En junio de 1995, los milicianos de Srebrenica pusieron en marcha varias operaciones que Ratko Mladić, general de las tropas serbobosnias, usó como justificación para atacar la «zona segura». Ante la pasividad del Gobierno bosnio y la comunidad internacional, el avance serbio arrolló tanto los puestos de observación de los Cascos Azules como las líneas de defensa del ejército bosnio, situadas justo detrás. Los defensores de Srebrenica se resentían de la ausencia de su caudillo, Naser Orić, y las tropas serbias se descolgaban por los montes hacia la ciudad aullando como lobos. Entre un fragor de explosiones, la población se desbandó hacia la base de los Cascos Azules en Potočari buscando el amparo de la ONU. Mientras, en las calles de una Srebrenica desierta, Ratko Mladić proclamaba ante una cámara de televisión que había llegado la hora de vengarse de los «turcos».

La saña de los bombardeos había alarmado tanto a Fazila que le preguntó ansiosa a Hamed, su esposo, qué iba a suceder, a lo que este respondió: «O nos liberamos o nos matarán a todos». Ahora, con el enclave transformado en un pandemonio, sus habitantes debían tomar a ciegas decisiones en las que se jugaban la vida. Cuando acudió a la base de la ONU con el resto de mujeres y niños, Fazila se percató de que en el complejo también se refugiaban varones y volvió sobre sus pasos para convencer a su hijo, Fejzo. Suplicó en vano, porque Fejzo le dijo que su deber como hombre era quedarse con su padre. Ante los sollozos de Fazila, al despedirse le rogó: «Mamá, si me ocurre algo malo no tienes que llorar, porque si lloras sufriré más en el otro mundo».

Entre un fragor de explosiones, la población se desbandó hacia la base de los Cascos Azules en Potočari buscando el amparo de la ONU. Mientras, en las calles de una Srebrenica desierta, Ratko Mladić proclamaba ante una cámara de televisión que había llegado la hora de vengarse de los «turcos»

Acompañada de su hija Nirha, Fazila se cobijó en una nave industrial del polígono, donde pasó dos días sentada en el suelo de hormigón. Envuelta en una toalla porque el miedo le daba escalofríos, contemplaba escenas pavorosas en torno suyo: a pocos metros de donde una mujer daba a luz, otra se ahorcaba y la multitud apretujada sufría ataques de histeria. De buena mañana, asomó un general al que Fazila desconocía y, tras repartir caramelos entre los niños, aseguró a los presentes que los evacuaría sin excepción. Rebosaba altivez, tanta que hablaba en tercera persona: «No hace falta que recéis a Alá, porque ahora solo os puede proteger Ratko Mladić».

De camino hacia los vehículos preparados para el transporte, Fazila quedó estupefacta al ver que separaban a los varones mayores de quince años en busca de supuestos criminales de guerra. Durante el traslado hacia territorio seguro en la batea de un camión, tuvo que esquivar las piedras que les arrojaban los serbios locales al grito de «¡Zorras musulmanas!» y la sangre se le heló al contemplar las estampas que se producían junto a la carretera. En los sembrados, grupos de cautivos esperaban de rodillas, encañonados por los milicianos serbios, mientras otros eran conducidos al interior de naves y almacenes.

«No hace falta que recéis a Alá, porque ahora solo os puede proteger Ratko Mladić»

Consumada la ruina de Srebrenica, los hombres del enclave no se hacían ilusiones sobre su destino, por la costumbre que tenían las tropas serbias de liquidar a los varones en edad de combatir y la mala sangre generada por las razias de Naser Orić durante la guerra. La misma noche en que cayó la ciudad, una columna formada por entre 10.000 y 15.000 varones huyó rumbo al territorio controlado por la Armija. En su travesía por un terreno montañoso, la columna se fragmentó en grupúsculos menguantes, cada vez más vulnerables a los cañoneos y emboscadas del enemigo. Los fugitivos que cayeron en manos serbias, al igual que los hombres separados en Potočari, murieron en una campaña de ejecuciones por todo el curso medio del Drina. Estos crímenes, calificados de genocidio por el Tribunal de La Haya, dejaron una cifra oficial de 8.372 asesinados.

Tras separarse de Fazila en Potočari, se pierden las noticias de Hamed y Fejzo, salvo dos testimonios de veracidad difícil de comprobar. Según declaró un testigo protegido ante el Tribunal de La Haya, Hamed fue transportado a un almacén de pienso donde se hacinaban centenares de bosniacos. Durante una noche de ajuste de cuentas, los guardas mandaron salir a decenas de prisioneros entre los que se encontraba Hamed, a quien, por ser un político conocido en el enclave, llamaron en solitario por su nombre. El testigo asegura que, nada más salir Hamed al exterior, se oyó un ruido de disparos y una voz que ordenaba: «¡Lleváoslo! ¡Está muerto! ¡Listo! ¡Lleváoslo de aquí!».

