No está claro cómo un hombre se hace viajero. Para algunos se trata de una sensación que se entierra en la memoria y surge de nuevo con los años: Philip Hoare se hace viajero porque casi nace en el agua y por una ballena que pintó su abuelo en su bañera, cuando era niño; a Melville lo influye el grabado de una cacería de ballenas que había traído su padre de uno de sus viajes a Europa —era importador de artículos de regalo—. A Pedro Sorela lo marca su primera travesía del Atlántico, a los 11 años, entre Barcelona y Cartagena de Indias. Y a Bruce Chatwin la duda infantil sobre un trozo de piel de dinosaurio lo llevó hasta la Patagonia. Para otros se trata de una revelación, de «sentir de golpe el viaje», como le sucedió a Cees Nooteboom una noche oscura en un hotel anónimo en Mauritania y a Saint-Exupéry bajo la noche patriarcal del desierto del Sahara. Kapuscinski reconoció el momento fatal en el paso que dio al cruzar la frontera de su Polonia natal y Stendhal se hizo viajero por la belleza que encontró en Italia: el arte, las piedras y el paisaje de Milán, Roma, Nápoles y Florencia; pero también de las italianas.

El viaje es la gran metáfora de la vida, de la muerte, del conocimiento, de la escritura. Desde muy pronto el ser humano supo que moviéndose entendería mejor el mundo y sus gentes. Con el viaje elaboramos las primeras explicaciones filosóficas y conquistamos el espacio, descubrimos nuevos escenarios y ampliamos nuestras fronteras. Del viaje surgió el método científico y gracias a él se ha cartografiado el mundo.

Quienes viajan se definen por su profesión, por la intención con la que parten, la época, sus cualidades o el resultado de su transitar. Viajeros fueron los primeros hombres que salieron de África y cruzaron el estrecho de Bering, Darwin a bordo del Beagle y los que caminaron en la luna. Hay viajeros psicotrópicos, imaginarios, espirituales, oníricos e interiores. Viajero es el peregrino, el marinero, el pirata e incluso el muerto que va «al más allá». O puede ser un héroe como Don Quijote o Ulises: protagonistas de travesías épicas, gestas de caballería, aventuras en alta mar o en los confines del mundo. Viajero es el peregrino que visita lugares sagrados, el misionero y el creyente que viaja para expiar sus pecados. Y hay peregrinos laicos: aquellos que recorren los pasos de un artista o figura histórica y sus escenarios —a Kafka lo buscamos en Praga, a Joyce en Dublín y a García Márquez en Aracataca. Pessoa es un espíritu que todavía se sienta en el café A Brasileira en Lisboa—.

Hay viajeros psicotrópicos, imaginarios, espirituales, oníricos e interiores. Viajero es el peregrino, el marinero, el pirata e incluso el muerto que va «al más allá»

Entre los que viajan hay militares, guerreros, diplomáticos, embajadores, espías, piratas y conquistadores. Otros son poetas, filósofos, artistas: Klee trae a Europa el color que le deslumbra en el norte de África, igual que hace Gauguin desde el Caribe y la Polinesia. Y Turner se embarcaba para subirse a los mástiles y luego pintar mejor las tormentas. También hay flâneurs como Baudelaire, expertos callejeadores de la ciudad en la que viven y paseantes urbanos como W. G. Sebald y Robert Walser. Unos recrean territorios sin haberlos visitado —Kafka en América, por ejemplo— y otros inmortalizan lugares a su paso: el Marruecos de Paul Bowles o la Alejandría de Lawrence Durrell, Piere Loti Oriente Próximo, Naipaul la India, Conrad el Congo o Chatwin la Patagonia.

También salieron de viaje el cazador primitivo, el nómada y los antiguos heraldos. Y los científicos: esos marineros del Siglo de las Luces que fueron hasta el Ecuador a comprobar si la tierra era una esfera perfecta —que no lo era—, al Pacífico Sur a desarrollar la teoría de las especies o a Suramérica en expedición botánica; Lévi-Strauss estudió los indígenas en el Mato Grosso; otros escribieron las primeras Historias Naturales y Geografías —como Plinio y Estrabón—; y los astronautas escriben blogs desde la estación espacial.

