De vez en cuando, los revulsivos se presentan de una forma muy tranquila, sin ni siquiera parecer que lo son. En realidad, hay bastantes cosas que son lo que no parecen. La novela Ciudad abierta de Teju Cole, por ejemplo, no parece ser uno de los libros de viaje más interesantes que se han escrito en los últimos años y sin embargo…
Es cierto que la obra del afroamericano (Kalamazoo, Michigan, 1975) no responde a varias claves básicas del género. De hecho, Cole no focaliza su relato sobre un territorio muy determinado —aunque recorra Nueva York y Bruselas—, y viaja por una especie de iconosfera tan global como, por eso, imprecisa. Pero también es verdad que Julius, el psiquiatra residente en un hospital de Manhattan que protagoniza la historia, no deja de desplazarse y de descubrir y revelar matices del mundo que va emergiendo ante él. Y que lo hace al estilo del wanderer purasangre, recogiendo el testigo de Henry David Thoreaupara perfilar a un paseante del nuevo milenio capaz de embriagarse mientras camina metrópolis.
Los «bosques» de Julius proponen un tipo de sombras, estímulos, hallazgos muy diferentes a los de Thoreau. Su naturaleza es de hormigón, asfalto y cristal, y la sobreinformación sopla en ellos como un viento de fondo que casi parece arrullar a ese hombre que avanza tranquilo sabiéndose un punto más de la inmensidad, nada más y nada menos que un punto, permitiendo que el entorno le penetre, le enseñe, le integre en su sustancia. Da gusto ver a Julius pasear, siempre con las orejas altas, la mirada presta, creciendo a cada paso como los caballeros de La dolce vita o La grande bellezza, esos virtuosos de la passegiatta urbana que tan fácil contagian el deseo de perderse civilizadamente.
Como pasear es un verbo de difícil traducción literaria, un libro basado en ese acto puede hoy intimidar, porque amenaza aburrimiento. Por eso, al principio de la lectura uno teme haber topado con el clásico batiburrillo de anécdotas sin dirección sólo mantenido a flote por —eso sí— la brillantez expositiva de un joven americano muy culto. Pronto, empiezas a percibir que, línea a línea, se va desplegando una atmósfera tan dispersa como familiar, y que el texto cobra sentido justamente gracias a esa dispersión, fundamental para definir el alma del lugar del que se habla, y que resulta ser la Tierra (o buena parte de ella). Cada paso es un detalle, una acción, una sugerencia que se suma a las demás conformando un universo homogéneo.
Ciudad abierta es dispersa. Lo necesario para definir el alma del lugar del que se habla: la Tierra
Los cuadros del pintor sordo John Brewster, el día a día de la inmigración congoleña o magrebí, una visión de Manhattan desde el aire, la sensibilidad de las abejas a la negatividad de la especie humana, el descubrimiento de un abuso sexual, el alarmante aterrizaje de paracaidistas en Central Park, una charla entre tragos de beaujolais que bascula del exterminio de los judíos a la exaltación de los jazzistas míticos… multitud de fragmentos variopintos pero cosidos con naturalidad van definiendo el carácter del Occidente contemporáneo observado por un mestizo —así se autodescribe Julius— de esencias muy negras —Cole es negro ébano— que gracias al color de su piel accede a lugares y conversaciones con frecuencia vedadas a, por ejemplo, los blancos.
El psiquiatra mestizo Julius, nacido en Nigeria y formado en Nueva York, es un electrón suelto que se desliza entre bloques de ideas e individuos interpretando con libertad palabras, obras o encuentros, sabiendo, sí, cuánto le condicionan su educación y su color pero intentando, sobre todo, ser justo. Julius habla con elegante desparpajo sobre una remota infancia nigeriana que no le obliga a casi nada porque su temprana inmersión estadounidense le despegó de esa raíz y ahora el lazo que mantiene con África es tibio. En cualquier caso, la mezcla de sangre, erudición y sentimiento que le impulsa le ha convertido en un humanista cosmopolitamente refinado capaz de tomarse el mundo con la sanísima calma que procura la velocidad del paseante, rehuyendo la sonaja del espectáculo, dedicado a recoger sin alharacas algunas muestras del espíritu de nuestro tiempo.
¿Cuál es ese espíritu? El acertado título lo contiene: Ciudad abierta alude al planeta como un lugar ya declaradamente civilizado donde se puede circular con una insólita —repito— libertad. La «novela» nos habla de la maravilla —con sus peligros— de disponer de tantas posibilidades, y del tobogán ideológico y emocional al que nos vemos sometidos a cada minuto, cada segundo, recibiendo cascadas de estímulos en cadena que provocan altibajos igual de consecutivos y que por eso nos exigen una nueva fortaleza (psicológica).
«Tomé conciencia» dice Julius «de lo fugaz que era el sentimiento de felicidad, de cuán endebles son sus bases: un restaurante cálido después de la lluvia, olor a comida y vino, conversación interesante, la tenue luz del día en la lustrada madera de cerezo de las mesas. Mover el ánimo de un estado a otro costaba tan poco esfuerzo como mover piezas en un tablero de ajedrez».
Ciudad abierta revela cuánto intimida un mundo así pero también el privilegio que supone vivir en él. Un privilegio fragilísimo porque, como más tarde se advierte, «somos los primeros humanos sin la menor preparación para el desastre».
