Vielha tiene algo diferente. Parece que las casas, su peso, la gravedad, han ido hundiendo poco a poco el terreno, tallándolo minuciosamente hasta convertirlo en un valle. De piedra gris, cada vivienda parece un fragmento de alguna de las rocas imposibles que sobresalen en la cumbre de los picos alrededor. Un trocito del Parros, otro de la Pincèla y hasta del Marimanha. Integradas, como si la propia naturaleza hubiese decidido que justo ahí debía haber una zona habitada. Pero la guía nos explica que, en realidad, la Val d’Arán se caracterizaba por el color blanco, por fachadas y muros encalados; y que lo de descubrir la piedra fue ya una moda de los 70.
Al subir la montaña, conforme se acerca la estación de esquí de Baqueira, los edificios cambian, y aunque siguen siendo de piedra, se vuelven más altos, un poco menos auténticos pero con mayor capacidad y sobre todo más hoteleros. Porque en determinadas fechas, sobre todo en la temporada de invierno, la Val d’Arán quintuplica su población. Las segundas residencias y los pueblos casi deshabitados cuelgan aforo completo. Hoy, la Val d’Arán es una de las zonas más populares del Pirineo Catalán y Vielha es su centro neurálgico.
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Vielha es una villa orgullosa. Pero no es orgullosa sólo por tener un tamaño lo bastante pequeño como para conservar su encanto de pueblo y lo bastante grande como para estar llena de vida. Y no sólo por su característico río Nere, que desemboca en el Garona y que, a diferencia de todos los de este territorio, acaba en el Atlántico y no en el Mediterráneo. Es orgullosa, sobre todo, porque, como capital del valle, simboliza el paréntesis político y geográfico que supone la Val d’Arán: la región catalana localizada que aparece en el mapa como una hendidura en Francia. La de la Era Querimónia —la Carta Magna emitida por Jaime II de Aragón en 1313—, gracias a la cual este territorio nunca fue feudal y, por tanto, todos los terrenos del valle siguen siendo, todavía hoy, comunales; cada montaña, pico y explanada pertenece a la región. La de la lengua propia, el aranés, oficial junto al catalán y al castellano. La que, durante muchos años, estuvo casi aislada. Contaba sólo con dos vías de acceso: el paso de la Bonaigua, comunicación natural marcada por el cauce del río, y el túnel, que en invierno quedaba bloqueado por la nieve.
Aigüestortes y la Vall de Boí
Sonido ambiente: aleteo de aves. Brisa. Huele a hierba y líquen, a humedad de montaña, y se respira aire purísimo. De lejos, el ruido del agua cayendo con fuerza delata a una de las grandes cascadas del Parque Nacional de Aigüestortes. Más de 100 kilómetros cuadrados —con zonas habilitadas para que los visitantes alteren lo menos posible el entorno— de pequeños lagos y estanques, montañas y algunos de los picos más importantes de Cataluña como el Gran Tuc de Colomer, el de Contraix o el Encantats.
Alzar la vista hacia las montañas de Aigüestortes es como buscar constelaciones en una noche estrellada y esperar paciente a una estrella fugaz. Sin apenas esfuerzo, se ven vacas, ovejas y pájaros que las sobrevuelan atentos, y hasta se distingue la infinidad —o al menos eso parece— de tonalidades de verde en los árboles. Pero, con paciencia, también es posible que, de forma efímera, aparezca un ciervo entre los arbustos.
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Durante todo el verano las montañas son las protagonistas de la Vall de Boí: las del Parque Nacional de Aigüestortes por las actividades de senderismo y las que van desde Boí hasta Durro, un poco más abajo, por las fallas. Desde el mes de junio, se iluminan por el fuego y la fiesta: las populares hogueras de playa que celebran la llegada del verano en la noche de San Juan tienen su homólogo en la montaña.
