Esta crónica parte de dos dificultades y solo quien la lea hasta el final podrá saber si se resuelven o no. ¿Cómo traducir en palabras que la isla de Ormuz es uno de los sitios que más me han impresionado? ¿Cómo describir un lugar a partir de un color? Supongo que recorrerlo de la mano y de los ojos del artista plástico iraní Issa Jangane tuvo algo que ver, aunque también, el empecinamiento por visitarla que me había acompañado desde que visité el país por primera vez. Ormuz. Uno de esos nombres mágicos que obliga a la proyección del imaginario. Centro del mundo en los siglos XIII y XIV, debido a su situación geográfica privilegiada entre el golfo Pérsico y el océano Índico, en cuyo puerto se intercambiaron productos entre Asia Central, India y África Oriental.

Tendría que haberme imaginado qué iban a significar esos días cuando, nada más llegar a Bandar Abbas, en la costa iraní, fui a casa de Issa, abrió el palomar del patio y liberó un ave inmaculada. Voló entre la ropa tendida y con sus alas desconcertadas dio contra el suelo entre las chanclas de colores.

 

—He hecho el palomar para curarlas cuando estén enfermas— dijo.

 

Como apenas hablaba farsi, antes de salir de Shiraz hacia Bandar Abbas, no pude enterarme de lo que me estaban preparando para mi estancia. Sin embargo creía saberlo todo. Pensaba que Issa era una mujer, arquitecta y que me alojaría en su apartamento. Su amigo de Shiraz, el director de cine Kamran Heidari, había hablado con él para que me acompañara durante mi viaje. La música, el alcohol y los colores de los cuadros de Issa que me recibieron en la fiesta de bienvenida me desconcertaron. Tanto que pensé en alojarme en un hotel y descubrir yo sola el golfo Pérsico.

 

—No te olvides— me recordó Issa varias veces después— Nunca fue arábigo, solo pérsico.

 

Ahora veo en la foto de mi portada de Facebook que vestía con el mismo color, azul claro, que el mar que rodeaba la isla. Una claridad inusitada y una imagen benévola del agua que no había visto jamás en Irán. Bandar Abbas era gris, Qeshm era gris, las decenas de barcos monstruosos que enfilaban el estrecho de Ormuz eran grises. Solo los chadores de manchas luminosas, rojas, doradas, moradas y fucsias de las mujeres hacían habitable la atmósfera asfixiante del golfo.

Cuando adiviné la silueta de la isla entre las telas festivas del barco, no pude contenerme y grité:

 

—¡Ormuz!— mientras la señalaba con el índice.

 

Issa sonrió, leyó el traductor de su teléfono y contestó:

 

—El paraíso de la geometría, la isla de 7.000 colores.

 

Un amigo suyo nos esperaba en un coche destartalado. Excitado por el encuentro, tocó la bocina repetidamente cuando nos vio y derrapó con nosotros dentro en la breve recta que unía la dársena con tierra firme. Los restos del fuerte portugués a la izquierda imprimían ciertos tufos coloniales a la primera visión de Ormuz y la hacían más cercana. Solo era una falsa impresión.

Sin compartir la lengua, ni haber estado antes allí, no podía aventurar qué iba a hacer ni adónde iba a ir. Extraña sensación para un occidental, a quien le gusta apropiarse de su tiempo y acciones.

Comenzamos a rodear la isla por la carretera. Sola no lo habría hecho jamás. No creo que me hubiese dado cuenta de que existía una. «En Ormuz no hay nada», decía mi guía de viajes. Dejé que me llevaran y empecé uno de los paseos de mi vida. En mi diario de viajes escribí:

 

Ormuz es un prodigio de formas. Aparecen las montañas de sal. El calor es abrumador. No nos cruzamos con nadie en la carretera. Una neblina de humedad asola el mediodía. Silencio de colores y formas. Montañas ocres, cumbres de sal, arenas rojas. Todo es lunático.

 

Fuimos parando y descendiendo del coche tres, cuatro veces. La primera, di un paseo agachada por una cueva de sal. La segunda, intenté fijar los arcillas con mi cámara fotográfica. La tercera, me senté con Issa en una llanura blanca y pasé la mano por la superficie para sentir el tacto de la sal. Todo lo hacía rápido, el calor cegaba y deslumbraba de tal forma que no podía pensar. Sólo cuando volvía al coche, me daba cuenta del valor que podía llegar a tener aquello a lo que estaba asistiendo. Entonces buscaba a Issa por el retrovisor, le sonreía y él me devolvía la sonrisa.

La última vez que me invitó a bajar del coche pensé en decirle que no. Di por sentado que habíamos dado ya la vuelta a la isla y que era hora de guarecernos del calor y la luz. Sin embargo, sus ojos avispados se achinaron tanto que bajé.

