SEXTA Y ÚLTIMA CRÓNICA DE UNA SERIE EXCLUSIVA DE MARTÍN CAPARRÓS PARA ALTAÏR MAGAZINE, QUE NOS MUESTRA CADA SEMANA LAS FOTOGRAFÍAS QUE REALIZÓ EN EL PROCESO DE INVESTIGACIÓN PARA SU ENSAYO EL HAMBRE.


Durante décadas, el tratamiento de los chicos con desnutrición aguda severa —los que estaban literalmente muriéndose de hambre—consistió en internarlos y tratar de alimentarlos por boca o por vena. Era una solución costosa —en recursos, en infraestructura, en personal— pero bastante ineficiente: según los casos y lugares, entre un tercio y la mitad de los chicos se morían. No hace más de 25 años que científicos intentaron revisar el proceso: al fin entendieron que el tipo de alimentación que les daban no sólo no los curaba sino que a veces, al exigir sus cuerpos debilitados, los mataba.

En 1994 Michel Lescanne propuso a André Briend, un médico nutricionista del Instituto de Investigaciones para el Desarrollo de París, que trabajaran juntos para buscar un producto mejor. Durante dos años experimentaron con todo tipo de materias pero ninguna conseguía suficiente durabilidad, buen sabor o facilidad de manejo. Hasta que, cuenta la leyenda, una mañana, mientras desayunaba, Briend se extasió frente a un frasco de Nutella. La leyenda no dice que haya gritado eureka, pero sí que de ahí le vino la idea de producir una pasta —de maníes— que, enriquecida con leche, azúcar, grasas, vitaminas y minerales, no necesitaba ningún agregado, se podía comer sin más preparación, sabía bien, soportaba grandes calores y podía durar dos años en su sachet de aluminio. Lo llamaron Plumpy’Nut —nuez regordeta— y cambiaría la forma de tratar la malnutrición infantil.

El plumpy es: dulzura sin azúcar, café sin cafeína, manteca sin colesterol, bicicletas sin desplazamiento, cigarrillos sin humo, sexo sin contacto, alimentación sin comida

Al principio los trabajadores de MSF tenían dudas. Algunos médicos se sentían muy incómodos. El nuevo protocolo indicaba que debían internar a los chicos durante unos días y, en cuanto recuperaban cierto tono, mandarlos a sus casas con sus dosis de Plumpy: les molestaba despedir a un paciente en ese estado, decían que estaban ofreciendo un tratamiento demasiado incompleto.

Pero los resultados eran extraordinarios: no sólo pudieron tratar a una cantidad mucho mayor de desnutridos; además consiguieron la recuperación de nueve de cada diez. Dicen que, hasta entonces, nunca se habían tratado tantas personas en tan poco tiempo con tal nivel de recuperación.

Y pudieron tratar a una población que antes no: los desnutridos agudos moderados. Los moderados no se internaban: los hospitales no alcanzan y, de todos modos, su situación no requiere una intervención médica constante. Pero, como son muchos más que los severos, son el grupo donde más chicos mueren.

Hay quienes dicen que el Plumpy es un típico producto de la época del sucedáneo: dulzura sin azúcar, café sin cafeína, manteca sin colesterol, bicicletas sin desplazamiento, cigarrillos sin humo, sexo sin contacto, alimentación sin comida: un modo de simular que esos chicos que no comen comen, que esos millones de paupérrimos van a seguir viviendo.

Su éxito provocó debates. Están, sobre todo, los que cuestionan la idea de intervenir con un remedio paliativo en una situación estructural, «una respuesta médica a un problema social»: las famosas curitas en la hemorragia femoral. El Plumpy es, al fin y al cabo, sólo un remedio parcial para una enfermedad que no tendría por qué existir: la más evitable, la más curable de todas las enfermedades conocidas.

El hambre mata más personas cada año —cada día— que el sida, la tuberculosis y la malaria juntos, y no existe. El hambre no participa del misterio, las sombras insondables, lo inmanejable de la enfermedad: la impotencia frente a lo incomprensible. El hambre se entiende demasiado, aunque no existe: es un invento del hombre, nuestro invento.

Y podría ser, tan fácil, nuestro pasado inverosímil.