavan, una pequeña población escondida entre montañas de nieblas perpetuas y cielos estañados, aquellos años son en realidad el fin de la historia. «Todo fue destruido. La antigua ciudad, el templo…», recuerda Vang, quien por entonces era sólo un joven enclenque y asustado. Decenas de conflictos bélicos después, el de Laos sigue siendo hasta la fecha el mayor bombardeo sobre una población civil que jamás ha tenido lugar. Más de dos millones de bombas cayeron sobre este pequeño territorio del sudeste asiático en aquellos 9 años. El zumbido de un B-52 cada 8 minutos durante casi una década. Una masacre de la que el mundo no oyó hablar.
El viaje hasta la Llanura de las Jarras es una sucesión interminable de curvas entrelazadas que sortean a duras penas las torsiones de la montaña. Las rodadas de las furgonetas que cubren a diario el trayecto entre Luang Prabang y Phonsovan son el único camino posible. Salirse de ellas es entrar en un traqueteo insoportable e imprevisible en el que distraerse un segundo es sinónimo de golpear el techo con la cabeza. Los camiones progresan con dificultad y a cada arrebato del monzón el barro trepa un poco más, ahogando el gañido de las ruedas. Es momento de detenerse. En cada parada, la secuencia se repite: una sencilla construcción de madera, suspendida sobre una espesura selvática en la que los platos de noodles humean entre las manos de los pocos clientes de la taberna. En el interior, una señora llama por sus hijas para que vuelvan pronto con los cuencos. Cuando la furgoneta se vuelve a poner en marcha, los viajeros copan todavía la tienda de comestibles para aprovisionarse de dulces, patatas fritas y botellas de agua. Varias a poder ser. Aunque la temperatura ha descendido con el paso de la tarde, la humedad sigue siendo muy alta y los minutos sin el amparo del aire acondicionado son quejidos bajo las sombras.
Al despertar, la carretera ha dejado de retorcerse y avanza directa bajo los últimos reflejos de una tarde plomiza. Una nube de polvo envuelve las endebles construcciones de planta baja apostadas a ambos lados del asfalto. Apenas alcanzo a distinguir un moderno hotel de tres alturas y un llamativo edificio con letras rojas. Es la sede de un banco. La furgoneta tuerce a la izquierda y emboca una calle estrecha en la que varios grupos de turistas occidentales disfrutan de la cena en restaurantes donde sirven hamburguesas, platos de pasta y una edulcorada selección de delicias locales. En la estación central de Phonsavan no hay trenes, ni dársenas para autobuses. Sólo una turba de conductores prestos para emprender viaje a las aldeas recónditas que salpican las montañas. Hoy la furgoneta trae un par de turistas. Eso es bueno para el negocio. En los últimos años, especialmente tras la emisión del documental El lugar más secreto de la tierra, la Llanura de las Jarras se ha convertido en un reclamo para viajeros ávidos de retos vacacionales. El Gobierno de Laos ha sabido aprovechar el tirón construyendo un pequeño museo y definiendo rutas a lo largo de toda la meseta. Se especula incluso con que este mismo año podrían abrir al público la base secreta de Long Chen, el lugar desde el que la CIA organizó el bombardeo de Laos.
La antigua ciudad de Phonsavan fue completamente destruida durante la guerra secreta en Laos
Vang conoce muy bien Long Chen. No en vano vivió allí casi una década. Como casi todas las familias hmong, la suya también se ocultó en las selvas del norte del país tras la retirada de los americanos y la llegada del Pathet Lao al poder. Este movimiento comunista acusaba a la etnia hmong, la segunda más numerosa del país, de haber apoyado al ejército norteamericano durante la guerra, y tras su victoria estaban dispuestos a ajustar cuentas. Más de 200.000 hmong huyeron por aquel entonces a las montañas de la cordillera annamita. La mayoría fueron cayendo, víctimas de las emboscadas, la falta de alimentos, medicinas y cualquier esperanza de supervivencia. Algunos, como Vang, pudieron volver a rehacer su vida. En silencio. Sin alzar nunca al voz. Condenando al olvido el sueño de un Estado hmong. Casi medio siglo después, el miedo sigue cincelando la ciudad. El propio Vang prefiere esconder su verdadera identidad bajo un nombre ficticio. «Los hmong tenemos que tener cuidado», se excusa. Pese a recibir cada año a miles de turistas que disfrutan de la naturaleza virgen del país, Laos sigue siendo uno de los lugares más herméticos del mundo, con amplias zonas de acceso restringido y un sistema de delaciones que lleva a la cárcel —cuando no a la muerte— a cualquier voz crítica. La desaparición en diciembre de 2012 del activista Sombath Somphone es el último ejemplo. «El Gobierno de Laos continua participando en severas violaciones de los derechos humanos», asegura Philip Smith, director del Center for Public Policy Analysis (CPPA).
El lugar más secreto de la tierra
Son las 9 de la mañana y ni siquiera el encargado gubernamental de la cueva de Tham Piew ha llegado todavía. Sólo hace unas horas que ha amanecido y la niebla envuelve todavía la montaña. Al final de los doscientos escalones, tras un breve camino de tierra, se observan ya los túmulos: un mar de piedras coronadas por restos de velas apagadas. Algunas han sido sustituidas por colillas. La historia de Than Piew es una de las más sangrientas de la «guerra secreta». 374 personas, en su mayoría niños y mujeres, fallecieron aquí una madrugada de 1968. Se habían refugiado en la cueva, huyendo de los misiles que asolaban Muang Kham. Los hombres habían salido a luchar. Durante el día cayeron varios proyectiles. Dicen que fue el cuarto el que arrasó la cueva. Justo a medianoche.