En su autobiografía, Ibran Mustafić, aliado político de Hamed, sostiene que tanto él como Fejzo habían estado a punto de unirse a la columna de fugitivos, para luego cambiar de idea y refugiarse en las naves de Potočari. Según relata Mustafić, Hamed habría encontrado la forma de embarcar a su hijo en uno de los autobuses que debían abandonar Srebrenica, pero, cuando Fejzo fue a despedirse de la chica con la que estaba saliendo, su rastro se desvaneció en la multitud.

Según declaró un testigo protegido ante el Tribunal de La Haya, Hamed fue transportado a un almacén de pienso donde se hacinaban centenares de bosniacos. Durante una noche de ajuste de cuentas, los guardas mandaron salir a decenas de prisioneros entre los que se encontraba Hamed, a quien, por ser un político conocido en el enclave, llamaron en solitario por su nombre

Fazila inició un periplo de ocho años como refugiada por Croacia, Alemania y Sarajevo, durante el cual vivió de las ayudas internacionales y de lo que ganaba como mujer de la limpieza. También se puso a estudiar alemán, no solo para interactuar en el día a día, sino también para contarle su historia a la gente que se encontraba. Con todo, sentía que su lugar en el mundo era Potočari y, aunque solo habían vuelto un par de intrépidos, en 2003 decidió regresar. En su antigua morada encontró a dos familias serbias que se habían repartido sendas plantas del edificio. Los habitantes de la planta baja, desplazados de Sarajevo, aceptaron marcharse enseguida, al contrario que el ocupante del piso superior, un campesino serbio de la zona que había aprovechado el genocidio para usurpar una vivienda. Fazila solo consiguió expulsar al intruso al cabo de un enmarañado proceso judicial.

Fazila había recuperado su domicilio, pero vivía sola sin electricidad, agua ni calefacción. Pasaba las noches a la luz de una vela pensando en qué habría sido de Hamed y Fejzo, además de plantearse su futuro como retornada. Como ahora sus vecinos eran serbios, aprovechó el fin de Ramadán para suavizar tiranteces repartiendo caramelos entre los niños del barrio. A las preguntas insidiosas sobre si tenía miedo de dormir sola por las noches, respondía desafiante: «¿Y quién os ha dicho que duermo sola?». Con la ayuda de una ONG, reparó los daños causados por los bombardeos en la casa mientras esperaba averiguar el paradero de su marido y su hijo.

En agosto de 1995, un mes después de la caída de Srebrenica, los Estados Unidos difundieron imágenes aéreas de fosas comunes en la zona y las autoridades de la República Srpska volvieron a esconder los cadáveres. A raíz de esta maniobra, los esqueletos de los muertos se fraccionaron y quedaron repartidos en fosas ocultas por todo el Valle del Drina: se han llegado a encontrar huesos de la misma persona hasta en cuatro lugares distintos. Con el apoyo de la comunidad internacional, en Bosnia se desarrolló un sistema puntero mediante el que, cada vez que se localiza una fosa, los despojos se envían a una morgue donde se recomponen las osamentas y se toman muestras para su identificación mediante ADN. En 2002, a Fazila le comunicaron que se habían identificado huesos de Hamed en dos fosas diferentes y solo al cabo de un tiempo, cuando ya les había dado sepultura, recibió la noticia de que habían encontrado su cráneo.

Pasaba las noches a la luz de una vela pensando en qué habría sido de Hamed y Fejzo, además de plantearse su futuro como retornada

Cada vez que las autoridades encontraban una nueva fosa, Fazila acudía con otras madres de Srebrenica a contemplar la exhumación, con la esperanza de recuperar lo que quedase de Fejzo. Mientras aguardaba junto a una fosa en el valle de Kamenica, tuvo la corazonada de que su hijo estaba allí e incumplió la promesa que le hizo al despedirse de él rompiendo a llorar como nunca. Su pálpito se confirmó en 2008, cuando el cotejo de las muestras de ADN reveló que dos de los huesos identificados pertenecían a Fejzo. Decidió esperar por si se encontraban más restos pero, tras un lustro sin noticias, se resignó a enterrar los dos huesos de su hijo en una tumba del memorial junto a la de Hamed.

