Toda la creación era agua. Y en ese océano emergía un pedazo de tierra, único y pequeño. Era un fragmento en el que aún no existían las montañas, ni las rocas, ni las veredas. Tampoco los ríos, ni los lagos, ni las cascadas. Sólo era eso: una porción diminuta de suelo. Llegaron dos paskoleros, dos danzantes. Dios les pidió que bailaran sobre ese lote de tierra golpeándolo con sus pies, con pisadas duras y solemnes. Con su sonaja en la mano derecha, comenzaron a bailar. En sus tobillos, los chanébari, elaborados con capullos de mariposa, se golpeaban los unos con los otros; entre sí y contra el viento. Bailaron. Bailaron mucho tiempo. Dicen que durante días. Y durante noches. El terruño diminuto comenzó a crecer. Y nacieron las cumbres, los valles, los peñascos y las barrancas. Todo. Desde entonces, los rarámuri siempre bailan. Y sus pisadas son fuertes para mantener lo malo allí abajo. Con sus bailes sostienen el mundo. Solo así la tierra no volverá a tornarse agua. Seguirá dura y firme. Y podremos caminar sobre ella. Porque si dejaran de bailar dejarían de vivir. Y este mundo —el suyo, el nuestro, el de todos— desaparecería.

El viejo me ha preguntado:

—¿Quién es el que te acompaña, que mira todo con miedo?

Era yo. El que miraba con curiosidad y también con miedo era yo, el que escribe estas líneas unos años después. Sucedió en Norogachi, en la sierra Tarahumara, México. Para ellos, era un cabochi: «El que tiene arañas en la cara». Con éste término despectivo, los rarámuri nombran a los blancos y a los mestizos. El origen está en la época de la Conquista. Los indígenas vieron arañas en las barbas profusas de los soldados españoles. Y como cabochi explico en las líneas que siguen lo que un extranjero vio o creyó ver; lo que entendió y lo que no, lo que aprendió desde su miopía viajera de un Norte opulento y unos prejuicios malditos.

Cabochi

Camino con Balo, un profesor de secundaria —mestizo de sangre rarámuri— que me acogió en su casa por unas semanas. Pasamos cerca de una vivienda de madera. Un anciano de pelo blanco y rizado,descansa en el cuarto escalón de una escalera, también de madera. Hablan en rarámuri. Miro el patio, la vivienda y también al viejo. El anciano también me mira. Se llama Albino. Sus ojos son grises. Viste un pantalón azul, una camisa de un blanco amarillento y unas sandalias. Continúan conversando. Siento que hablan de mí. Intercambian frases. Nos marchamos y al avanzar unos metros le pregunto a Balo por la conversación. Ríe. No dice nada. Le vuelvo a preguntar. Y me cuenta: «El viejo me ha preguntado: ¿quién es el que te acompaña que mira todo con miedo?». Vuelve a reír. Seguimos caminando.

Bitácora 01: Iguales en las diferencias. El diccionario dice que el extranjero es el extraño. La pandemia planetaria del coronavirus nos ha convertido a todos en extraños. El viaje más urgente, hoy en día, es un retorno, un reencuentro con el otro. Y en ese viaje no sirve el miedo. El miedo entendido como rechazo y bloqueo. La curiosidad sí es útil, pero debe despojarse del recelo y la desconfianza.

Albino

Trabajó como mensajero. Eran jornadas de unas 8 horas al día. 480 minutos caminando casi sin parar. Recorría las sendas, los caminos y las veredas de la Tarahumara al amanecer, al atardecer y en el crepúsculo que precede a la oscuridad. A veces, también lo tuvo que hacer de noche. Solo. El sueldo: 100 pesos por jornada. Transportaba un bien muy preciado y muy difícil de movilizar en la Sierra: información. Llevaba mensajes de rancho en rancho. A veces, viajaba hasta los poblados cercanos. Su nombre: Albino Costillos Espinos. «Es un rarámuri chino», me dice Balo. Chino, aquí, significa «de pelo rizado». Pertenece a los matachines de Norogachi. Toca el violín. Su hijo, el tambor. El matachín es una fiesta que representa el enfrentamiento entre los moros y cristianos. De origen español, los misioneros la introdujeron para enfatizar la victoria cristiana frente al enemigo infiel, pero estos habitantes de la Tarahumara la hicieron suya a su manera. Los chapeyokos son los responsables de la organización de los matachines y de su baile. Los convocan, avisan y organizan para que todo salga bien y las fiestas sean recordadas. Es muy importante en su «mundo».