Hay exiliados, inmigrantes, reporteros, mercaderes y turistas que inundan ciudades como París, Venecia o Barcelona. Aventureros que dan vueltas al mundo a pie o en bicicleta y viajeros no viajeros: esos que realizan travesías imaginarias, oníricas o alegóricas —Alicia, Gulliver o Crusoe—, o paseantes alrededor de su habitación como Xavier de Maistre, el conde francés que en 1794, después de batirse en duelo, fue confinado 42 días en Turín y en ese encierro escribió el Voyage autour de ma chambre. Unos van al infierno y otros al paraíso, como el personaje de Dante en la Divina Comedia. 

La vida como camino, peregrinatio vitae, esa verdad que se ha vuelto tópico pero que revela la necesidad ontológica del desplazamiento, define al hombre como homo viator, siempre en movimiento. «La esencia del ser humano es ser un caminante» dice Rockwell Gray. De hecho, según Pascal, esa incapacidad del ser humano de permanecer en reposo en una habitación es la causante de las desgracias del mundo. Chatwin, en Los trazos de la canción, se pregunta si esa necesidad de movimiento puede tener que ver con un impulso migratorio instintivo, como el que tienen las aves en otoño, y asegura que no hay actividad más natural que el caminar: es la única actividad que hacemos al ritmo de los latidos del corazón.

Chatwin asegura que no hay actividad más natural que el caminar: es la única que hacemos al ritmo de los latidos del corazón

El viajero está históricamente asociada a la escritura, el conocimiento y la realización: «Dichoso quien, como Ulises, ha hecho un largo viaje», dijo en un verso el poeta francés del siglo XVI Joachim du Bellay. Budismo e hinduismo consideran que «no hay felicidad en quien no viaja», y Pompeyo el Grande, aún antes del Imperio Romano, aseguró que vivir no es necesario, navegar sí. Casi por definición, el viajero ha sido un ser respetado, popular, influyente. A los comerciantes se les admiraba por las cosas exóticas que traían al regreso, a los supervivientes de un naufragio, por su resistencia a los castigos de la naturaleza, y a los peregrinos por la santidad que les confería su penitencia. Al viajero se le ha considerado valiente, triunfador, héroe y precursor. Un temerario. Es uno que busca lo imposible y se le admira por su arrojo, por esa materia especial de la que está hecho, por su audacia, determinación y liderazgo. Y porque sabe más, ha visto o ha vivido más. Según Attilio Brilli, el viajero, desde siempre, ha ejercido una encendida admiración y una fascinación en la comunidad sedentaria, por su desafío a lo desconocido, por su abandono temporal de las obligaciones cotidianas.

Viajero es el que busca

Todos viajan, pero no todos son viajeros. La fórmula más común para diferenciarlos distingue «viajero» de «viajante» y de «turista». No es lo mismo traveller que tourist (en inglés); voyageur que touriste (en francés); Reisender que Tourist (en alemán); viaggiatore que turista (en italiano). El viajante tiene que ver con el desplazamiento por negocio o comercio, con el viaje como trabajo, mientras que el turismo se asocia a la idea de ocio. El turista es alguien distinto del viajero, pero aunque se dice que el turismo le quitó el aura al viaje, no es cierto: grandes viajeros siguen existiendo, al margen del turismo de masas.
El viajero es un hombre libre y un ser singular, como su experiencia. Moverse es una necesidad vital para él, y su vocación se caracteriza, como dice Javier Reverte, por «una patológica ansiedad por largarse. Irse es su razón primera de ser. Y para irse siempre hay un pretexto. El destino del viaje, para el turista, es su razón principal. Para el viajero, el punto de destino es más impreciso: se trata de un pretexto».

El turismo, en cambio, es una actividad de grupo, ligada a la modernidad, al capitalismo, al consumo. Para el turista importa el dónde; para el viajero, el cómo. El turista no viaja, se desplaza, cambia de lugar, mientras que el otro vive en el camino. Es la antítesis del viajero: consume el viaje y experiencias placenteras. Concibe el mundo como un parque temático, camina provisto de mapas que guían su mirada y sabe que regresará a casa y compartirá fotos con sus amigos. Lo dijo Paul Bowles en El cielo protector: «Mientras que el turista se apresura a volver, el viajero se desplaza durante años de un punto a otro de la tierra; el primero acepta su cultura sin cuestionarla, mientras el otro la compara, asimila o rechaza». También Martín Caparrós: «Los turistas conforman una especie casi inmóvil por lo previsible de sus movimientos. Su viaje es circular, trayecto de ida y vuelta sin más llegada que el punto de partida». E insiste Reverte: «Al turista le gusta el grupo, una forma de arroparse y protegerse contra los fantasmas del peligro. Demanda un alto grado de confortabilidad. Le molesta sentir el riesgo de la aventura y se protege tomando cuantas precauciones sean posibles. Tan sólo a su regreso a casa gusta de recordar lo que surgió de improviso, el peligro inesperado, la situación insólita. Es un aventurero a la vuelta».

