Pudahuel es una de las comunas periféricas de la ciudad de Santiago de Chile. Alberga al aeropuerto internacional Nuevo Pudahuel; puerta de entrada y salida al país. Para muchos chilenos y extranjeros es solo un lugar de paso. Una parada obligada en el camino. Para mí, Pudahuel es parte de mi historia, es el lugar donde nací y me crié.

Recorrer Pudahuel es toparse con franjas de tierra, bolsas de basura, escombros apiñados junto a un poste de luz, perros vagos hurgando con el hocico las bolsas de basura, botillerías, el olor a pollo a las brasas con papas fritas que invade la atmósfera, ancianos y madres con coches esperando en una sala de espera de un consultorio, mujeres haciendo la fila para comprar pan para tomar once.

Avenida San Pablo es el cordón umbilical de Pudahuel. Una calle larga que está poblada de diversos comercios y casas y que cruza además otras comunas, como Santiago, Quinta Normal y Lo Prado. El verde no es un color que predomine en la paleta de la comuna. Eso queda en evidencia en las escasas plazas y parques que se pueden contabilizar. Hay canchas de fútbol, pero sin césped, con arcos sin red y carcomidos por el óxido. A lo lejos uno divisa algún escuálido pimiento, un agave con bordes amarillos y melias, un árbol ornamental inmune a las heladas y sequías y cuyo fruto amarillento —y tóxico, si se ingiere— era utilizado en la antigüedad para la elaboración de rosarios. Las vecinas parecen resistirse a la idea de la escasez verde y riegan todo lo que encuentran a su paso: tierra, cemento, el estacionamiento, el vehículo que está detenido en la calle, las baldosas… Y el agua corre junto a la cuneta, arrastrando la basura y la espuma del champú para autos.

Pudahuel es un vocablo mapudungun que quiere decir «lugar donde se juntan las aguas» o «lugar de charcos». En invierno es cuando más se aplica este dicho a la realidad. No es extraño que las calles o pasajes se aneguen. Los pudahuelinos se las arreglan para sortear con éxito las pozas de agua: los más atléticos o aventurados dan un salto largo, ponen tablas de madera, o se suben a un triciclo que te transporta de una acera mojada a una seca, a cambio de una modesta propina. En los locales comerciales una alfombra de aserrín da la bienvenida a la clientela. El frío tampoco da tregua. Es habitual ver a los temporeros y obreros madrugando, tomándose un café caliente con unas sopaipillas cerca del paradero, esperando que llegue la micro. Luego, cuando suben, van de pie o sentados, dormitando, equilibrando la vianda de aluminio donde llevan su comida en el regazo, como un acto reflejo. Las ventanas van empañadas. El frío se cuela hasta los huesos y en las pieles más delicadas germinan sabañones.

Pudahuel en el vocablo mapudungun quiere decir «lugar donde se juntan las aguas» o «lugar de charcos». En invierno es cuando más se aplica este dicho a la realidad

En contraste, el verano es conocido por registrar altas temperaturas. Los pudahuelinos compran helados, cervezas, bebidas y ponen el ventilador a su máxima potencia. A veces instalan una piscina de lona para que los más pequeños de la casa se den un chapuzón refrescante. La poca vegetación no ayuda. De aquí también se entiende el por qué Pudahuel es una de las estaciones de medición meteorológica.

La alegría y la picardía son dos de los sellos de los habitantes de esta comuna. Sin dudas, el lugar donde más se plasma esto es en la feria. En la madrugada se puede oír a lo lejos el sonido de los carretones, el chirriar de las ruedas contra el asfalto. El traqueteo de las estructuras de metal en movimiento. Luego viene la ceremonia del despliegue, que finaliza con la instalación del toldo. Una de las ferias más concurridas es la de calle Santa Victoria: allí está el casero o casera de toda la vida al que le guardan el pescadito fresco recién fileteado, el que compra uña de gato o una piedra de vaca para la parálisis facial, la que escoge con infinita paciencia prendas de ropa americana amontonadas en una pila.

¡Mamita, tomémonos un juguito de mote con huesillo! Cómprame un cuento, el de los tres chanchitos. Quiero una tirita de vitamina C. Pruebo la pastilla de vitamina rosada, luego la verde, la amarilla y la más extraña, la de color azul. Saco la lengua que, a estas alturas, ya parece un arcoíris.

