Puedes leer la primera parte de la crónica aquí.

 

La región del noroeste argentino está repleta de vestigios de la época precolonial. Es el caso de las Ruinas de Quilmes, hoy rebautizadas bajo el nombre de Ciudad Sagrada de Quilmes, uno de los complejos arqueológicos mejor preservados de la zona. La antigua ciudadela, ubicada a treinta kilómetros de Amaicha, fue construida alrededor del año 800 DC. Se dice que los Quilmes eran un pueblo muy bien organizado social, política y económicamente, y se estima que, durante su apogeo, en el siglo XVII, llegaron a vivir aquí unos diez mil habitantes.

Descubiertas por el arqueólogo Juan Bautista Ambrosetti en 1897, fueron restauradas parcialmente en 1977 con vistas al Mundial de fútbol de 1978. Hoy, una parte se puede visitar de la mano de guías nativos, descendientes directos de la etnia Quilmes, quienes recuperaron el control de sus tierras pocos años atrás, luego de arduos conflictos con emprendedores privados de dudosa trayectoria que tuvieron el control del sitio arqueológico.

Los Quilmes fueron el último bastión de los Calchaquíes, un pueblo muy aguerrido que soportó estoicamente el intenso asedio español. Finalmente doblegados, fueron obligados a caminar más de 1.300 kilómetros hasta la ribera de Buenos Aires. De los dos mil hombres, mujeres y niños que partieron, sólo sobrevivieron unos cuatrocientos, que fueron amuchados en la reducción de la Exaltación de la Santa Cruz, hoy en día es la localidad de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, veinte kilómetros al sur de la capital argentina. «El origen de los Quilmes —señala Rubén González, uno de los guías— no lo podemos establecer, sigue siendo material de investigación. Se hunde en la bruma de la prehistoria».

Desde hace unos años, un grupo de descendientes directos intenta recuperar algunas de su costumbres y celebran a la Pachamama en la Ciudadela Sagrada.

Ahora, a las doce del mediodía, el sol cae vertical sobre las fauces abiertas de la Madre Tierra. Temprano, el termómetro apenas superaba los 0 grados, pero ya toca los veinte y hay que desabrigarse un poco. La clave por aquí es vestirse como una cebolla.

«La Madre Tierra, es el ser mas especial. Es la que me da vida, nos da toda la cosecha, nos da la abundancia en la mesa. Nos da salud, nos da todo.»

La apacheta está colocada bajo la sombra de un algarrobo joven y petiso, yermo, sin frutos ni hojas a esta altura del año. Debe tener unos cien años, según me apunta David Vargas, uno de los referentes de la Ciudad Sagrada.

El lugar destinado al ritual está delimitado por un círculo de piedras. Para entrar o salir, hay que hacerlo por una única entrada, no se puede saltar por encima de las piedritas.  El hoyo está abierto, y las ofendas dispuestas sobre un aguayo amarillo. Dentro del círculo hay unas pocas personas encargadas de llevar a delante la ceremonia. Entre ellas, el ceremonista y dos hombres que deben tener unos sesenta años. Ambos usan un poncho marrón, uno de ellos, el más histriónico, lleva puesto un chuño o gorro andino al tono, y el otro, mas ensimismado, usa un sombrero de ala ancha. Ninguno de los dos dejaran de cantar ni tocar su cajita coplera.

Las personas reunidas del lado de afuera, que esperan para ofrendar, cumplen ahora con la primera parte del rito, que consiste en dar vueltas alrededor en el sentido contrario a las agujas del reloj. Para cerrar la ceremonia, habrá que hacer lo contrario, aunque para esa hora muchos ya se habrán retirado, o estarán disfrutando del locro —un plato típico del norte argentino elaborado a base de maíz blanco, porotos y zapallo o calabaza—, que ofrecen los locales, en agradecimiento al turismo que durante todo el resto del año es fuente de trabajo.

Hay un tercer hombre, que también usa sombrero y gira junto a quienes giran del lado de afuera cargando un cuenco donde arden las hierbas o el sahumo, un humo aromático y dulzón que sirve para limpiar y purificar.

«Soy mitad Quilmes, mitad Calchaquí», dice Irina Molka, de pie dentro del círculo, delante de una pequeña fogata que permanece encendida a un lado de la puerta simbólica, un espacio entre dos piedras mayor que el del resto. A partir de ahí, los ofrendantes hacen la fila. Cada una de las personas que ingresa al círculo debe quemar una rama de árbol en esa fogata. Es para que la Pachamama y el fuego se lleven las energías negativas. Molka presume con la idea de que su nombre significa «la que todo puede o la que todo hace». Está preocupada de que la ceremonia, custodiada ahora por una mujer ceremonista, quien indica los pasos a seguir a los ofrendantes, no se está cumpliendo a rajatabla. Cada tanto se queja, mientras mira de reojo a las personas que dejan sus ofrendas. El problema principal, apunta, es que no respetan la dualidad. «La ceremonia es en dualidad, nunca puede ir una  mujer sola, ni un hombre solo. Siempre van de a dos —explica Molka—. Para la cultura Calchaquí, Kakan o Quilmes siempre existió la dualidad. La mujer siempre acompañó al hombre, y el hombre a la mujer». Algunos pasan solos, o no respetan el esquema hombre mujer que hay que seguir según Molka. Cada uno lo interpreta a su manera, y como puede deja sus ofrendas en las fauces de la pacha.

«Tratamos de pulir la ceremonia, de rescatar lo que es el Kakán, porque se estaban celebrando ceremonias Quechuas, y los ancestros pedían ceremonias Kakanas —apunta Molka—. Para mi tiene un significado muy especial porque somos muy creyentes de la Madre Tierra, es el ser mas especial. Es la que me da vida, nos da toda la cosecha, nos da la abundancia en la mesa. Nos da salud, nos da todo».

Su padrino nunca se detendrá, ni de tocar ni de dar vueltas alrededor ni de cantar ni de beber vino de vasitos de plástico. No quiere detenerse a hablar, pero no le incomoda que lo acribillen a fotos. Así que es Molka quien retoma el diálogo para hacer otra salvedad. «Para el Kakan es Colll-paaaaa-chaaa-daaa. Para el quechua es Corrrrr-paaaaa-chaaaaa-da», enfatiza. «Las ofrendas sobre las mantas se disponen como los puntos cardinales: al norte va todo lo elaborado, al sur las semillas, al este las bebidas, y al oeste las hierbas. No hay un orden para las ofrendas, podés sacar lo que quieras, darle y agradecer».

Molka lleva un poncho tejido rosa sobre un suéter fucsia, una pollera rosa y una vincha amarilla.  Pregunto por la vestimenta, nadie viste de rosa por aquí. «Es el atuendo que uno elige. No se permite el negro ni el blanco, porque resumen a todo un conjunto de colores. Me siento bien, alegre con mi vestuario. A la madre le gusta así, colorinche. Le gusta que bailes, que dances, que cantes. Es la vida misma».