El sol ha salido y nos muestra la actividad de primera hora de la mañana, más bien escasa. Una columna de humo se eleva desde el tejado de una central de carbón pequeñita que envía calor a las casas. Si se parase, el hielo no tardaría en comerse a bocados las paredes de las habitaciones. El repartidor de pan aparca su furgoneta, sin apagarla, delante de la tienda del pueblo y descarga un par de cajas.

—¡Claro que trabajo! ¡Siempre! Tengo que hacer llegar el pan a los pueblos de la zona. ¡Incluso el otro día, que estábamos a 62 grados bajo cero!

Delante de algunas casas hay bloques de hielo que los mismos vecinos cortan, y que serán su agua corriente. Muchos no tienen duchas, pero sí una bania. En los patios también suelen tener agujeros bajo tierra, que les sirven para depositar la carne de su ganado y el resto de productos que se mantendrán siempre a unos 20 grados bajo cero, también en verano, gracias al permahielo que les hace de frigorífico. También tienen cerca un aeropuerto pequeño que construyeron los prisioneros en tan sólo cuatro meses en 1941. Había distintas pistas de aterrizaje en la región que también utilizaban pilotos nordamericanos. Era la connexión Alaska-Siberia, muy transitada durante la Segunda Guerra Mundial. Es evidente que Oimiakón ya no es lo que debió ser. El alcalde del distrito, Sivtsev Innokenti, reconoce que ha perdido vitalidad.

—Con la caída de la Unión Soviética, muchos de los pueblos que teníamos en la región fueron abandonados. Nuestro distrito ocupa un área como Grecia entera, tenemos municipios separados por 500 kilómetros. Aun así, tenemos actividad, aunque no se pueda ver al pasear. Nuestra región es industrial, de ello depende el 80% de nuestra economía. La principal fuente de ingresos son las minas de oro. Además, explotamos antimonio, cosa que muy pocos territorios pueden decir. ¡Y tenemos el frío! Quizás gracias a esto viviremos más años. Estas condiciones tan duras han influenciado, claro, en el carácter de la gente. Nuestros ciudadanos son gente valiente, trabajadores incansables y siempre dispuestos a ayudarse unos a otros. De cara al futuro inmediato, es innegable que ser el punto habitado más frío del planeta nos hace famosos. Para nosotros, el sector más esperanzador es el del turismo.

Entre que es un día laborable y que la frontera rusa está cerrada por la covid-19, seguramente sea el único extranjero ahora mismo en Oimiakón. El pueblo tiene unos quinientos habitantes y cada año pasan por aquí unos trescientos turistas de otros países. Se les obsequia con un certificado municipal que acredita a qué temperatura se han expuesto aquí. Uno de los atractivos para los visitantes es bañarse en el río que da nombre al pueblo y que, curiosamente, por obra de las aguas termales, nunca se congela. También se pueden entretener comprobando cómo de rápido queda petrificada la ropa si se tiende mojada. Al cabo de poco rato, ya se puede desgarrar como una hoja de papel. Otro experimento consiste en dejar un rato un plátano y un pimiento a la intemperie y, poco después, utilizar el plátano como martillo para clavar un clavo en la madera y, con un golpe seco, romper el pimiento en mil pedazos, como si fuera de porcelana. Los adictos a las redes pueden subir al instante todos los vídeos, si el móvil no se muere de frío, porque desde hace un par de años en Oimiakón hay internet.

CC Ilya Varmalov

Un grupo de vacas desfilan, dirigidas por un perro, hasta el río que no se hiela. Yevdoquia Zakharovna se queda esperándolas en el establo.

—En invierno se limitan a sobrevivir. Las dejamos ir a beber solo una vez cada dos días, porque hace mucho frío. Pobres criaturas, me dan mucha pena. Aunque les alimentemos, como salen menos, también comen menos, y el resultado es que en invierno dan muy poca leche. Nos alimentan a nosotros, a la familia. En cambio, en verano, podemos vender mucha leche. Somos felices, aquí, el aire es muy limpio. Por otra parte, estos cambios de temperatura que tenemos no se si son muy buenos para la salud. Veo que últimamente hay mucho infartos. Puede que estén relacionados con el hecho de que, en verano, podemos tener más de veinte grados de diferencia entre la noche y el dia.

El termómetro se ha relajado. Estamos a 45 grados bajo cero. La diferencia se nota. Un pequeño respiro. En otro establo, Mikhail Itigelov, cubierto en pieles, nos muestra un espectáculo que nos asegura que solo se puede ver aquí. Caballos autóctonos de Yakutia, los únicos que pueden resistir estas temperaturas. Incluso los analfabetos en fauna notamos a simple vista que estos caballos tienen un pelaje distinto.