Un espacio rojo caía hacia el mar. En medio, un edificio pequeño lleno de sacos amontonados parecía contener grano. Entramos. Algunos estaban rotos y se había formado una lengua roja de polvo sobre el suelo. Rojo sobre rojo. Las partículas flotaban entre los rayos de sol y se mezclaban, vibrando, entre los destellos.

 

—Es rojo. El mejor rojo del mundo: kermes— dijo Issa.

 

Del fondo oscuro, surgió el único trabajador de la fábrica. Llevaba el cuerpo totalmente rojo teñido por el sudor y el calor. Con las manos encarnadas nos mostró los sacos amontonados. Sus dedos dibujaron estelas entre el sofoco del mediodía.

 

—Solo lleva productos naturales— continuó Issa— Nada de cadmio, únicamente magnesio y sal marina.

 

Como una humorada, el sol que entraba por el techo volvió por unos segundos naranja el kermes. El viento formó una nube y nos siguió hasta el coche envolviéndonos en color. Las partículas llenaron el interior. Nuestro rostro y manos: rojos. Issa se frotó las palmas, se las llevó a la cara y las olió con fruición. Me invitó a hacer lo mismo:

 

—¿Has visto cómo huele el rojo?— dijo aspirando el kermes.

 

Fuimos a comer a una de las pocas casas del pueblo. Nos estaban esperando. Él había sido profesor de dibujo allí hacía muchos años y lo recordaban con gran cariño.

El edificio tenía dos grandes habitaciones impolutas con aire acondicionado. En la que sirvió como comedor, nos esperaban los padres y una ex alumna de Issa. Era bellísima. Mientras se saludaban efusivamente, aproveché para dejarme caer en una esquina agotada por el calor y observarla. Sus dedos larguísimos tecleaban el móvil con elegancia y hacían y deshacían el chador sobre su cuerpo. Se movía magnífica en el espacio vacío. Me imaginé cómo debía bailar. Entre la limonada y el arroz, me preguntó:

 

—¿Estás casada?

—No.

—¿Por qué?

 

Estaba tan cansada que, para no dormirme, decidí darle un giro nuevo a la conversación que había mantenido tantas veces antes y contesté:

 

—Viajo mucho. ¡Quién querría estar casada con alguien que viaja tanto!

 

Se echó a reír y lo tradujo del inglés al farsi a sus padres para reírnos juntos.

Antes de irnos a descansar al otro cuarto con las mujeres, Issa le preguntó si tenía novio. Rápida, felina, como los movimientos de su cuerpo, contestó:

 

—No. Quiero viajar mucho. ¡Quién querría vivir con alguien así!

 

Se acercaba la puesta de sol e Issa me invitó a dar una vuelta en barca alrededor de la isla. Rodeé los 42 kilómetros como si fuera a verla por última vez. Qué puedo escribir ahora sobre ello. La memoria no sirve, la elaboración literaria queda corta. Reproduzco las palabras que escribí en mi diario, están más cerca de la experiencia:

Creo que es el paisaje más extraño y silencioso que he visto jamás. Las formas geográficas de este paraíso se recortan en estratos horizontales y colores infinitos. El viento es mayor, las olas más grises y los acantilados y formas se aproximan a nosotros para sentirlos aún más lejanos. El espectáculo. Aunque lo vemos desde la barca, se anuncia absolutamente inaccesible. Nada brilla, nada es transparente. Todo está envuelto por el filtro de la sal y el calor. Las olas hacen saltar la barca. El agua entre las formas de la isla y nosotros. Separados.

A la vuelta, en el pequeño embarcadero, unas mujeres y niños rebuscaban entre el pescado que había sobrado de las barcas, y separaban las famosas gambas de Ormuz de la morralla. Ya no quería ver nada más, pero alguien se empeñó en mostrarme el Fuerte de los Portugueses. De noche, en una oscuridad absoluta, paseé tropezándome por el recinto. El material militar estaba siendo extraído y se mostraba recuperado y solícito en una sala. Parecía haber vivido ajeno a todas las formas del paisaje que se encontraba a sus espaldas.

Issa me propuso que nos quedáramos a pasar la noche, podíamos dormir en casa de sus amigos. Pensé en cómo me sentiría al levantarme en Ormuz y tener la posibilidad de verla de nuevo. ¡Cómo me gustó! Sin embargo y a pesar de las semanas que llevaba de viaje, actué como lo habría hecho en mi casa, como si tuviera algo que hacer, una obligación ineludible, y preferí volver.

Nos sentamos en la cubierta del barco. La humedad y el calor seguían siendo los mismos, pero ya no hacía falta protegerse del sol. Atravesamos el estrecho en la oscuridad. El barco se balanceaba y daba pequeños saltos, los cuerpos lo seguían; el pelo, sin embargo, se dejaba llevar por otras corrientes. Issa pintaba, yo reflexionaba y alguien, no muy lejos, envuelta en manchas de colores, suspiró.