La luna de miel de Sylvia Plath y de Ted Hughes discurrió por lo que se podría denominar como «la estricta normalidad turística de la época» hasta su tercera y última etapa. El viaje empezó en París, pasó por Madrid y terminó en Benidorm. Decimos que este fin de viaje altera la normalidad turística porque Plath y Hughes visitaron Benidorm algo antes de que este municipio alicantino se convirtiese en la meca turística que es hoy.

Plath y Hughes llegaron a Benidorm en julio de 1956 y su estancia se prolongó alrededor de tres meses. La joven pareja apenas aguantó una semana en una casa en primera línea de playa: la abandonaron por problemas relativos al bullicio de la zona, a la dificultad de acceso al agua potable y a la incomodidad que suponía compartir el espacio con más gente —la casa de la playa era algo parecido a una pensión—. Y se mudaron a otra casa más alejada del centro; en esa casa vivieron solos durante un tiempo superior a los dos meses.

Si fuera necesario buscar una palabra para definir la estancia de ambos en Benidorm, turismo no sería del todo correcta. Quizás sí en el sentido terminológico —«actividad o hecho de viajar por placer», dice la RAE—, pero no desde la perspectiva del lenguaje que se usaba en Benidorm en los años 50. Tardaría años en aposentarse la palabra turista en el léxico local. Entonces y en los relatos sobre la época escritos en este siglo, los lugareños hablan de veraneantes, nunca de turistas o de viajeros. Veraneante, lógicamente, es una palabra del todo ligada a la estacionalidad.

 

 

En cualquier caso, el veraneante era el que llegaba en verano, sí, pero también era el que se alojaba en un hotel y no se integraba en la vida local, circunstancia que no se da en el caso de Plath y Hughes. La inmersión de ambos en el día a día local es absoluta; hacen vida en Benidorm como la haría cualquier lugareño. Esta idea es especialmente visible en los reiterativos comentarios de Plath relativos a las visitas al mercado. Tal fue la integración que incluso más tarde Plath hablaría de Benidorm como un sitio en el que vivió: «He vivido en Cambridge, Londres y Yorkshire; Paris, Niza y Múnich; Venecia y Roma; Madrid, Alicante, Benidorm. Impresionante».

No es la intención de este texto desentrañar el turismo de la época ni encontrar una definición que se acople a la función social de Sylvia Plath y Ted Hughes en el Benidorm de los años 50. La intención, más bien, es encontrar rasgos que para Plath fueron exóticos y en los que no profundizó y ponerlos a dialogar con otros textos sobre la época en que la pareja estuvo en Benidorm.

 

El Benidorm que tejieron las mujeres

Es significativa ya la primera frase de los diarios de Plath relativa a Benidorm. Dice la poeta que: «La casa de la viuda Mangada es clara, de un color melocotón pálido. Está en la costanera, frente a la playa de color azafrán y llena de cabañas».

Hay tres cuestiones condensadas en estas dos frases que son fundamentales para entender el Benidorm de la época: una es la viudez —esta idea la desarrollaremos más adelante—; otra está relacionada con el hecho de que sea una mujer la propietaria de esta casa que hace las veces de pensión; y la última tiene que ver con la ubicación de la vivienda: en primera línea de playa.

 

 

La respuesta a por qué es importante que sea una mujer la propietaria de la casa la da Josefina Orts en su texto Benidorm, el tiempo que se fue: «Las mujeres de Benidorm, siempre trabajadoras y alegres, y con una gran intuición, empezaron a alojar familias en sus casas, cediéndoles las mejores habitaciones donde pasaban los tres meses de verano». Es el caso parcial de Plath y Hughes, en el sentido de que no estuvieron los tres meses de verano en la casa de la viuda Mangada —apenas estuvieron una semana—.

La respuesta a la otra cuestión, la relativa a la ubicación de la casa, la da Javier Moreno Lara en el libro Benidorm, el tiempo que se fue cuando dice: «Los hombres de la casa heredaban los mejores terrenos agrícolas, mientras que las mujeres tenían que contentarse con otros menos valorados. Ese reparto, cuando se hizo antes de la prosperidad turística de Benidorm, ha motivado en muchos casos que los terrenos peor considerados, las fincas cercanas a la playa, en buena parte arenales o sujetes a inundaciones, fueran para las mujeres».

