Blue Moon of Kentucky – Bill Monroe and his Blue Grass Boys
Es verano en el Red River Gorge, parque natural al este de Kentucky, EE.UU. Aquí se puede colocar una de las difusas fronteras de los Apalaches, esa región cultural de Norteamérica nacida alrededor de las montañas del mismo nombre. Como explicarla puede resultar confuso, podemos empezar por los estereotipos exportados desde los Estados Unidos urbanitas: banjos, hillbillies —paletos, pueblerinos— escopetas, incesto, clanes, cabañas entre los montes.
Estereotipos que proceden, sino de la ficción, al menos de un pasado lejano. Porque la Appalachia es hoy un lugar de poblaciones dispersas y aisladas, sí; con una de las rentas per cápita y condiciones socieconómicas más bajas de todos los Estados Unidos, también; incluso desindustrializada de los que fueron sus dos principales recursos a comienzos y mediados del siglo XX, la madera y el carbón. Pero a la vez es un lugar a reivindicar: una región de cultura propia, naturaleza salvaje como en pocos lugares de la Costa Este norteamericana y una historia emocionante.
El bluegrass podría ser la expresión más globalizada de toda esa idiosincrasia. Un estilo musical nacido de la misma semilla afroamericana que el blues o el country, pero que luego se vio influenciado por el sonido de los pioneros ingleses, irlandeses y escoceses que poblaron los Apalaches en el siglo XVIII y XIX. Ahí se gestaron los ritmos frenéticos de banjo y violín, un sonido que evoca al folk de las Islas Británicas; y ese estilo que viste —tirando otra vez de estereotipos— peto vaquero de trabajo, sombrero de paja y tallo de hierba en la boca.
Cuenta la historia que el nombre del estilo musical viene dado por una de las primeras bandas en hacer grabaciones de este tipo de música: Bill Monroe and his Blue Grass Boys. Ellos, a su vez, se habían bautizado en honor del pasto que nace en los icónicos pastos de Kentucky: el bluegrass (Poa pratensis).
Paradójicamente, junto a la zona del Red River donde hacemos noche, los campos de bluegrass son mucho menos habituales. Esto es ya puro monte, gargantas de roca horadadas por el tiempo y el río, arboledas bajo las que echar la noche con el sonido del agua de fondo. Y qué mejor, como colofón, que añadir al sonido natural uno de esos bluegrass originales.
Red River Gorge, de Sarah Dupee
Desde el Red River Gorge hay que cruzar la Appalachia de oeste a este para llegar a Charlottesville, Virginia. Ésta fue en su momento una de las principales ciudades de la Confederación, el Sur, o como se le quiera llamar a los estados que lucharon en la Guerra Civil estadounidense por el derecho a seguir esclavizando personas.
A pie de los Apalaches, Charlottesville es hoy una especie de aduana entre esos dos mundos que lucharon por marcar el futuro de los EE.UU. en la Guerra Civil: una mezcla entre norte y sur, rural y ciudad, progresismo y espíritu retrógrado. Su pasado confederado asomó, por ejemplo, en agosto de 2017, cuando la manifestación de Unite the Right («Unir a la derecha») tomó la ciudad. No solo dejó escenas de nazis, miembros del Ku Klux Klan o nostálgicos de la Confederación marchando por las calles de Charlottesville; también, una víctima mortal de su intolerancia: Heather Heyer, atropellada por un simpatizante neonazi durante las protestas antifascistas.
Quizás, esas contradicciones de la urbe y de todo el país se expliquen mejor que en ningún otro sitio en la figura de Thomas Jefferson: presidente entre 1801 y 1809 y padre fundador de los Estados Unidos, amén de ciudadano ilustre de Charlottesville. Jefferson, aclamado en la historia oficial como uno de los campeones frente al sistema esclavista del sur de EE.UU, tenía su propia plantación de esclavos a las afueras de Charlottesville: Monticello, una finca espectacular que es uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad. Desde allí, antes, durante y después de utilizar, extenuar o vender a sus más de 600 siervos —e incluso, supuestamente, tener seis hijos con una de ellas— Jefferson señaló la institución esclavista como «inhumana«, como una «depravación moral» que atentaba contra la naturaleza humana.
