Agosto es el mes de la Pachamama, la Madre Tierra, una tradición milenaria que celebran los pueblos indígenas al pie de la cordillera de los Andes, desde Ecuador hasta Argentina. La veneran, le ofrendan lo que ella, diosa universal, nos brinda diariamente.

En Argentina se la honra especialmente en la región del noroeste, que comprende las provincias de Salta, Jujuy, Tucumán y Catamarca. Cada pueblo y comunidad tiene alguna particularidad que la diferencia de otras, pero en líneas generales, los ritos son similares y el propósito es el mismo: agradecer a la Pachamama por todo lo que nos da. Y también pedir: por un año próspero, por las cosechas y el bienestar comunitario y familiar.

La palabra Pachamama, de origen aimara y quechua, significa «tierra que se une a la madre». La fiesta es una ceremonia que refuerza y restablece el vínculo de reciprocidad entre la humanidad y la madre tierra. Según la cosmovisión andina, Agosto es el mes de los vientos, y el primer día, es cuando la tierra despierta. Por eso es cuando se remueve la tierra para sembrar.

La Pachamama es una creencia que viene del antiguo imperio Inca y se difundió, sobre todo, por la región andina de América del Sur. Corpachada es el nombre de la ceremonia, que consiste básicamente en hacer un hoyo en la tierra, o en volver a abrir el mismo hoyo de siempre, una y otra vez para darle de comer a la Madre Tierra. En general la ceremonia se lleva a cabo alrededor de una apacheta o altar ritual, que son montículos de piedras. A su lado, se cava el pozo en la tierra donde, entre cantos y bailes, se ofrendan los alimentos y bebidas con la intención de devolver a la tierra un poco de todo aquellos que nos brinda. Antes se santigua el lugar, se echa alcohol en el hoyo, se sahuma con yuyos aromáticos. Y finalmente se le da de comer y beber.

Se eligen los mejores alimentos naturales, las semillas, el tabaco, la coca —que es sagrada por aquí y no puede faltar—, los frutos del campo. Vino, chicha (cerveza de maíz), papas, maíz. O «lo que haiga», como se dice por aquí. La ceremonia se realiza también en un ámbito intimo y familiar.  Es un ritual que permite la transmisión de tradiciones ancestrales y la recreación de la identidad y la cultura local, que preserva los lazos familiares y comunitarios. 

Durante los últimos años, pasé por varios sitios para documentar estas celebraciones populares y religiosas, estas demostraciones de fe paganas en pueblos pequeños y alejados de las ciudades, donde veneran a la Pachamama en grandes reuniones comunitarias o encuentros íntimos y familiares. Desde el apacible pueblo de Amaicha del Valle, en la pequeña Tucumán a parajes distantes como San Antonio de los Cobres o Tolar Grande, en la indómita puna de Salta. O distintos poblados de la Quebrada de Humahuaca, Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, que se destaca por sus paisajes con cerros de siete colores y más.

En Amaicha del Valle, los caciques de la comunidad, luego de abrir el hoyo al amanecer, suelen practicar la lectura de la piedra, una piedra que recogen los alrededores de donde se realiza el rito, y funciona como un oráculo para el nuevo ciclo que está comenzando. En San Antonio de los Cobres pasan la vigilia cocinando la Tijtincha, una comida hecha con maíz mazorca, papas andinas, carne de cordero o de llama que debe hervir toda la noche. Al otro día, luego de hacer la ofrenda a la Madre Tierra, se ata un «Yoki» a la muñeca, una pulsera de hilo que funciona como amuleto. Se hila al revés, de izquierda a derecha y dicen que sirve como protección. El 31 de agosto hay que quitarla, echarle alcohol y quemarla. Y en Jujuy finalizan las ofrendas tirando papel picado, como símbolo de la alegría.

Se le piden al «ata Inti», el Sol, a «Mama Killa», o la Luna y a los «Apus», o cerro sagrados según la cosmovisión andina. Piden que no se hiele, que no caiga piedra, que no se eche a perder la siembra. Piden por sus hermanos pastores al grito de Jallalla Jallalla, ¡Cusillla Cusilla!, Estos vocablos en quechua pueden traducirse como «alegría y salud», una especie de brindis para la madre tierra, una suerte de rezo, un mantra andino.

 

La pacha en modo pandemia

Son las diez de la mañana y el sol de los Valles Calchaquíes entibia el frío de agosto. En lo alto de un pequeño cerro ubicado en la entrada de Amaicha del Valle, que está ubicado a más de dos mil metros de altura y 165 kilómetros de la capital tucumana,  sobre la serpenteante ruta 307 que conecta San Miguel de Tucumán con Cafayate, en Salta, se destaca una construcción circular de piedra. Se trata del emprendimiento comunitario «Los Amaichas», la primera bodega comunitaria indígena de Latinoamérica. 