La abolición del obstáculo es lo que al turista le impide conocer, aproximarse al verdadero conocimiento que supone, desde Descartes y el método científico, dificultad, etapas, búsqueda y finalmente hallazgo. Porque el viaje auténtico está emparentado con el del héroe, que implica, necesariamente, superar retos y peligros. Como explicó Chatwin, travel, «viaje» en inglés, es una palabra idéntica a travail, en francés: «labor física o mental», «trabajo», sobre todo de naturaleza dolorosa y opresiva, «esfuerzo», «penuria», «sufrimiento». Son los obstáculos los que constituyen «la sal de los viajes», como escribe Atilio Brilli, los que hacen que pertenecezcan al reino de la aventura. Eso y no otra cosa es lo que propone Kavafis en Ítaca: 

Cuando emprendas tu viaje a Ítaca

pide que el camino sea largo

lleno de aventuras

lleno de experiencias…

Pero si hubiera que elegir un sólo rasgo común entre los viajeros de todas las épocas y tipologías, ese es la búsqueda. Esa inquietud es la que los define.

«Si es por buscar, mejor que busques lo que nunca perdiste», solía decirle su padre a Martín Caparrós. Pero «buscar, el qué» se pregunta el escritor. Todo viaje comienza con una pregunta, una abstracción, esa entelequia que le dice al viajero que en algún lugar —que por lo general supone lejos del suyo— existe una respuesta. El problema es que la pregunta nunca es clara y ello implica un esfuerzo de la imaginación. Es ahí donde comienzan los viajes: antes que en el camino, en la cabeza de sus protagonistas. «Me contentaría con saber qué estoy buscando. Quizá en el camino lo consiga», escribe Caparrós en El interior. Y en Una luna: «Viajar es, por supuesto, la confesión de una impotencia: ir a buscar lo que te falta en otros lugares».

La búsqueda, junto con la huida, la curiosidad y la exploración, es inherente al ser humano y, con él, al viaje. La búsqueda implica carencia y el hombre se mueve para intentar solventarla. «Caminante, ¿quién eres tú? […] ¿Qué has ido a buscar?»se pregunta Nietzsche en Más allá del bien y el mal. Presupone que viajero es el que busca, quizá porque la primera aproximación al hombre que se desplaza con intención de ir «más lejos» es necesariamente teórica, abstracta. Puesto que ningún hombre ha sabido a ciencia cierta cuál es su lugar en el mundo, entonces se mueve en su búsqueda. Como dijo Kafka a su amigo Gustav Janouch: «Cuando uno se desplaza a algún sitio, no hace más que viajar en pos de su propia naturaleza incomprendida».

Todo viaje comienza con una pregunta, una abstracción, esa entelequia que le dice al viajero que en algún lugar existe una respuesta

Hablamos por eso de un eterno inconforme: «Creo que he viajado siempre para cerciorarme de que lo que busco tampoco estaba allí», dice el poeta José María Parreño. O Baudelaire: «Yo pienso que seré feliz en aquel lugar donde causalmente no me encuentro». El viajero es incapaz de permanecer inmóvil mucho tiempo y no tolera bien el domicilio fijo. Algunos padecen eso que el poeta de Las flores del mal llamaba el horror al hogar, y todos llevan la marca del Kalevala: «Fuego interior… fiebre de trashumancia». Para ellos no existe un lugar en el que puedan estar sin aburrirse. Como escribió Kerouac, En el camino: «No hay ninguna parte sino todas partes»; se trata de «rodar y rodar bajo las estrellas».

