«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura.


El muchacho se la sacó sin el menor reparo y ahí estaba, regando aquel rincón como quien canta; no lo miraba nadie. Yo sí: los extranjeros somos los tontos del pueblo, los que no sabemos lo que saben todos, los que nos sorprendemos de lo que no sorprende. Para eso, en general, tiene gracia viajar: para volverse el tonto, poner en duda lo sabido.

A muchos África les duele; a mí me huele. También me duele, a veces, pero me huele todo el tiempo: no conozco zona del mundo tan fragante. África rebosa en sus olores. Está el olor de la sangre en los mercados, las verduras raras, las especias; el olor de sus árboles y plantas, navegando en el aire acalorado; el olor del dinero —el olor tan sobado, transpirado, obsceno de los dineros africanos—; el olor de la bosta de bestias en las calles; el olor de esos gases de coches viejos en las calles; el olor, en cualquier sitio donde se junta gente, del jabón de coco con que muchos se lavan. Y está el olor de cuerpos negros: la corrección política salta cuando lo oye, lanza cuando lo oye sus grititos, pero sería tonto negar que no hay mayor identidad de raza que el olor. Yo no lo sabía, no lo había entendido: me pasé años de vergüenza y silencio, callando lo fuerte que me resultaba el olor a sudor de muchos negros –un olor acre, penetrante, a veces bruto-, hasta que un zambiano me dijo que los blancos olíamos a muerto. Era recíproco, nos olemos mal, y esa reciprocidad fue una autorización, un gran alivio.

—Y encima ese color tan pálido, tan como de cadáver.

Me dijo aquel zambiano y descubrí que cada cual encuentra los zombis donde puede, el placer donde puede, los aromas y gustos y sabores y asquitos donde puede. Lo raro es este intento de unificación forzosa que la cultura occidental emprendió hace un par de siglos –y la televisión y ahora internet prosiguen con fanfarria. Hay unas pocas diferencias que subsisten –y los olores, los olores. A menudo, incluso, el olor rotundo del orín, aquella esquina.

—¿A qué, me dice?

—A meo, señora, ¿no lo huele?

—Ay, ¿cómo dice esas cosas?

Y, para producirlo, la exhibición que la costumbre dominante desaprueba, condena. Cuando el mundo estaba lleno de culturas diferentes, cada cual tenía sus tabúes. Había unos pocos que compartían casi todas: el tabú del incesto es –más o menos- universal. Pero hay tantos que no. Los tabúes de lo que se puede o no mostrar del cuerpo, por ejemplo, son de lo más variado. En África o América, sin ir más lejos, a ningún pueblo se le ocurrió ocultar las mamas de las hembras hasta que llegaron los europeos y les mostraron que eran demasiado importantes como para dejarlas descubiertas —y, por eso, demasiado importantes como para no tratar de descubrirlas.

(c) Martín Caparrós.

Los sexos de ambos sexos, en cambio, vienen tapados de hace siglos y siglos. Pero no todo el tiempo. En Bolivia suelen verse las cholas que se acuclillan en cualquier rincón; en casi todo África los hombres mean en público. En tantas calles, esos hombres con su trozo en la mano, bautizando el mundo con sus jugos. Hombres tranquilos —ni mirada furtiva ni apuros insalubres— que emiten, gotean, se la sacuden, se la guardan, miran en torno satisfechos. Hombres que, sin tabú que los pare, llenan las calles africanas de ese olor espeso, ácido, amarillo. En cambio, me decía una vez una mozambiqueña en su ciudad, Maputo, si se me ocurre comer caminando por la calle, cualquier cosa, una galleta, una frutita, no te podés imaginar cómo me miran, las cosas que me dicen: verme comiendo los excita tanto, los subleva.

Lo bueno de viajar, decía, de hacer fotos, de contar historias: descubrir diferencias, entender que ninguna forma es absoluta, que todas son inventos que pueden ser o no ser, que van y vienen. Poder hacer, frente a cualquier afirmación tajante, la mea culpa del caso. Ser el tonto del pueblo, no creer –nunca creerse– que uno sabe.