—Son pura raza, nunca se han cruzado con otra variedad. En verano acumulan mucha grasa y tienen lana, una piel similar a la de los animales que se cazan para hacer abrigos. Por eso resisten bien los sesenta bajo cero.

CC Marten Takens

Mi estancia en Oimiakón llegaba a su fin y todavía no había resuelto el enigma que me perseguía desde que aterricé en Yakutsk, una semana atrás: ¿Por qué? ¿Quién decidió establecerse aquí? ¿Cómo llegó a la conclusión de que era un buen lugar donde vivir? ¿Se le puede llamar vida, a eso?  Hace 16 años que Tamara Vassilieva se dedica a acoger turistas. Es miembro de la Sociedad de Geología y ha escrito una docena de libros sobre Oimiakón y la república de Sajá. Tiene 74 años. Su padre, por cierto, era meteorólogo. La temperatura más baja que experimentó Tamara Vassilieva: 68 grados bajo cero. Para responder a mis preguntas se ha puesto la chaqueta de la que cuelga una colección entera de condecoraciones.

—Cuando a mediados del siglo XVII llegaron los primeros exploradores, ya encontraron yakutos, aquí. Eran nómadas que con sus renos buscaban lugares para cazar y comerciar las pieles de los animales. Poco a poco, la gente fue fijando residencias, aunque vivían todavía muy separados los unos de los otros. Querían tener el bosque cerca para conseguir leña y madera fácilmente, y también campos para las pasturas. A principios de los años 30 del siglo XX se produjeron dos hechos decisivos: la colectivización de las granjas y la educación obligatoria para todos los niños a partir de los ocho años. En 1931, Oimiakón tuvo su primera escuela y las familias fueron acercándose progresivamente. Los niños venían andando diez, veinte kilómetros. Incluso yo recuerdo que tenía compañeros de clase que llegaban desde muy lejos. Había muchas liebres y nos hacíamos la ropa con sus pieles. Nos salvaba la vida y era cómoda. Todo se hacía con materiales naturales. Hoy, si enviases los alumnos del pueblo a siete kilómetros, no sobrevivirían. Quieren ir a la moda y utilizan ropa sintética. Y las familias ya no salen a cazar para tener pieles.

—Tamara Vassilieva, hoy he visto unas vacas que sufrían por el frío. Y poco después, unos caballos muy bien adaptados. Yo, que he nacido en el sur de Europa, estos días me he sentido como una de esas vacas rodeada de todos ustedes, caballos perfectamente habituados a este clima. He encontrado un estudio científico que afirma que tienen algunos genes que se han ido modificando para resistir mejor al frío, que aprovechan mejor la grasa de su cuerpo… ¿Es ese, el secreto?

—Una vez me dijeron que tenemos las venas más hundidas, más alejadas de la piel, y que eso es una diferencia significativa. Pero yo no he estudiado y no se lo puedo confirmar. Lo que sí le aseguro es que, anatómicamente, usted y yo somos iguales. Tenemos sangre roja circulando, los mismos órganos vitales, cabeza, brazos… Pero nos hemos adaptado al frío extremo. Sabemos cómo vestirnos y cómo comportarnos con estas temperaturas. Es una experiencia acumulada de muchos años que ha ido pasando de generación en generación. Vivimos en un clima que obliga a luchar para sobrevivir. Por eso tenemos una relación tan especial con el fuego. A través de las llamas nos relacionamos con los dioses para que nos protejan de las heladas.

—¿Y no se cansa, de esa lucha perpetua? Si le ofreciesen una casita delante del mar, en un lugar de clima agradable, ¿no le gustaría retirarse allí?

—No iría para nada del mundo, ni pensarlo. Me gusta mi tierra, Oimiakón. Con mi marido habíamos ido, de vacaciones o por trabajo, a lugares donde hacía ese buen tiempo que dice y mi cuerpo no se adaptaba bien. Era contraproduciente. En lugar de descansar, al contrario, era un impacto negativo para mi organismo. Estoy enamorada del aire de las montañas que tenemos aquí cerca, cerca del río. Por la mañana salgo a respirar ese frío tan puro. Si me sacan de aquí me falta el aire, es como si me encerraran entre cuatro paredes.

 


Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Rincones: Rusia

Fragmento del libro Rússia, l’escenari més gran del món (Ed. Ara Llibres, 2021)

En la cabecera: Paisaje de la región de Oimikrón (CC Marten Takens)