Para los rarámuri no existen los milagros. Sus creencias no incluyen este tipo de hechos no explicables por las leyes naturales y atribuidos a una intervención de origen divino. Por tanto, no está en su día a día la demanda —y, por ende, la recepción— de favores o prodigios sobrenaturales. Quizás no esperan nada. Quizás por ello tampoco piden nada. Y quizás tampoco tenga nada que ver. Pero este dato me ayuda a entender, al menos un poco más, por qué cuando le pregunto desde mi curiosidad vestida de miedo, Albino me repite una y otra vez la misma frase: 

—¿Quién sabe?

Bitácora 02: Sabelotodos. Decía Einstein que todo somos ignorantes. Sucede que cada uno ignora cosas distintas. Un gran mal del viajero es ese: pensar que lo sabe todo, que sabe. Y olvidarse del provechoso ejercicio del que «escucha mirando». 

Gente

Los rarámuri son los que tienen alas en sus pies, los hombres de pies alados. Su vida es caminar. Traducen también su nombre como «gente». Los gobernadores indígenas suelen dirigirse a su pueblo con la frase «kuira bá rarámuri», que podría traducirse como: «Hola, qué tal, gente». Recuerdo a los yanomami, considerados como un grupo cultural de cazadores agricultores, que habitan especialmente en el norte de la región amazónica. Agrupan a cuatro subgrupos: los yanomae, los yanõmami, los sanima y los ninam. Pienso en el significado de su nombre. Los antropólogos han traducido «yanomami» como «seres humanos». Viajo ahora de forma imaginaria hasta Ecuador, un país donde viví un año. El puzzle parece armarse. Allí, en un país que alberga otros muchos grupos indígenas, viven los shuar (a los que los españoles llamaron jíbaros). Habitan en las selvas ecuatorianas y peruanas, conformando uno de los pueblos más numerosos de la región amazónica. Pero ¿cuál es la anécdota? El término jíbaro es una deformación de la palabra xivar. Palabra que lengua shuar significa «gente».

De nuevo Sudamérica. Actual territorio chileno y argentino. Allí viven los mapuches, pueblo aguerrido, valiente y que nunca nadie (ni imperios, ni ejércitos, ni leyes) pudo ni ha podido someter. Su nombre está compuesto de mapa que significa «tierra» y de che, que quiere decir «gente» en mapudungún, la lengua mapuche o «el hablar de la tierra». Los mapuches son, por tanto, los «nativos» o la «gente de la tierra». Más al sur de este territorio, vivieron los tehuelches, patagones o aonikenk, conocidos por sus enormes proporciones y sus pies gigantescos. Se cree que su nombre viene también del mapundungún. Chewel che sería algo así como «gente bravía». Algunos autores afirman que su denominación puede también proceder de una palabra de las etnias tehuelches conocida como teushen, unida a la palabra mapuche che. Es decir: «gente» o «pueblo». En el territorio andino, donde antaño se extendió el poderoso imperio inca, se habló el runa šimi: la «lengua de la gente». Un ejemplo que encuentra reflejos en diferentes lenguas, como el aymara (jaqi aru) o el inuit (inuktitut). El cuento sigue. En todas mis «visitas» a la Amazonia escuché historias y leyendas del pueblo huaorani (también llamados waorani, sabela, auishiri, auca o, simplemente, huao). La palabra huao significa «humano». 

El jefe sioux oglala Halcón Rojo, en la fotografía clásica de E.S. Curtis «Un oasis en el malpaís» (tomada en Dakota del Sur, EE.UU.)

La tribu de los arapajó o arapahoe habitaron los territorios del Este de los actuales EE.UU. Su denominación procede del pawnee tirapihu, que podría traducirse como «comerciantes». Otras fuentes aluden al crow alappahó que quiere decir «gente con muchos tatuajes», en alusión a su tradición de decorar su rostro con una especie de círculos ceremoniales. Pero ellos usaban otra denominación. Eran los inu-na ina: «nuestro pueblo». Los lakota fueron un pueblo que habitó al norte del río Missouri. La presión de los colonos les hizo pasar de sedentarios a nómadas. Curiosa y contradictoria transformación. En su idioma, lakota significa «amigo» o «aliado». Los rarámuri fueron coetáneos de los temidos apaches, que se extendieron por Arizona, el norte de los estados mexicanos de Sonora y Chihuahua, Texas y las Grandes Llanuras. Se dice que su nombre podría proceder del término zuñi apachu, que significa «enemigo». Sin embargo, ellos se llamaban a sí mismo Ndee. Esto es: «la gente». Seres humanos, nativos, gente de la tierra, humano, amigos o aliados. No entiendo nuestro esfuerzo en referirnos a esta gente con la palabra salvajes.