El sol golpea fuerte. Los feriantes se disputan la atención de los potenciales clientes. ¡Casera, caserito, los mejores precios, venga por la lechuga más tierna y fresca acá! Parece que el apellido le da un plus a cada producto: el tomate limachino, la palta Hass, el melón calameño, corazón de paloma (cerezas de un tono más blanco), la papa coraila. En el puesto de las flores veo una buganvilia de color blanco, pero en sus flores aún se trasluce un espectral tono violeta. Rastros de un injerto mal terminado, un pequeño Frankenstein con espinas en pleno siglo XXI. Después un torrente de imágenes me envuelve: huevos, aceitunas, cebolla en escabeche, ensaladas preparadas, papel higiénico, lavalozas, hieleras y pelelas de plástico, jaboneras, el olor penetrante del orégano, una persona en silla de ruedas que repara y confecciona llaves, limones en malla, ropa interior dentro de cajas de plátanos, rayadores, medicamentos, semaneros que venden muebles a crédito, olor a cabritas, pinches, perritos para colgar la ropa, bolitas de juguete, caldos Maggi desperdigados sobre un mantel, almejas babeantes que abren y cierran sus conchas y una canción de Leo Dan que imprime un toque melancólico al ambiente, cómo te extraño mi amor, ¿por qué será?

¡Ay Pudahuel! Los niños corren a la búsqueda de un volantín errante. De vez en cuando emerge un avión que surca el cielo. Se oye el tañido de una campana que anuncia la misa de mediodía. Un anciano cruza la calle sin mirar el semáforo en dirección a la farmacia. El curaito de siempre que pide dinero en la calle y sonríe mostrando una boca desdentada. Al fondo, la copa —el depósito elevado— de agua inamovible que ya forma parte del paisaje. En una esquina ya están los evangélicos vestidos de etiqueta, despertando con sus guitarras, panderos y cánticos a toda la cuadra. Una pareja de jóvenes regresa desde el persa San Francisco con una bolsa de plástico transparente que contiene un jeans y pantalones de camuflaje.

Una mujer con bastón entra al Cementerio Municipal, lleva un ramo de claveles en uno de sus brazos. Camina con parsimonia, esquivando los accidentes del camino, se moja la cara en el pilón a modo de pausa. Un gato duerme encima del asiento de una moto. Pareciera haberse mimetizado con la misma quietud de las personas que asisten al cementerio. Pienso que este lugar es un buen sitio para venir a leer. Se escucha el sonido agonizante de una tarjeta navideña. Veo unas flores artificiales desteñidas por el sol implacable.

Al caer la noche, se sienten fuegos artificiales que anuncian la llegada de la merca. Es un sonido que se ha hecho tan cotidiano como el ladrido de un perro y que no discrimina comuna o sector. Salen los últimos clientes de una barbería colombiana. El mall chino se prepara para terminar su jornada; ni pensar que hace un tiempo atrás cobijaba en sus paredes una escuela. Deambulan una pareja de ancianos que recoge cartones para subsistir.

Una viejita vende helados en barquillo a la salida de un colegio. Está vestida completamente de blanco. La cuchara para helados hace una hendidura en el camino tricolor que asoma dentro de una caja de plumavit. Arrastro con la cucharita de plástico el helado de vainilla, chocolate y frutilla que sobresale en mi Dulcono Roma. Mi helado comienza a llorar, me mancha las manos. Me seco con las servilletas y recuerdo que esa señora ya no existe. Que vive dentro de mí. Que es una vecina que veía a diario en mis trayectos por la calle. Recuerdo su cara tostada, sus anteojos ópticos y su paciente espera frente al portón, con las manos dentro de los bolsillos de su níveo delantal. Los padres conversan frente a la reja, casi formando un fuerte que dificulta el paso de los peatones. Una campana o un timbre vaticina la estampida. Salen los estudiantes con sus mochilas colgantes. Caminan hacia sus padres. Algunos les piden un helado. Se acercan al carrito. Todos los días cambian los sabores: chirimoya y naranja, mora y crema. Combinaciones ideales para que el niño o la niña se incline por el barquillo doble y no el simple.

¡Tata, cómprame un helado! Y, mientras me relamía imaginando el helado, pensaba qué hace una persona de su edad trabajando tan duro, de sol a sol en Pudahuel, con sus calles polvorientas, con sus blocks y sus planchas de zinc, con sus grafitis que abundan en las paredes, en este lugar tan apartado, tan retirado del centro de Santiago. Veo de nuevo la copa de agua que me mira desde lejos, como un espectro. Pienso que es un ser que siempre aparece a distancia y que como una cicatriz nos recuerda quienes somos y a que lugar pertenecemos.