El escritor-viajero es alguien que quiere ver las cosas, no oír hablar de ellas —así se definió a sí misma Martha Gellhorn—; es aquel que deja de girar en torno a un destino concreto y hace del movimiento una parte indisoluble de su vida. Es alguien que reivindica el extravío, que lucha por dejar de ser aquello que se le ha impuesto que sea: una nacionalidad, una condición, un destino. El viaje es cambio, nunca reafirmación sin grietas, como escribe Jordi Carrión.

Para él no se trata solo de tierras y nuevos paisajes, sino del propio yo con el que se encuentra en la ruta. Su viaje es un terreno de evolución y aprendizaje, que tiene menos que ver con lo exótico que con la experiencia interior. Él materializa eso que Baudrillard llamaba la verdadera pregunta: qué tan lejos podemos llegar en la búsqueda de significado. O, como dice también Carrión en su Homenaje a Burton Holmes, uno viaja por la necesidad de la distancia, para mirarnos mejor en la lejanía.

El viaje como patria común

Se trata entonces de una elección. El viaje es una especie de vida elegida en la que el único modelo a seguir es el del hombre libre. Se trata de conquistar una mirada propia y de renunciar a los simulacros. Pero eso implica muchas renuncias: se descarta la posibilidad de un domicilio fijo, de una vida al uso. Ya no habrá banderas en las que poder envolverse ni identidades únicas a las que aferrarse. Y el viajero aprende, muy rápidamente, por una especie de desarraigo crónico, que deja de existir la posibilidad de sentirse en casa en ningún lugar. No hay regreso, no hay llegada. Viaja sólo quien sabe irse, como explica un verso de Pedro Sorela en Historia de las despedidas. El único equipaje es su propia vida, y sus sueños. Y en esa ruta hay peligros, permanente transformación. No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los Otros. Un trasegar que sucede en medio de una gran soledad.

No hay forma de salir ileso de la lucha contra las fronteras, de la suerte de ver el mundo, del encuentro con los otros

Pero el viajero está dispuesto a pagar el precio. Se enamora rápidamente de su condición y de su lugar en la periferia. Es consciente de su suerte, del espectáculo que contempla. Se sabe privilegiado de poder ser el actor de su propio espectáculo, de inventar su guión, decidir los escenarios y hacer de sí mismo el personaje que más le interesa. Es así como se pone en camino y comienza a escribir con su propio cuerpo, siguiendo la máxima de Stendhal, y aspirando a hacer con todo ello una obra de arte, a vivir en la literatura, en la imaginación, en la poesía. Y el viaje es su forma de respiración.

Por eso en la condición del viajero destacan dos palabras: errancia y extravío. Si viajero es el que busca, es además el que está perdido. No sabe a dónde lo llevará su trasegar porque no va a alguna parte, simplemente va. El que sabe a dónde va es un visitante, un turista. El viajero, en cambio, no admite ningún camino ya trazado ni meta preestablecida. Ya lo decía con sorna Lawrence Sterne: «Debe haber en ello una fatalidad, pues lo cierto es que rara vez llego a donde me propongo». También Alexandra David-Néel: «El camino sólo me parece atractivo cuando ignoro a dónde me conduce». El viajero busca los otros caminos posibles. Como pionero, contribuye a formar la mirada de aquellos que le siguen los pasos.

El viajero acepta además la posibilidad de ser otro, y es, por lo general, un extranjero. «Quiero ser un viajero, no un emigrante», dijo Saint-Exupéry en su Carta al General X. Porque emigrante es el que siempre lleva su identidad consigo, su estancia lejos es forzosa y su país natal es su única patria. Para el viajero, en cambio, su vida está en el camino. Y en ese desarraigo particular que vive, acepta que a la vuelta todo será diferente, que puede incluso no volver. Se trata también de la posibilidad de dejar de ser de un lugar, de pertenecer a un espacio, de estar fijado a un paisaje y unido a un pasado determinado. Es la conciencia y la voluntad de una vida en la que hay lugar para varias biografías.