Bitácora 03: Lo que rompen las palabras. Lo arguyó hace muchos años el jefe sicangu y oglala Luther Standing Bear, Oso de Pie: «Tantos años llamando al indígena salvaje no le han convertido en uno». Más tarde, en sus conversaciones con un indio lakota, Kent Nerburn explicaba una de las enseñanzas de estos pueblos: «La gente debería pensar en sus palabras como si fuesen semillas». Y añadió: «Existen muchas voces además de las nuestras».  A los que viajamos para luego contar, nos los recordó Martín Caparrós: escribir es elegir palabras. Las que estarán y las que no. Y es una gran responsabilidad.

Amorindio

Pasé un par de días recorriendo las calles de Creel. No son muchas, y las más transitadas, en el centro del pueblo, invitan a sentarse y mirar. Hay mestizos, hay forasteros, hay visitantes. El turismo ha sido una importante fuente de ingresos. Sin embargo, el narcotráfico ha castigado en los últimos tiempos la afluencia de visitantes. Observo. Paso horas sentado al sol apoyado en la pared de la pequeña iglesia. Al lado está el museo. Recuerdo un letrero que encontré al visitarlo por primera vez. Hablaba del matrimonio rarámuri. El texto, colocado debajo de una fotografía de una joven india, rezaba: «Consideramos que nuestros hijos están capacitados para el matrimonio cuando: han comprendido el valor de la fidelidad entre los cónyuges; tienen capacidad para trabajar por sí solos y saben compartir todo».

Los rarámuri suelen contraer matrimonio, por lo general, a muy temprana edad. Entre los 15 y los 17 años. A veces incluso antes. Lo indispensable es que sepan realizar las tareas básicas del día a día. La siembra, el cultivo, la caza, la cocina o la costura. Los otros dos requisitos son algo más etéreos, pero no por ello menos importantes: Uno: comprender la importancia de la felicidad. Dos, quizás relacionado con el anterior: repartir todo. O mejor, aprender a «compartir», entendiendo este verbo como «participar de algo». Dos participan de una vida conjuntamente.

Dicen que cuando un rarámuri quería conquistar a una mujer de su comunidad le aventaba una piedrita, y si ella quería corresponderle, entonces le regresaba nuevamente la piedrita. Aparece en algunos libros y en algunas guías de viaje. Dudo de la veracidad, al menos hoy, de estas palabras. Sin embargo, es cierto que no existe una etapa de noviazgo. Los procesos y los protocolos son otros. Ambos —él y ella— deciden irse a vivir juntos. Lo hacen a casa de una de sus respectivas familias, pues las condiciones económicas aún no les permiten la autonomía. Otras veces, ella se ofrece a coser para el afortunado una camisa o le lava la ropa. Él, por su parte, le suele mandar regalos. Se trata, en definitiva, de forzar el encuentro. De demostrar un interés. También pueden los padres pedir al mayora, la autoridad civil, que les ayude a encontrar una pareja para sus vástagos. Sin embargo, tanto hombre como mujer pueden tomar la iniciativa en el despertar de estos «procesos de naturaleza o interés amoroso». Da igual. Y, si se trata de una unión «organizada» por alguno de los progenitores, ésta estará siempre sometida al veredicto y aprobación final de los afectados. Es más, resulta sumamente interesante la existencia de un periodo de prueba. Los primeros meses de convivencia de la pareja se convierten en un test que ha de diagnosticar si se ven juntos toda una vida. Suele ser un año. Si alguno de los dos lo juzga oportuno, la unión se deshace. Y esto no supone ni implica consecuencias negativas ni prejuicios futuros para contraer matrimonio.

—Cuando, dentro de la pareja, uno de los dos no cumple con algunos de estos requisitos, permitimos la separación —me cuenta Albino.

Bitácora 04. El apego.  El rarámuri no acumula bienes. No es importante. Este desapego se percibe en sus ritos. Dos de las autoridades, el siríame o el mayora, son quienes pueden oficializar el matrimonio. Es una ceremonia sencilla. Un sermón que exalta la importancia de la ayuda mutua y del saber compartir. Recuerdo un dato de la Organización para la Alimentación y Agricultura de Naciones Unidas (FAO): en el mundo hay suficiente comida para todas las personas. ¿Qué nos falta entonces?