En Ciudad abierta el planeta es un lugar civilizado, donde se puede circular con una insólita libertad y en el que vivir supone un privilegio
Y aquí es donde regresamos a cuando, al inicio de este texto, se hablaba de revulsivos. Porque Teju Cole vuelve a demostrar que pasear es uno. O moverse. Moverse para alcanzar conclusiones que, por muy incorrectas que a algunos les suenen, serán propias. Resultan antológicos los diálogos que Julius mantiene con Faruk, el dependiente del locutorio donde acude a conectarse en Bruselas:
«Teníamos que elegir entre Malcolm X y Luther King —dijo Faruk— y el único que eligió a Malcolm X fui yo. Toda la clase se me puso en contra. Venga, decían, lo eliges a él porque era musulmán igual que tú. Vale, sí, soy musulmán, pero la razón no es ésa. Lo elijo porque concuerdo con él filosóficamente y disiento con Martin Luther King. Malcolm X reconocía que la diferencia contiene un valor en sí y que hay que luchar para que prospere. A Luther King lo admira todo el mundo y él quiere unir a todos, pero la idea de que hay que ofrecer la otra mejilla para mí no tiene ningún sentido.
Es una idea cristiana, dije. Ten en cuenta que era un hombre de iglesia, sus principios vienen de una concepción cristiana. Exactamente, dijo Faruk. Es una idea que yo acepto. Siempre se espera que sea el Otro victimizado el que anule la distancia, el que aporte las ideas nobles, yo discrepo con esa expectativa. A veces funciona, pero sólo si tu enemigo no es un psicópata».
Luego, Faruk y Julius se despiden deseándose «paz». Este pasaje me proyectó al viaje que realicé a Pakistán en 2009, en plena ofensiva del gobierno del país contra los talibanes. Y recordé cómo las caminatas por las montañas y el contacto con la gente que padecía los ataques de los radicales me hizo replantear mi postura respecto a la intervención de las fuerzas aliadas en la región.
En este tramo del libro, Faruk también vuelca su opinión sobre dos escritores marroquíes: «Tahar Ben Jelloun escribe sobre cierta idea de Marruecos. No escribe sobre la vida de la gente, sino historias con un elemento oriental. Es una literatura que mitifica. Sin conexión con las vidas reales (…) Mohamed Choukri es rival de Ben Jelloun. Han tenido desacuerdos. Mira, algunos como Ben Jelloun llevan una vida de escritor exiliado, y esto les da… a los ojos de los occidentales les da cierta poeticidad, si puedo decirlo así. Ser escritor exiliado es una gran cosa. Pero ¿qué es el exilio hoy, cuando todo el mundo va y viene a sus anchas? Choukri se quedó en Marruecos, viviendo con su gente. Lo que más me gusta de él es que era autodidacta, si es posible usar esta palabra. Se crió en la calle, y aprendió solo a escribir en árabe clásico, pero la calle no la dejó nunca».
Esta opinión que Julius escucha en un locutorio de Bruselas me inflamó de alegría por el hecho de compartirla literalmente. Faruk, un hombre de otra cultura que pensaba muy al margen de las élites, ofrecía una visión del mundo impopular pero que poseía una fuerza y una verdad reconocibles. Aunque los interlocutores de Faruk eran todos «hermanos» musulmanes, y pese a dudar seriamente sobre si esas opiniones me las habría transmitido a mí, tan blanco, el vínculo con su intimidad me confortó igual que observar a Julius entre molesto y entristecido al detectar que varios clientes del locutorio habían decidido suponer que él compartía unas determinadas ideas debido al color de su piel. Me confortó porque en ese momento pensé en cómo mi condición de catalán que escribe en español hace que a menudo algunas personas —tanto de una ideología política como de otra— me hablen como si ya conocieran cuál es mi postura ante el actual pulso entre Catalunya y el estado español. Fue un chispazo, otro, que evidenció hasta qué punto Faruk, Cole, yo y probablemente tú estamos unidos por idénticas inquietudes y esperanzas, si bien en cada geografía adoptan una máscara particular que a veces incluso puede antojarse extraña.
Las inquietudes y esperanzas de las personas pueden ser idénticas, si bien en cada geografía adoptan una máscara particular, a veces incluso extraña
Mi conexión con Faruk a través de Julius, de Cole, resulta importante para entender por qué me he animado a escribir el texto que hoy lees después de los atentados de noviembre en París. La masacre me ha recordado a Faruk y a Malcolm X, y he deseado creer que los tres compartiríamos hoy la definición de «enemigo psicópata» al que hay que golpear, gaste la piel que gaste, habite en el Pentágono o en el Hindu Kush.
En cualquier caso, la obra de ese delicado tipo duro que es Teju Cole ha actuado como un revulsivo capaz de ponerme frente al ordenador a escribir sobre algo tan grande como es el Mundo Actual, ese ente globalizado que nos supera y se nos hace inabarcable… hasta que de pronto aparece alguien que no sólo intenta explicarlo sino que incluso lo consigue porque ha sabido acopiar lúcida y líricamente sus esencias en un exquisito arcón al que llama, por ejemplo, Ciudad abierta.
Y entonces te das cuenta de que en el origen de todo había un hombre que andaba.