Pese al horror de perder a veintidós familiares en el genocidio, Fazila tomó la decisión de no convertirse en víctima y, para conseguirlo, el primer paso consistía en volver a trabajar. Recuperando su viejo espíritu emprendedor, se le ocurrió levantar un invernadero en el jardín de su casa, donde cultivaría flores para venderlas a los visitantes del memorial construido en Potočari. Con la ayuda de varios familiares y una ONG, la idea evolucionó hacia la apertura de un quiosco junto al complejo fúnebre. Fazila bautizó el negocio con la palabra «Ahya», que en lengua árabe significa «vivos» y remite al versículo del Corán esculpido en las lápidas de los musulmanes bosnios: «Y no digáis de los que han caído luchando por la causa de Dios: ‘Están muertos’. Al contrario, están vivos, pero no os dais cuenta».

Desde buena mañana, Fazila atiende en su quiosco a los visitantes que se acercan para curiosear los libros y souvenirs. Además de las flores naturales con las que empezó el negocio, ofrece a sus clientes las llamadas «flores de Srebrenica», finas piezas de encaje con pétalos blancos y cabezuela verde que ella misma borda en sus ratos libres. Cuando, hacia media tarde, presiente que no habrá más visitas, cierra la persiana del quiosco murmurando una plegaria y, tras despedirse de las tumbas con el tradicional «Id con Dios», echa a andar hacia su domicilio.

Decidió esperar por si se encontraban más restos pero, tras un lustro sin noticias, se resignó a enterrar los dos huesos de su hijo en una tumba del memorial junto a la de Hamed

Superado el letargo invernal, Potočari recibe un flujo creciente de visitas a medida que se acerca el once de julio. El día de la conmemoración, el valle se llena de coches, furgonetas y autobuses que traen a bosniacos venidos de todo el país. Bajo una luz cegadora y el mismo calor sofocante de hace veinticinco años, la multitud se apretuja en las escasas sombras, haciendo caso omiso a los discursos vacuos de los mandamases internacionales: «En Srebrenica hubo un genocidio, trabajaremos para que no se repita». Junto a los hoyos que ellos mismos han cavado, los familiares de las víctimas esperan a pleno sol que empiece la ceremonia fúnebre. Orientados hacia la alquibla, los asistentes rezan a Dios en un silencio apenas roto por las melopeas del imán y el zumbido de un helicóptero de policía. Luego abandonan el memorial mientras los ataúdes, cubiertos de un lienzo verde, parecen flotar sobre hileras de manos que los llevan en volandas a la fosa.

En la víspera, cuando Fazila ve llegar el camión con los restos identificados durante el año, siente como si una llamarada le abrasase las sienes. Durante un par de días, el quiosco se inunda de clientes que revuelven los artículos y exigen que se les atienda de inmediato. Desde la caída de Srebrenica, a consecuencia del shock, arrastra una diabetes que hace que le duelan las piernas, pero, sentada en la caja, se las arregla para controlar la situación: vigila que ningún astuto le robe, aclara las dudas y, fiel a su pragmatismo mercantil, cobra en marcos bosnios, dinares serbios y euros. Hace años que no asiste al funeral, sino que deja el quiosco a cargo de alguien de confianza y se marcha a casa a cocinar para su familia. Al caer la tarde, observa cómo Potočari queda vacía en un par de horas, como si las palabras ampulosas y la multitud doliente no hubiesen sido más que un espejismo.

Hace años que no asiste al funeral, sino que deja el quiosco a cargo de alguien de confianza y se marcha a casa a cocinar para su familia

Fazila se ha convertido en una presencia inevitable en Potočari, casi tan parte del paisaje como las colinas o las estelas del memorial. La carretera que conduce a Srebrenica atraviesa el llano, flanqueada a un lado por el complejo fúnebre y, al otro, por la escalofriante ruina de la antigua base de la ONU. Su aplomo y placidez en este lugar desangelado infunden una paz sorprendente en quienes la visitan. Una de las principales virtudes a las que aspiran los musulmanes es el sabur o «entereza», la capacidad para afrontar los reveses conservando la serenidad y la fe en la recompensa de Dios. El propio Mahoma, en uno de sus dichos, incluye el sabur como uno de los tres pilares de la conducta del creyente: «La plegaria es la iluminación, la limosna el testimonio de tu bien y la entereza la claridad diurna».

Cuando, enfrascada en la conversación, Fazila sonríe bajo el pañuelo con el que se cubre, su cara rolliza se enciende y el candor de sus ojos rasgados, de una viveza infantil, es como un soplo de calidez en la desolación circundante. Si la temperatura acompaña y no se acerca nadie al quiosco «Los vivos», saca un taburete al aire libre y se sienta con un par de agujas y un ovillo de lana. Frente a millares de tumbas que conmemoran la peor masacre de la historia reciente de Europa, Fazila pasa la tarde tejiendo claveles rojos.

 


Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Rincones: Bosnia’

 

 Fragmento del libro La piedra permanece (Libros del K.O.)

Imagen de cabecera, Jordi Brescó