El viajero es, además, un ciudadano del mundo. Como Stendhal, para quien el viaje fue una necesidad vital y que al hacer de Italia su patria por elección y escoger su epitafio —«Arrigo Beyle, romano»— demuestra hasta qué punto no conoció de fronteras ni nacionalismos. Cosmopolitas hay muchos: José Martí y Rubén Darío en América, símbolos de la escritura como parte de la búsqueda de la identidad. O Théophile Gautier, quien después de su viaje por España sintió su Francia natal como una tierra de exilio. Lawrence Sterne se refería a Inglaterra como su «patria chica». Stevenson dijo en The Silverado squatters: «We all belong to many countries». Chateaubriand vio en el viaje un lugar de exilio voluntario. Mallarmé hablaba de la insuficiencia de las patrias. Y Joseph Addison, el inglés a quien se considera el primer periodista, dijo una vez: «Soy un danés, un sueco o un francés en diferentes ocasiones, o más bien me imagino como el antiguo filósofo que, al preguntarle de dónde era, contestó que era un ciudadano del mundo».

En el desarraigo particular que vive el viajero, acepta que a la vuelta todo será diferente, que puede incluso no volver

Ya no por voluntad sino por obligación, a Pedro Salinas su vida errante lo convirtió en un «nómada profesional en estado mental de viajero permanente», según dijo Eric Bou en su biografía. Jorge Semprún escribió en El largo viaje: «No tengo acento, he borrado cualquier posibilidad de que me tomen por extranjero. Ser extranjero se ha convertido, de alguna manera, en una virtud interior». Semprún fue tan español como francés, como europeo, toda su obra está escrita en el idioma de Stendhal —salvo sus libros de memorias— y nunca pudo entrar en la Académie Française porque su DNI era deliberadamente español. Danilo Kîs fue medio judío, medio húngaro, medio serbio, medio montenegrino. Hablaba alemán, ruso y francés, además de húngaro y serbio, y no tuvo un lugar en el mundo hasta que entró en la carrera de letras. «El único país del que me siento nativo y habitante es la literatura», dijo cuando se instaló en París con cuarenta y cuatro años este escritor centroeuropeo sin patria.

Herodoto también fue, antes que viajero, un exiliado. Tuvo que huir a la isla de Samos porque su familia se oponía al tirano de Halicarnaso, su ciudad natal, y ahí comenzaron sus viajes. Se sabe que temía caer en la trampa del provincianismo y al viajar comprendió —como Descartes varios siglos más tarde— que los pueblos eran muchos, cada uno único, y no por diferentes, inferiores. Esto lo convierte en el primer cosmopolita consciente de serlo. Como recuerda Kapuscinski, el griego fue el primero en descubrir y valorar la naturaleza multicultural del mundo. Fue además, como tantos cosmopolitas, un mestizo: su padre probablemente no era griego pero su madre sí, por lo que creció entre varias culturas. Y se sabe que al final de su vida este hombre sin patria fija se instaló lejos de su tierra, en el sur de Italia.

Y Petrarca. Para el italiano su vida fue «una aventura del espíritu, un viaje a la historia a través de los libros, y en ese sentirse extranjero en su patria, un exiliado, un inquieto viajero en la brevedad de la vida, el hombre de fe y el hombre de ciencia, el moderno y el antiguo, siempre caminaron de la mano», según escribe Attilio Brilli. También Sergio Pitol ha aludido muchas veces a su cosmopolitismo. En Georgia, cuenta en El viajese irritaba sobremanera con el nacionalismo de sus anfitriones, entonces les citaba a Thomas Mann y su concepto de ciudadano del mundo, y cuando ellos hablaban de pureza de sangre él alababa el mestizaje y les recordaba que Pushkin era mulato. A Martín Caparrós —que ha vivido en Madrid, París, Nueva York y Barcelona— los países le parecen inventos poco interesantes y ha dicho que su patria está frente a la pantalla de su ordenador.

Cosmopolitas son Michel Le Bris, Cendrars, Melville, Marco Polo, Voltaire, Montaigne, Rilke, Twain, Stevenson, Lemartine, Verne y el propio Cervantes encarnado en don Quijote, que se niega a mencionar su lugar de La Mancha. Y éste es un rasgo común entre los llamados «nuevos cronistas hispanoamericanos», muchos de los cuales viven a caballo entre Europa, Estados Unidos y Suramérica, como Daniel Alarcón, Juan Gabriel Vásquez o Rodrigo Fresán. Ese cosmopolitismo es una cualidad que heredan, junto con la música y la poética, de los modernistas de finales del siglo XIX.