Esta circunstancia —que irónicamente puede ser leída como una forma de justicia poética y antipatriarcal— fue la nota común en todas las poblaciones costeras de España. Aún hoy, muchos de los hoteles de primera línea de playa pertenecen a las mismas mujeres que los regentaban hace medio siglo. La propiedad femenina en Benidorm dio sentido al crecimiento de la ciudad desde una perspectiva administrativa y localista, por decirlo de alguna manera. La base sobre la que se construyó Benidorm tuvo mucho que ver con la resignación y la generosidad vecinal: el Ayuntamiento expropió terrenos para abrir avenidas. María Teresa Campos, costurera del pueblo, habla del crecimiento de la ciudad, de cómo operaba el Ayuntamiento de entonces y cuenta lo siguiente en Ensayo y error Benidorm: «»Aquí tiene que haber una avenida», «Sí, pero es que esto es de Fulanito de tal». «Nada, o lo da o lo expropiamos», y por ahí pasaba una avenida».

Volviendo a Plath y, concretamente, al tema de la viudez, tiene sentido rescatar este otro fragmento de sus diarios: «Las viejecitas arrugadas y morenas se pasan el día sentada a las puertas de su casa, donde se está mas fresco, y tejen, de espaldas a la calle, redes gruesas o finas, como las que se usan para la pesca de la sardina. Van completamente vestidas de negro: medias, vestidos, zapatos… y cuando bajan al pueblo añaden a su atuendo una mantilla también negra».

 

 

Esta idea conecta —o, mejor, hila— con un fragmento del libro de Josefina Orts: «Los puestos de trabajo para las mujeres eran inexistentes. Como único recurso, se dedicaban a remendar las redes de los pescadores, hacían redecillas de malla, hilo de esparto “filet”. El esfuerzo de las viudas del mar quedó grabado en la memoria de todos. Vestidas de negro, silenciosas. Vivieron y murieron con muy pocas compensaciones; sólo la de ver crecer a sus hijos y mantener la familia unida».

El valor (en este caso) del texto de Orts reside en la complementación y en cómo dialoga con lo que Sylvia Plath consideraba exotismo: a Plath le sorprende el negro absoluto y le sorprende el hecho de que tejan como Penélopes que a nadie esperan. Orts habla de la viudez en términos, también, de eternidad: «Como el luto duraba tanto, cuatro o cinco años como mínimo, se iban empalmando unos con otros; las mujeres iban vestidas de negro casi toda su vida».

 

Benidorm, ¿pueblo pesquero?

Algunos meses más tarde de su luna de miel en Benidorm, Plath escribió un artículo para Christian Science Monitor en el que decía lo siguiente: «Después de un amargo invierno británico, fuimos a buscar sol en el pueblecito de pescadores de Benidorm, en el mediterráneo español, para pasar un verano estudiando y dibujando». Evidentemente, Sylvia Plath no es la primera ni la única persona en hablar de Benidorm y añadir inmediatamente el epíteto de pesquero. Pero ¿tiene sentido hablar de Benidorm como pueblo pesquero?

La respuesta es un sí rotundo —igual que en 2020 tiene sentido hablar de Benidorm como municipio turístico—: aquello que definió a Benidorm desde el siglo XVII hasta mediados de siglo XX fue la pesca. La cuestión o el motivo por el que aparece esta pregunta es porque ‘pesquero’ es una palabra que remite únicamente a quienes trabajan en el mar, cuando precisamente esos trabajadores no están en el pueblo la mayor parte del tiempo y el pueblo, mientras tanto, se define por su ausencia. El pueblo se define por regirse por el otro polo —el femenino, a fin de cuentas— que es el que habita la ciudad durante los largos periodos en que los marineros van a otras ciudades, a otros países, a otros continentes. Esto también lo refleja muy bien Josefina Orts cuando dice: «Pasaban unos días de tranquilidad en sus casas, pisaban tierra firme y volvían a sus puestos de trabajo con la salud renovada».

 

 

Sucede, de hecho, una cosa curiosa y exclusiva de las poblaciones marítimas; a esta anomalía, Orts le da el nombre de «la picardía» y refiere a cuando los hombres abandonaban a sus mujeres por otra persona en otro país. Esa mujer pasaba a ser considerada viuda de mar: desconocía si su marido había muerto o continuaba con vida. En esos casos, había que esperar ocho años para que el Estado otorgase la pensión de viudez a la familia. Hasta entonces, era la mujer quien se hacía cargo de los hijos. En palabras de Josefina Orts: «Ellas solas fueron capaces de cuidar a sus hijos y de darles el mejor porvenir posible, confiando únicamente en su capacidad de trabajo, de abnegación y de entrega».

