Dijo en una entrevista Le Clézio: «No es de gran importancia definir qué es una novela y qué una novela corta, porque lo que importa es el ritmo». Los géneros son todavía menos relevantes en la tradición inquieta. Se impone lo rítmico: el latido o el pestañeo o la escritura manual o el tecleo o la penetración se corresponden con el paso, con el pedaleo, con el giro de la rueda, con el avance del avión o del tren. Juan Goytisolo ha declarado que toda su obra es literatura oral, poesía, más allá de las etiquetas «ensayo», «novela» o «crónica». Escritura en movimiento. Con la conciencia de que también la hoja —en el papel o en la pantalla— es un espacio para ser recorrido. Conciencia visual: en los cuadernos del Cabo de Hornos del artista Titouan Lamazou, del año 2000, el palimpsesto de géneros remite a la misma superación de límites tradicionales. Dibujo sobre fotografía o sobre mapa; texto junto a acuarela; lecturas superpuestas para dar cuenta de una escritura del espacio que, por la velocidad de su inquietud, se atropella, se acumula, se contradice, se expande. Era la cuarta vez que Lamazou visitaba Tierra de Fuego: el metaviajero no descubre, rescribe. No va, regresa. Y cada regreso acumula un estrato.

Dicho esto: ¿Cómo describir la obra de Peter Beard? Estudió Bellas Artes en Yale, pero se formó sobre todo viajando. Estuvo en África por primera vez en 1955; muy pronto invirtió en una propiedad que le sirviera como base de operaciones. Si la genealogía que empezaba a asumir como propia había mapeado y explotado el continente, cazado en él e inventado una mitología en términos de conquista, Beard descubriría pronto que podía intervenir en una dimensión de lo real que todavía no había sido suficientemente explotada en África: la gráfica. Sus miles de fotografías del paisaje humano y natural de Kenia y los países limítrofes le bifurcaron: le condujeron a Vogue, pero también desembocaron en dos libros fundamentales sobre la ecología africana.

Es autor de The End of the Game (Taschen, 1965), cerca de trescientas fotografías que testimonian la destrucción de África a través de la figura del elefante, acompañadas de textos críticos y, contradictoriamente, de la celebración de ciertas formas de caza aristocrática, ya extinguidas; y de Eyelids of morning (New York Graphic Society, 1973), en cooperación con Alistair Graham, que indaga en las relaciones entre cocodrilos y hombres, de nuevo a través de la yuxtaposición de textualidad, fotografía y fuentes iconográficas diversas (tiras cómicas, cartografía, dibujos naturalistas, gravados antiguos). Pero, sobre todo, es autor de infinidad de diarios, con los que ha construido su inusual y cuestionable espacio en la historia del arte occidental; y su original e incuestionable lugar en la tradición inquieta. El primero lo escribió a los diez años, durante unas vacaciones en South Carolina: a las anotaciones les sumó pelos de caballo. A sus más de setenta años, continúa elaborando sus cuadernos, que ahora comercializa Taschen en ediciones seleccionadas y facsímiles (después de cinco años de deseo, finalmente encontré una edición asequible, de oferta, el pasado diciembre, en el Pompidou: uno viaja, también, para encontrar los libros que ha deseado).

A sus tres maestros reales, no obstante, los frecuentó fuera del aula. Andy Warhol le enseñó la forma: las claves de la producción posmoderna y la importancia de que el artista constituya la marca de sí mismo («nunca pensé que mi taller pudiera ser mejor que el de Andy», ha declarado Beard, «pero sin duda lo fue», en referencia a su casa de Montauk, que ardió a los cinco años de ser inaugurada, con dos décadas de diarios en su interior). De Francis Bacon, en cambio, aprendió el contenido: la experimentación, la perspectiva, la deformación, el trabajo obsesionado. De Karen Blixen, por último, obtuvo una forma de habitar en el Continente Negro, entre colonial, empática y automitificadora. La soledad africana de Beard siempre ha sido contrapunteada con la compañía de celebridades en Estados Unidos y Europa: Salvador Dalí, Truman Capote, Tina Turner, Mary Hemingway o Jacqueline Kennedy Onassis son algunos de los personajes que han acompañado al artista inquieto en su ruta particular por lo más profundo y lo más superficial del ser humano. Su primer y glamoroso matrimonio lo filmó Jonas Mekas. La película se tituló La boda de Peter.

Entre dos residencias principales, en Estados Unidos y en Kenia, el cuerpo y los diarios de Beard se dividen entre el Occidente aristocrático y sofisticado y el Continente Negro en su faceta más animal y salvaje. Pero el fotógrafo de moda y el artista de Taschen también viaja por otras coordenadas: Haití, Europa, Egipto, Japón. Cada viaje se traduce en una semiótica compleja: recortes de periódico, lenguas diversas, viñetas, hojas, piedras, manchas, fluidos corporales, fotocopias, envoltorios, cortezas, piel de serpiente, imágenes propias en formatos diversos y, sobre todo, la caligrafía minúscula que ancla el collage en el género del diario íntimo, hilo conductor de toda una vida de escritura espacial y de investigación artística, género superado o expandido, personal.

Los conflictos internos de Beard se evidencian en esas páginas saturadas de información. Los pechos de las mujeres africanas, sus cicatrices, se espejean en los cuerpos esculpidos de modelos blancas; la pornografía y la orgía consumista tienen su reverso en los animales salvajes de safari; la publicidad y los cómics contrastan con el herbario o con las fotos de época. Famosos y anónimos, hombres y animales, sociedad de consumo y naturaleza desnuda, violencias diversas que se comunican, se amplifican o se neutralizan según el sistema de tensiones del collage llevado a sus últimas consecuencias. Los conflictos, obviamente, no se resuelven: el arte inquieto trabaja en su denuncia, acentúa su aura interrogante. Continúa recorriendo los kilómetros que separan toda pregunta abierta de la siguiente interrogación retórica.

En su autorretrato más célebre, Beard escribe relajadamente en su diario con la mitad inferior del cuerpo sumergida en las fauces de un cocodrilo. La fotografía está intervenida: de la punta de la pluma mana un hilillo de sangre. Portavoz o ventrílocuo del mundo animal, Hermes o Narciso, aquelarre de todos los materiales que borrosamente configuran la inquietud, Peter Beard —no obstante— se revela menos en ese autorretrato que en los lienzos que le dedicó Francis Bacon en los años 70 y que los propios diaries reproducen, insistente, enfermiza y necesariamente. El bello rostro del viajero es estirado, deconstruido, como si se tratara de dar cabida también al fotógrafo de moda y al fotorreportero y al esnob y al artista plástico y al donjuán y al naturalista. Como si todo eso pudiera caber en un rostro, de igual modo a como cabe en un sinfín de páginas de diario. Si quiere entender a qué me refiero, no tiene más que buscar esos cuadros en internet, en cuanto llegue a este punto y final.