Reciprocidad

Albino es un extraño buscador de extraños tesoros. Me dice que encontró una calavera y que la tiene escondida. Nunca quiso enseñármela. «Es venenosa», decía. Me cuenta que también halló un puñado de monedas antiguas. Las llevó a Chihuahua para cambiarlas, pero se las robaron. Un rarámuri en Chihuahua o en cualquier otra ciudad es identificable a millas. Objetivo de los ladrones. Carne de engaño. «En Chihuahua hay mucha rata», me comenta indignado.

Kórima muniki, kórima shunuku. Esto es: «Comparte conmigo un poco de frijol, de maíz». Es la kórima, la ayuda al otro. Una institución de importancia decisiva en la cultura rarámuri. Ante un grave problema o necesidad, cualquiera puede solicitar ayuda a un «hermano» que esté en mejor situación económica. No es un préstamo. No es una limosna. Se equivocaría gravemente quien pensara que es un regalo hecho desde la misericordia o la lástima. No genera ni exige ninguna contraprestación u obligación futura. No es una deuda. No es un favor. Es una ayuda que ni se vende ni se presta. Es un compromiso de solidaridad. Es compartir. Y no implica para quien la solicita ni vergüenza, ni humillación, ni deshonra. La kórima es una garantía de vida para toda la comunidad. Y también una vía para redistribuir las riquezas. Ser generoso es una forma de ser querido, apreciado y valorado por la comunidad. «Sólo los malos, los muy malos van al infierno, como aquellos que no dan la kórima», me dijo Albino.

Antoine Marie Joseph Artaud (1896-1948), conocido comúnmente como Antonin Artaud, fue novelista, poeta, dramaturgo, ensayista, actor y tantas otras cosas más. En 1936 viajó a México. Convivió con los rarámuri. Experimentó con el peyote. Regresó a Europa en 1937. Un año después, en Irlanda, fue ingresado por «sobrepasar los límites de la marginalidad». Pasó nueve años en fríos y crueles manicomios. La terapia electroconvulsiva resquebrajó su físico. Salió. O mejor, lo sacaron algunos amigos. Volvió a París. Murió en un asilo, víctima de un cáncer.  En su viaje a México, buscó en el pueblo rarámuri conocer «la Verdad» que ellos habían conservado intacta. Y escribió algo que hoy, tras observar de cerca el compromiso de solidaridad de estas gentes, invita a pensar. Lo he leído una y otra vez. Y he recordado a esas mujeres, ancianos y niños rarámuri que deambulaban por plazas, avenidas y mercados de Chihuahua, Creel o Guachochi, entre hipnotizados, ofuscados, desorientados y perdidos. Son víctimas de engaños y estafas. Les roban lo poco que tienen. Se acercan a los comercios. Miran confundidos. Apenas hablan. Y cuando lo hacen usan pocas palabras. El español no es su lengua. Lo entienden, pero muchos apenas lo saben usar. Cuenta algo Artaud que resulta impactante. Se podrían extraer muchas lecciones. Entre ellas, la «miopía» que nos impide entender que significa ser indio. Comentaba Artaud que los rarámuri a veces se acercan a las ciudades para ver cómo son los hombres que se han equivocado. «Le preguntó —cuenta— de qué viven en las ciudades, pues no manejan dinero. Me dice que mendigan, y si se les da, no dicen gracias». Artaud lo aclara: para ellos dar a quien no tiene nada no es ni siquiera un deber, es una ley de reciprocidad física que el Mundo Blanco ha traicionado.

Bitácora 05: Los hombres que se han equivocado. En el Museo Creel, leo y anotó en mi bitácora un texto: «Más allá de las enfermedades por el frío, la humedad del aire o los alimentos, tenemos otras enfermedades por causas sobrenaturales como el mal de ojo, los hechizos o las pérdidas del alma. Estas enfermedades las curan otros doctores, los owirúmame, que tienen diferentes especialidades: los que extraen gusanos mediante tubos succionadores, los que devuelven el alma a los niños, los que devuelven el alma a los grandes, los que levantan la mollera, los que curan hechizos, los que curan con jícuri (peyote)».  En el mismo museo, y más allá de estas fuerzas arcanas, un escrito alude a un final que parece inevitable: «Pronto toda nuestra raza estará enferma. / El tiempo se ha vuelto demasiado viejo para el ser. / Ya no nos puede sostener». Hoy, desde aquí, en mitad de una pandemia: ¿aviso o profecía?