Hoy es 1 de agosto y aquí se reúnen locales y visitantes para la celebración comunitaria. Celia Andrada, una referente de la comunidad planta la colorida Whiphala (bandera de los pueblos originarios) sobre la apacheta, ubicada al lado del hoyo en la tierra donde se depositarán las ofrendas.

La última vez que estuve por aquí, en el 2017, su hermano, Beto Andrada, rezaba estas palabras durante la vigilia nocturna que solía llevarse a cabo de manera comunitaria. «Tenemos que preparar el corazón, el alma, nuestro espíritu, nuestro ajallu. ¿Y qué hemos venido a hacer? Hemos venido a encontrarnos con nuestra madre tierra. Cuando digo Pachamama, digo madre tierra, pero también es una palabra compuesta: Pa, que significa dos, y cha, que es fuerza, energía. La energía que se siente en este lugar, es porque nuestros abuelos están aquí. Ese ajallu, está presente. Porque para nosotros, los originarios, nuestro ajallu se queda en el valle».

Hoy, en tiempos pandémicos, las cosas han cambiado. Ya no hay vigilia con fiesta popular ni cantos ni bailes hasta el amanecer. Ahora hay distancia social, barbijos y alcohol en gel.

Alrededor de las once de la mañana, ya está todo en orden para llevar a cabo la ceremonia. Las ofrendas están apoyadas sobre un aguayo de color amarillo – una manta andina- al lado del hoyo en la tierra. Hay maíz, vino, agua, hojas de coca. Ya están el cacique actual, Miguel Flores, y el ex cacique, Eduardo “Lalo” Nieva; algunos miembros del Consejo de Ancianos, y otros referentes de la comunidad. La Whipala flamea, y tres mujeres entonan coplas al compás de las cajas copleras, tradicional instrumento de percusión local. Sentada, a su lado, se encuentra la Pachamama, o mejor dicho, una mujer que la personifica. Es que en el mes de Febrero, durante la temporada carnavalesca, que en el norte argentino es un fiestón, aquí se realiza anualmente La Fiesta Nacional de la Pachamama. En la fiesta se elige una mujer que representará físicamente a la Madre Tierra, y que suele ser una de las más ancianas, que atesora saberes milenarios y tiene como fin traspasar esa sabiduría ancestral a las nuevas generaciones.

Hoy, la Pachamama terrenal se llama Gregoria Naciansena Navarro de Valero y acaricia los ochenta años. Está, sentada en una silla, detrás de la apacheta, con el marco de esos paisajes de cerros áridos y cielos diáfanos que la vieron crecer. Lleva puesto un sombrero blanco con unas flores en el frente, un barbijo al tono y un poncho marrón. Entre sus manos sostiene la cajita coplera, esa que resuena y se hace eco en estos valles custodiados por los Apus.

La ceremonia la lleva adelante Celia Andrada, que aprendió todo de su madre, también Celia, quien fuera Pachamama, y una de las referentes mas importantes de esta comunidad, hasta que murió pocos años atrás. Celia está ataviada en túnicas ceremoniales, camisa y pantalón de tela blancos, a tono con el poncho, que tiene guardas azules. En el cabello lleva una trenza larga y una vincha que le cruza la frente, también blanca, con guardas negras. Ella ofrecerá primero a la madre tierra los frutos que hay en la comunidad. Pan y agua, «que no falten», jarilla, «que nos cura», el vino «que es de la bodega y que no falte a la mesa también». «Bendícenos. Madre tierra, te pido por el maíz para el locro, la mazamorra. Madre tierra, que no nos falte. ¡Cusilla Cusilla! (Alegría, Alegría) Madre tierra ayúdanos, ¡ayúdanos!».

Antes de comenzar las ofrendas, algunos referentes locales toman el micrófono y dicen los suyo, como Eduardo «Lalo» Nieva, ex cacique de Amaicha del Valle. «Quiero pedir a esta Madre Tierra que este virus termine, que las vacunas puedan hacer el efecto necesario para protegernos y cuidarnos, que nos cuide y nos proteja. Pero también es un llamado de atención para que cada uno de nosotros tome conciencia de que hay que cuidar a la Madre Tierra», advierte “Lalo”, abogado, reelegido para el cargo en tres oportunidades, con cacicazgos de cuatro años cada uno. Lleva un sombrero negro de vaquero, su cabellos es lacio y negro, azabache, largo hasta la cintura. «Estos virus, y los efectos de la pandemia son por el mal comportamiento de nosotros, los humanos. Es un llamado para todos, para ser mejores personas. Está bueno ser comerciante, empresario, docente, albañil. Pero hay que ser buena persona, ese es el mensaje. Que aprendamos a ser buenas personas».

 

La crónica continua en la segunda parte.