En cualquier caso, Benidorm es un pueblo pesquero, qué duda cabe, pero también tienen presencia las verduras, los pastos, las huertas. Y todas estas cuestiones definen incluso el paisaje. Plath lo describe asó: «A medida que íbamos ascendiendo, las hileras de casitas blancas dejaban paso a los huertos verdes».

Plath también habla sobre la situación socioeconómica de Benidorm. No hay que olvidar que España había salido de una Guerra Civil 17 años atrás. Muchas veces compara las cocinas estadounidenses con las españolas —en la comparativa, las cocinas españolas salen perdiendo—: Plath lamenta no tener nevera y tener que fregar los platos con un manojo de paja. Además, tienen especial importancia las quejas relativas a la precariedad de los servicios básicos. Plath dice «probó el interruptor de la luz: no había electricidad». Y su mayor asombro —aquí también hay exotismo— es relativo al agua potable, un bien preciado y escaso en el Benidorm de aquellos años: «Muy pronto nos dimos cuenta de que el agua de los grifos tenía un sabor tan extraño que era prácticamente imbebible». Y luego dice: «la señora se las arregló de algún modo para hacer aparecer, casi milagrosamente, una jarra de un agua cristalina y deliciosa». Aquí hay algo que Plath desconoce y cuya presencia en las casas de la época era frecuente y necesaria. Hablamos de los aljibes, elementos incorporados en los hogares benidormenses por influencia árabe, depósitos subterráneos de agua extremadamente útiles en las muy habituales sequías de la zona.

Hay también un fragmento —relativo a la escasez de agua— que es posible que dialogue con el libro de Josefina Orts. Plath dice que «un viejo loco digno de El Greco, escuálido, casi cadavérico, vestido con una camisa blanca y de un rojo deslucido, aguardaba sentado como siempre junto a la fuente. A un lado, en un carro tirado por un burro, aguardaba cargado con un barril de agua fresca y cuatro jarras grandes llenas».

 

 

Por su parte, Orts dice que «un hombre llevaba un carro con una gran cuba y vendía agua traída de Polop a 10 céntimos el cántaro». Digo que la posibilidad de que la escena retratada sea la misma es plausible y no segura porque Orts habla de su infancia —nació a principios de los años 30— y habla, por lo tanto, de una fecha indeterminada que podría fijarse en algún punto entre los años 30 y 40. Este hecho crearía un margen de entre 10 y 20 años con respecto «al viejo loco» que retrata Plath.

Uno de los fragmentos más interesantes, sin embargo, es el que escribe cuando se mudan de casa y habla del bullicio del paseo de la playa. Hablamos de interés porque en la cultura popular hay instalado el pensamiento de un pueblo que se vuelve turístico a partir del aperturismo franquista. Es decir, a partir de 1959. Esto, se puede ver, no es ni mucho menos así: Benidorm era turístico ya en 1956: «La alegría de haber cambiado la avenida frente al mar, bulliciosa, infestada de luces de neón verde, de turistas, de hoteles caros, que ofrecía el espectáculo deprimente de las multitudes ociosas y aburridas, vestidas con ropa cara, sentadas, matando el tiempo mientras beben y observan a otras multitudes ociosas y aburridas ir y venir a lo largo del paseo… la alegría de haber cambiado todo eso por un barrio común y corriente».

Gran parte del valor de los diarios de Plath reside en el retrato que hace del Benidorm de la época, en la función de historiadora involuntaria. El exotismo se convierte en una condición necesaria y que alimenta el interés o la sorpresa de la poeta. Plath habla de la cotidianeidad en Benidorm cuando se refiere al día a día de la viuda Mangada, su primera casera: «Se dirige al mercado en el centro del pueblo con sus cestos de mimbre para regatear y comprar fruta fresca y verduras en los puestos». Dice cómo eran los negocios del momento: «En vez de puertas, las casas tienen cortinas hechas con unos largos cordeles llenos de cuentas que se mecen y repiquetean cada vez que entra un cliente». Habla de cuál era el estado del tráfico: «El principal tráfico es el de los carros tirados por burros, cargados con verduras, paja o tinajas de aceite, vino y agua».

 

En cualquier caso, retomo la pregunta que abre este apartado: ¿tiene sentido hablar del Benidorm de mediados de siglo XX siempre como pueblo pesquero? Sí, lo tiene. Tiene todo el sentido del mundo, pero no hay que olvidar que esta definición siempre será injusta e invisibilizadora porque, igual que al señalar que Benidorm es una localidad turística, estos epítetos estarán relegando, siempre, a sus ciudadanos a un plano de intrascendencia radical.

 


Fotografías de Francisco Pérez Bayona («Quico»)