La pregunta

Caminamos rumbo al rancho de Mike Costillos y Marisela. Me cuenta Albino que, por ese camino, no hace mucho, asaltaban los rateros. Albino trata de tranquilizarme y me dice que ahora por ese lugar solo transitan camiones de hierba (marihuana). «No son narcos. Son productores propios», me dice. Llegamos a casa de Mike. Las paredes están oscurecidas por el humo de la lumbre. En el exterior merodean sus cuatro perros, que observan con desprecio a los recién llegados. Conversamos durante cerca de 45 minutos. Hablamos de la cosecha. También de los coyotes que merodean por las noches en busca de gallinas. Y le preguntamos por la carrera de pelota que andamos buscando desde hace días, una tradición muy importante entre los rarámuri. Mike, por su parte, se interesa por mí. Me pregunta por mi profesión, por mi ciudad. Luego, me interrogaba sobre qué semillas y plantas cultivamos en mi país. Finalmente, antes de irnos, me mira fijamente. Y me pregunta:

—Y en España, allí de adonde vienes… ¿hay indígenas?

Bitácora 06: Preguntas. Viajamos para encontrar respuestas. Así nos educaron. Pero quizás la clave es girar el axioma. Y entonces ir para buscar nuevas preguntas. Y con ellas, el ansia de seguir caminando. 

Progreso

Las amenazas sobrenaturales —entre mágicas y divinas— que más temen los rarámuri son los rushíwaris (unas piedras mágicas que esconden en su interior un poder mortífero), las serpientes gigantescas de los arroyos y el jícuri o peyote. Representan males individuales que, como las enfermedades, pueden atacar a una persona. Existen también males que pueden derivar en calamidades y espanto para toda la comunidad. Una de ellas es el diablo. El maligno es capaz de robar almas, provocar dolencias de salud, arrasar cultivos y aniquilar animales. La otra alude a las bravatas de Onorúame, el que es el Padre. Dios. Poseen una fuerza incontrolable y resultan sencillamente destructivas. Se materializan en nevadas, diluvios e inundaciones. Y son capaces de conducir a la desaparición de todos los hombres que «caminan veloces». Pero hay otro mal que les acecha. Le llaman progreso. Lo trajo el cabochi, el extranjero. Los mismos que les hicieron transportar, como animales de carga, todo tipo de enseres. Entre ellos, livianos y llevaderos pianos de cola. No es de extrañar que las madres rarámuri digan a sus pequeños: «Si no te callas, te voy a llevar con el cabochi». No es tampoco de extrañar que la mujer de Albino dude de si le daré una propina antes de irme de Norogachi. «Me dice que no me vas a pagar», me contó, algo afrentado, una mañana cuando comenzábamos a caminar. Esta desconfianza no es gratuita ni reciente. Viene de muy lejos. No han sabido o no han querido entender la percepción occidental de la prosperidad. Y no es extraño. El indio sioux Luther Standing Bear dejó un interrogante sucinto y sagaz: «Si lisiar, robar y frustrar forma parte de la civilización, ¿qué es entonces el progreso?».

Dios creó a los rarámuri. Y el diablo dio vida a los cabochis. Esta leyenda se ha transmitido de generación en generación en la Tarahumara. Fue en tiempos remotos. Dios y su hermano mayor, el Diablo, paseaban por la Sierra. Y decidieron competir. Querían comprobar cuál de los dos podía crear seres humanos. Dios decidió construir su figura con barro puro. El Diablo optó por barro mezclado con ceniza blanca. Moldearon sus creaciones. Luego quemaron las figuras para que el barro endureciera. La de Dios adquirió una tez oscura: nacían así los rarámuri. La del Diablo presentaba un cariz blanquecino. De ahí provienen los cabochis. Pero el juego no terminó aquí. Quisieron averiguar cuál podía dar vida a las figuras. Dios sopló a su muñeco y lo hizo vivir. Pero el diablo no era capaz. Soplaba y soplaba. Una y otra vez. Sin éxito. Sin resultados.  Cansado, preguntó a su hermano. Y Dios le enseñó a conferir la vida. Y los dos muñecos vivieron. Siguieron compitiendo. Esta vez organizaron una carrera entre rarámuri y cabochis. Fue una competencia repleta de rivalidad y emoción. Finalmente, ganaron los cabochis. El premio apostado consistía en mercancía, tesoros y joyas. Los cabochis tomaron toda su recompensa y se marcharon. Enfadado y herido, Dios sentenció algo que —por desgracia— el tiempo ha ido confirmando: «Desde hoy —les aseguró— los cabochis serán ricos. Y vosotros, los rarámuri, pobres».

La promesa se ha cumplido. O eso dicen.


En la cabecera, mujeres rarámuri durante un festival. Fotografía de Suzieh Nieto (CC BY-NC-ND 2.0). El resto de fotografías fueron realizadas por el autor en territorio rarámuri.