Pese a todo, a la vez, Charlottesville representa en la actualidad a esa otra Norteamérica culta, joven, liberal y abierta. Sede de la Universidad de Virginia y con un Downtown peatonal, lleno de librerías, cafeterías y varios cines, su vida cultural es de las más atractivas de la Costa Este. Por ello, para acabar la noche con buen sabor de boca, tiramos de concierto de folk. Un estilo que desde Woody Guthrie y Pete Seeger y a través de Bob Dylan y Joan Baez canalizó la protesta musical de los años 50 y 60 del siglo pasado mezclando el blues, el country y el bluegrass con dosis de contracultura.
El concierto es en un pequeño garaje, justo frente a la estatua del general confederado Robert E. Lee cuya propuesta de retirada —la estatua sigue aún en el lugar— atrajo las protestas de Unite the Right en 2017. Atardece y la canción la trae una chica llamada Sarah Dupee. Hay unas veinte personas en el público, tumbados sobre el césped. Y sorprende que, a veces, las cosas se ordenen sin que lo busquemos: una de las canciones de Sarah es un homenaje a nuestra anterior parada.
Tecumseh Valley, de Townes Van Zandt
A unos cuarenta kilómetros de Charlottesville está la entrada norte al Blue Ridge Parkway, la carretera de 755 kilómetros que cruza de norte a sur las montañas Blue Ridge, el corazón de los Apalaches. Y hacia allá vamos.
La Appalachia está llena de historias, pero la que nos pilla más de cerca es la de Joe Troitiño, un gallego de Forcarei que construyó gran parte de los túneles de la Blue Ridge Parkway. Joe o José, según se prefiera, había llegado a Estados Unidos antes de la Guerra Civil española. Y aprovechando la tradición de canteros que tienen en ese pueblo de Pontevedra, hizo carrera picando piedra del otro lado del Atlántico. Primero en el Capitolio y otras construcciones públicas de la Costa Este. Luego, en este gigantesco proyecto.
Además de los túneles, Troitiño y los suyos también participaron en la creación de los muchos miradores con los que cuenta hoy la Blue Ridge Parkway, un lujo de viaje para los que gusten de conducir con vistas. Así pues, como un homenaje a Joe, qué mejor que hacer noche en uno de esos miradores, frente a un atardecer que ya cae tras las montañas de Carolina del Norte. En sus laderas, entre la bruma y los bosques de pinos, comienzan a asomar las luces de alguno de los antiguos asentamientos de pioneros.
Aquellos pioneros de los Apalaches no solo dejaron su huella en la música o en la historia del país, sino también en todo su imaginario popular. Debido a las guerras constantes alrededor del siglo XVII y XVIII en su Irlanda o Escocia natal, trajeron consigo un espíritu nómada, acostumbrado a no acostumbrarse a nada, a moverse siempre en pos de algo mejor porque lo anterior podía haber sido quemado por un ejército enemigo. Y fue esa ansia de movimiento la que marcó, en parte, la salvaje conquista del oeste norteamericano, cuyas primera víctima en estos territorios fue la nación cheroqui. La presión colonizadora de los pioneros que iban cruzando las montañas desde el este —simbolizados por la figura icónica de Daniel Boone— desembocó en las guerras que llevarían en 1838 al infame Sendero de lágrimas: el desplazamiento forzado de los últimos cheroquis residentes en la zona hacia lugares para ellos ajenos y desconocidos, en lo que hoy es Oklahoma. El hambre y las enfermedades se llevaron a miles durante el camino y al llegar al nuevo territorio.