Cosmopolita es el propio Cervantes encarnado en Don Quijote, que se niega a mencionar su lugar de La Mancha

Todos los buenos autores pertenecen, más allá de la etiqueta de las escrituras nacionales, a una geografía más imaginaria que física, una zona hecha de palabras asumidas a través de la lectura y escritura de una sola tradición, como ha dicho Kundera. También Juan Goytisolo: «Los grandes creadores gozan del privilegio de la extraterritorialidad».

Ese cosmopolitismo hace muy difícil encerrar a los escritores-viajeros en etiquetas nacionales: su escritura suele estar caracterizada por una ausencia de fronteras y por tener una vocación universal. Su «patria» puede estar en cualquier sitio. «Tengo la vaga sensación de que estas montañas son mi hogar […] conozco esta montaña porque soy de esta montaña […] No existen las fronteras para el hombre», escribió el norteamericano Peter Matthiessen en El leopardo de las nieves. También Robert Louis Stevenson: «There is no foreign land; it is only the traveller that is foreign», y el teólogo Hugo de San Víctor ya alababa la extranjería en el siglo XII: «El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero».

Quizá la ausencia de fronteras es la definición de la escritura de viaje. Es lo que la caracteriza. Hablar de «escritura nacional», aquí, tiene menos sentido que en ningún otro sitio. De hecho la narrativa moderna y la novela heredaron del relato de viaje su vocación internacional: en el mundo Antiguo, viajeros-historiadores como Estrabón se preocupaban por todo el Mediterráneo y por lo que había más allá de sus límites conocidos. En la Edad Media, la obra de Mandeville tuvo un carácter continental. Las cartas de Colón y de Vespucio fueron traducidas inmediatamente a montones de lenguas. Las colecciones de libros de viaje no favorecían la literatura de ninguna nación; todos los escritores profesionales entre los siglos XVII y XVIII se leían entre sí y la influencia entre unos y otros ha sido demostrada. Había entonces un enorme intercambio de ideas y libros en Europa, y los lectores conocían mucho más que ahora autores de otras latitudes e incluso los leían en su lengua original y menos en traducciones. Por eso dijo Voltaire en 1748: «Veo entre todas las naciones una correspondencia mutua; Europa es como una gran familia».

En Testigos del mundo, Juan Pimentel alude a la vocación internacional del relato de viaje en el Siglo de las Luces, el primer gran momento de cosmopolitismo que fue consecuencia, entre otros factores, de la literatura de viaje, la expansión comercial y la popularización del saber. El discurso cosmopolita, una de las señas de identidad del hombre de la Ilustración (ese ideal ensalzado por Rousseau y Kant) se alimentaba de los textos de los escritores viajeros, que describían los rincones más alejados del planeta y familiarizaban a los lectores con regiones, hechos y pueblos que desconocían. Quizá la literatura de viaje es la más internacional de las escrituras, como ha dicho Percy Adams.

La escritura hace al viajero

Los viajeros, pues, cuentan el mundo. Amplían las fronteras. Gracias a ellos el hombre ha conocido la historia, la cultura y los perfiles de la tierra. Porque aun antes de los libros, el viaje estuvo en las narraciones orales primigenias, en los relatos de los primeros exploradores y en las relaciones de los viejos navegantes, en las hojas comerciales y las correspondencias que desde siempre han intercambiado quienes se marcharon con quienes se quedaron en casa, en las guías de viaje, los mapas, las novelas, biografías, carnets, poemas y canciones.

Pero es la escritura la que, en definitiva, hace al viajero viajero. Que ponga en palabras su viaje es lo que lo diferencia de los turistas y de otras gentes del camino. El desplazamiento es para él una promesa de escritura, y uno de sus placeres nace en la rememoración, la posibilidad de relatar su experiencia. Incluso en los diccionarios, «viajero» es «el que escribe el viaje». El suyo es un acto creativo de varias vías: cuando viaja, cuando se inventa a sí mismo y cuando escribe. Porque como dice Pimentel, viajar ha sido siempre un acto asociado a la creación (a la fundación de imperios o ciudades, al ensanchamiento del mundo, al descubrimiento de nuevos lugares y hechos), pero el momento culminante del viajero como creador, como autor de algo propio, llega a la hora de relatar su viaje. Es entonces cuando se hace autor, cuando la geografía de los lugares visitados se convierte en su obra.