El «faro», un enorme cono formado por varios pinos secos, corona el punto más alto de Durro, un pueblo sin explotar aún por el turismo de montaña, de casitas de piedra marrón que se amontonan como una colmena en una de las laderas. En pocos días, este «faro» arderá, con el fin de que los jóvenes del pueblo —sólo los locales, una propuesta para prevenirse ante la turistificación y el éxodo rural— prendan sus fallas, los enormes troncos con los que irán corriendo montaña abajo, portando el fuego hasta llegar a la plaza del pueblo, donde lo lanzarán a una hoguera. Una antigua tradición que desde 2015 ha sido registrada como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO.
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Aunque durante los meses estivales las montañas se tiñan de naranja, el marrón es sin duda el color característico del valle y del románico que está sobre-representado, en el mejor de los sentidos, en toda esta zona. Es casi impensable que alguno de los pueblos de la Vall de Boí no tenga un estrecho campanario, de al menos seis alturas, adyacente a su respectivo templo. De todo este patrimonio, el máximo exponente es Sant Climent de Taull. Aunque sus pinturas se encuentran en el Museo Nacional de Arte de Cataluña en Barcelona, Sant Climent ofrece la instalación de un video-mapping, una conjunción entre el siglo XII y la actualidad, que recrea sobre los muros desnudos las pinturas del ábside central, completando así la experiencia.
Solsona
Solsona es un pueblo con gusto por el espectáculo y las historias algo surrealistas. Un primer ejemplo para empezar: la catedral la comparten dos vírgenes, —la de la Merced y la del Claustro— entre las que hay una gran competitividad. Cuenta una leyenda local que tal era el enfrentamiento que en 1144 los devotos de la Merced escondieron la imagen de la Virgen del Claustro en el pozo de la iglesia, donde permaneció meses y meses. Parecía que todos sus fieles ya la habían olvidado hasta que se obró el milagro: la Mare de Déu del Claustre salvó a un niño que cayó al pozo. Desde aquel día fue tan reconocida que se convirtió en la patrona de la ciudad. Más peripecias históricas: en el siglo XIV, los vizcondes construyeron las murallas de la ciudad del revés, y todo un barrio tuvo que trasladarse porque se habían quedado fuera del pueblo. Y en la actualidad siguen en la misma línea: cuando alguien importante visita la ciudad, dos hombres vestidos de época le reciben lanzando dos disparos al viento. Una forma de que a ningún vecino se le pase por alto tal acontecimiento.
Solsona, apenas a una hora de Barcelona, se encuentra en un entorno privilegiado tanto por su paisaje como por su patrimonio
Pero quizás es durante el carnaval cuando esta faceta alcanza su máxima expresión. Aunque, en el imaginario colectivo, Río, Cabo Verde o Gran Canaria aparezcan como referente, aunque el más largo sea el de Montevideo, o el más divertido el Mardi Gras de Nueva Orleans, los habitantes de Solsona se imponen en la agenda: «Aquí, en carnaval, durante una semana el pueblo lo toma la gente», asegura uno de los vecinos. Y entre los correfocs, los gigantes y cabezudos hay una tradición que destaca: la penjada del ruc. Cuenta la historia que los vecinos querían limpiar la hierba que crecía dentro del campanario, pero el acceso era muy complicado. La solución que acordaron fue atar a un burro de una cuerda y tirar, tirar, tirar hasta subirlo para que él se ocupase de pastar la hierba… Pero antes de que esto ocurriera, a medio camino, el burro orinó sobre todos los asistentes. Hoy en día, en los carnavales se reproduce la misma situación (con un animal de cartón piedra).
Solsona, que está apenas a una hora de Barcelona, lucha por mantenerse viva: hay propuestas de inserción laboral, de producción local y difusión del territorio en un entorno privilegiado, tanto por su paisaje como por su patrimonio. Cuando el viajero que vuelve del Pirineo entra en Barcelona, llega el contraste. Vuelve el ruido de la metrópoli, las riadas de turistas, vuelve el tráfico, el Modernismo y los rincones urbanitas. Pero ya sabe que, a sólo un paso, esperan un paisaje y un ambiente totalmente diferentes. Para desconectar, disfrutar de las vacaciones o, quién sabe, cambiar de vida.
CON LA COLABORACIÓN Y DE AGENCIA CATALANA DE TURISMO Y VISIT PIRINEUS