«La soledad me obliga a enfrentarme cara a cara conmigo mismo.» Así describe el escritor leonés Julio Llamazares, en su novela La lluvia amarilla, el sentimiento más intrínseco y personal del último habitante del pueblo de Ainielle, en Huesca (Aragón). Este es un personaje ficticio, aunque no así sus emociones, basadas en hechos reales y muy cercanas a lo que vivimos durante cuatro intensos días en Sobrepuerto, uno de los lugares más desolados, silenciosos y desamparados del Pirineo aragonés, al noreste de la península ibérica.

Estamos dispuestos. Queremos respirar la sensación de vivir y caminar como antaño en esa región cuando Ainielle y todos los pueblos de su alrededor —a saber: Escartín, Cillas y Cortillas, entre más de cien de toda la provincia aragonesa— estaban plenos de vida y se accedía a ellos en mula o andando.

Ahora están deshabitados y «todo el mundo llega en coche por sus pistas», nos comenta Santiago Villacampa, de 81 años, vecino y dueño del bar Santa Orosia. Un mesón lleno de recuerdos y en el que «lo mismo se cuelga un calendario de pared con la foto de la Virgen del Pilar, como la de una chica semidesnuda de la revista Interviú», confiesa Villacampa en Yebra de Basa, el inicio de nuestra ruta.

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