Por eso los textos de los escritores de viaje rara vez se parecen entre sí, a pesar de que se mueven por una ética común: escribir para viajar y viajar para escribir, contar el mundo. El suyo es el placer estético e intelectual del desplazamiento. Como escribió Michel Butor: «Yo viajo para escribir, no sólo para encontrar temas, materias y materiales, como aquellos que van a la China o a Perú para escribir conferencias o artículos de periódico. Para mí viajar es escribir y escribir es viajar».

El viaje es atractivo en tanto que terreno de creación, de descubrimiento. Viaje y escritura parten de la misma raíz, la curiosidad, ambas constituyen el sentido de sus vidas y ambas son un marco infinito de libertad y expresión. Viajar es crear, es un ready made narrativo: viaje y escritura son sinónimos para los escritores viajeros, su vida y obra se confunden —no son comprensibles la una sin la otra—, y por eso el relato de viaje es autobiográfico casi por definición. Como explicó Saint-Exupéry, se trata de «escribir con el propio cuerpo». Eso que Walter Benjamin llamaba «la huella del narrador» que queda adherida a la narración. También Nooteboom dice que la biografía de los autores no hay que buscarla en las estatuas, sino en sus libros. Y Stefan Zweig se refirió al viajero Casanova como un poeta de su vida.

Pero aunque viajan para escribir y escriben para viajar, no hay que confundir su intención de escritura con una escritura con intención. La literatura viajera, dice Cedric Fabre, da testimonio del mundo, trata de entender los fenómenos de la identidad, el fundamentalismo, la injusticia. No se trata simplemente de evocar el aroma de las especias, sino también de «denunciar». Le Clézio, gran conocedor de las sociedades indígenas de México y Panamá, por ejemplo, ha pasado mucho tiempo con los emberás. Se cuida de no edulcorar su forma de vida, de idealizarlos, pero les presta su voz para defender su cultura amenazada. Hoare hace lo propio con las ballenas. Martín Caparrós recorre el mundo alrededor de los grandes temas contemporáneos: el hambre, el cambio climático, la inmigración, el tráfico de personas, comprometido al modo de Voltaire o Zola, haciendo «uso del capital simbólico del artista para intervenir en la cosa pública, para pensar en voz alta».

Pero esto no quiere decir que sea una escritura comprometida. Si denuncian, no lo hacen tanto para acusar como movidos por el deseo de comprender y dar testimonio. El escritor de viaje está preocupado por la libertad y si toma partido es básicamente por el hombre. Como supo verlo el griego Kazantzakis, su amor por la libertad es tal que se niega a aceptar la esclavitud del alma aunque se le ofrezca a cambio el paraíso: como Odiseo, que renunció a la inmortalidad que le ofrecía Calipso a cambio de suspender su viaje.

El escritor de viajes es, asimismo, testigo de su tiempo. Se preocupa por dar cuenta de lo que ve, sale de sus fronteras para poder contarlo. Heredero del empirismo y el humanismo, sabe de la importancia de su testimonio. Eso también se diferencia del turista, como escribe Caparrós en Contra el cambio«Al turista le ofrecen un menú con dos opciones: visitar restos del pasado humano —ruinas, museos, monumentos varios— o escenarios actuales de la naturaleza —vistas, playas, paisajes—; me gustaría creer que los viajeros quieren saber qué hacen, aquí y ahora, los hombres. El viajero, caramba, sería un humanista».

El escritor-viajero se vale de la subjetividad del poeta o la ficción del narrador, de la pesquisa antropológica, la voz del cronista, la documentación y el contexto del historiador, la fidelidad del periodista al hecho real, la curiosidad sociológica y científica, la conciencia del testigo, el compromiso del corresponsal. Es un narrador: aquel que parte de la experiencia, suya o ajena, y la transmite a aquellos que reciben su historia. Pero ¿qué es lo que escribe? Cada viajero es un mundo y la escritura de viaje es, en consecuencia, tan amplia como el mar por el que navegaba Odiseo. Pero han sido sus relatos los que han dibujado la tierra. Suya es la historia real o la ficción con la que creemos conocer a los Otros. ¿Pero nos han dicho toda la verdad? Esa es otra pregunta. Sea cual sea la respuesta, esos seres poco corrientes, extraviados, temerarios, valientes, trashumantes y vagabundos han inventado el mundo.

Las fotografías de este artículo pertenecen a la serie Little Dudes, de JD Hancock.