En Laos, Estados Unidos libró una contienda paramilitar. Una guerra secreta. A finales de los 50, el conflicto en Vietnam permanecía enquistado. Tras la contienda de liberación nacional contra los franceses, el país se había partido en los dos bloques que protagonizarían la guerra hasta mediados de los 70: un Norte bajo el ala del bloque comunista y un Sur apoyado por los EE.UU. Aún no había militares de este último país sobre el terreno, pero el Pentágono ya estaba involucrándose y temía que el pequeño país vecino cayese también en manos de los comunistas. El llamado efecto dominó. Los oficiales de la CIA viajaron a Laos en busca de un aliado del que habían oído hablar: los hmong. Los valerosos guerrilleros Chao Fa que se habían instalado en las montañas de la cordillera annamita. Los primeros oficiales de la inteligencia norteamericana llegaron a Moung Cha a principios de los 60. El valle de Long Chen, incrustado entre cumbres recónditas y prácticamente inaccesibles, era el lugar perfecto desde el que organizar una guerra que el mundo no debería conocer. En menos de cinco años, Long Chen se convirtió en la segunda urbe más poblada de Laos. Más de 40.000 personas vivían en este enclave clandestino. La mayoría eran familias hmong. Se construyeron barracones, casas, tiendas… Una ciudad secreta alrededor de una pequeña pista de aterrizaje. Desde allí, los aviones norteamericanos, bajo la tapadera de Air America, despegaban sin parar. 580.000 misiones de bombardeo. Desde el cielo, los B-52 lo arrasaban todo. En las selvas, los Chao Fa batallaban junto al ejército real de Laos contra los comunistas.
A cada paso, un mojón advierte de los restos retirados de un proyectil. Al alzar la vista, un cartel recuerda que todavía quedan miles por explotar. Más de 300 personas personas fallecen cada año a consecuencia de este legado macabro
Hoy —cuentan los pocos que han logrado entrar— Long Chen no es más que una pequeña aldea cubierta de maleza. Apenas quedan en pie algunos edificios controlados por las fuerzas del ejército laosiano. Sólo los restos de la pista rememoran el pasado bélico de la ciudad secreta. En 1975, tras la caída de Saigón, la CIA abandonó Laos. El Pathet Lao se hizo con el control del país y los hmong fueron perseguidos y exiliados. Sólo un centenar resiste todavía en la actualidad en las montañas de Moung Cha.
La herencia de Long Chen se extiende por toda la Llanura de las Jarras. Las vasijas megalíticas de la Edad del Hierro que trufan la meseta de Xieng Khouang se pierden entre interminables socavones arcillosos en los que los niños juegan a resbalarse. A cada paso, un mojón advierte de los restos retirados de un proyectil. Al alzar la vista, un cartel recuerda que todavía quedan miles por explotar. Más de 300 personas personas fallecen cada año a consecuencia de este legado macabro.
Un nuevo principio
En Phonsavan todos los edificios son nuevos. Una retahíla de hormigón de colores superpuestos. La ciudad es nueva en sí misma. La antigua urbe renace a unos kilómetros de allí, en una ladera fértil a la que algunos granjeros comenzaron a volver en 1978. «Tenían tierras allí, qué podían hacer…», comenta uno de los lugareños. Hoy, algo más de un centenar de personas habitan en la vieja Phonsavan. Hay ya un mercado central y varios cajeros automáticos. A unos minutos de allí, en el templo de Wat Piyawat, un monje pasea por los restos de la tierra sagrada, coronada por una gran estatua de un Buda hermético, al que los proyectiles arrancaron su capacidad de llorar. Y también parte de un brazo. En su base, flanqueada por lo que fue un pasadizo de columnas y arcos, los creyentes y turistas depositan sus ofrendas ante la mirada arcillosa del monje. «La destrucción de Wat Piyawat es un símbolo de lo que aquí ocurrió», insiste Vang. Un grito para que la historia no olvide.
Cuatro décadas después de la guerra, gran parte de la sociedad hmong ignora su pasado. «Muchos de los jóvenes han nacido en Estados Unidos y llevan 30 o 40 años viviendo aquí, así que no les preocupa demasiado Laos», explica Ian Baird, profesor de la universidad de Wisconsin experto en minorías étnica del Sudeste asiático. Otros simplemente se han resignado a no recordar. En Ban Takjok, una pequeña aldea a una hora de Phonsavan, nadie quiere hablar de aquellos años, ni de la resistencia de los Chao Fa. Sus 60 familias sobreviven gracias a la agricultura. Trabajan los campos de arroz y crían ganado. Tienen ocas, patos y cerdos, aunque el principal negocio son los pájaros, muy apreciados en culturas animistas como la hmong; algunos pueden ser vendidos por cientos de dólares.
En Ban Takjok, una pequeña aldea a una hora de Phonsavan, nadie quiere hablar de aquellos años, ni de la resistencia de los Chao Fa. Sus 60 familias sobreviven gracias a la agricultura
Las calles del pueblo, convertidas tras el monzón en un lodazal navegable, están desiertas durante la mañana. También la herrería, donde los artesanos dan nueva vida a la metralla en forma de cuchillos y utensilios varios, es un solar a esta hora. Los hombres están en los prados y las mujeres preparan la comida en una de las cabañas. Ban Takjok tiene un campo de fútbol, hoy anegado por las lluvias, una escuela y un ágora donde se discuten los asuntos que afectan a la comunidad. Allí fue donde decidieron rendirse. Allí fue donde decidieron que no recordarían una guerra que nunca ocurrió.
LA PELÍCULA QUE RECUPERÓ LA HISTORIA DE LOS CHAO FA