El espíritu nómada de los pioneros dejó en la cultura norteamericana rasgos como la ausencia de raíces, el movimiento constante y el mito fronterizo del Oeste. Dicha idiosincrasia se deja ver en las historias populares estadounidenses, desde los libros de Jack Kerouac o la música de The Allman Brothers hasta las obras de Toni Morrison y Mark Twain, la película Thelma y Louise o las fotografías de Justine Kurland. Pero pocos la representaron de forma tan fidedigna como el tejano Townes Van Zandt, cantautor folk de culto y músico maldito por excelencia. Tan paradigmático de su papel de nómada y maldito fue, que lo llevó hasta las últimas consecuencias: murió desahuciado en su caravana cerca de Nashville, Tennessee, masacrado por sus adicciones y nostalgia, casi convertido en un personaje de sus propias canciones.
Con vistas a las Blue Ridge Mountains desde uno de los miradores obra de los canteros de Forcarei, debe sonar una de las tristes historias de amor de Van Zandt. Una que habla de un valle ficticio que, de existir, estaría entre estas montañas de los Apalaches.
Que te vaya bien, Miss Carrusel, de Nacho Vegas
El plan para el nuevo día es subir a pie hasta Mount Mitchell, el punto más alto al este del río Mississippi. En su base, a nueve kilómetros de los 2 037 metros de la cima, se comenta que se han visto osos negros por la zona. De ir solo, explican, lo mejor para espantarlos es caminar hablando en voz alta con uno mismo cada cierto tiempo. Nada que alguien no haga ya, de todas formas, cuando lleva semanas solo.
Poco tiene que ver el oso negro con los grizzlis del norte y oeste del continente, mucho más grandes, agresivos y peligrosos. Y, pese a todo, el aviso pone de relieve una realidad a la que uno se expone en los Apalaches, así como en grandes partes de los Estados Unidos, cuando se llega desde Europa. La extensión del territorio, su menor densidad de población, le otorga a la vida natural aquí un espacio mucho más grande, que hace que se cuele en la vida diaria como si nada. Caimanes, osos, ciervos, coyotes, tarántulas, serpientes o mofetas aparecen a cada poco, solo con apartarse a cierta distancia de lo urbano. Aquí, la convivencia con lo salvaje es más habitual.
De ahí que en territorios como los Apalaches, en los desiertos del oeste o en las montañas del Pacífico todavía sea posible llegar a un pico, a un espacio abierto y con vistas, y pasarse un tiempo sin escuchar nada, sin ver nada humano, ni una luz, ni una casa, ni un coche. Intentado imaginar, ponerse en la piel, por un momento, del que llegaba hace unos siglos a un mundo para él todavía desconocido.
Ya de vuelta en la base, junto a la Blue Ridge Parkway, esta noche toca nuevo mirador y otras vistas a las montañas. Y, por qué no, otra canción de Townes Van Zandt, que influyó tanto en la escena folk —pese a hacerlo desde sus márgenes— que llegó al hasta el otro lado del Atlántico. El cantautor español Nacho Vegas, admirador del de Texas, hizo su propia versión del Fare Thee Well, Miss Carousel, otra historia triste de mujeres perdidas y esperanzas destrozadas.
Anywhere I’ll Lay My Head, de Tom Waits
En Asheville, Carolina del Norte, una vez ya recorridos casi la totalidad de los 755 kilómetros de la Blue Ridge Parkway, llegamos al punto final del viaje por los Apalaches con la sensación de que, a veces, las historias se ordenan sin que lo busquemos, por sí mismas. No ha habido tiroteos o amenazas por parte de clanes de apellido escocés ni salvajes escondidos en los árboles. Los estereotipos se quedan, como suele ocurrir, en la categoría de mitos. Hoy, la Appalachia solo son historias, paisajes y canciones. Suficiente.
Anochece y en el bar de la última cerveza un tipo de voz ronca canta una canción de Tom Waits, el músico que mezcló y mezcla el folk con todo lo mezclable. Y la canción que escoge no puede encajar mejor; una oda al espíritu vagabundo que ha sobrevivido durante siglos en la cultura norteamericana:
Allá donde pose mi cabeza, chicos / lo llamaré mi hogar.