TRES CRUCES, JUJUY
La superficie es blanca refulgente, impecable, implacable. A veces la belleza es así: la perfección impenetrable. Entonces, la belleza es espanto.
Aquí, en las Salinas Grandes, el mundo se hace blanco despiadado: plano enorme vacío, claro como una pesadilla, sereno como no se puede ser sereno, inmaculado. Aquí el blanco tiene la majestad de lo inmutable. Y, sin embargo, algo pasó: la belleza perfecta es el relato de una catástrofe —de un cambio desmedido.
Bajo el blanco se mantienen sus restos: agua llena de sal. Aquí hubo, alguna vez, hace miles de años, un mar bullendo de peces y de plantas. Aquí hubo, entonces, aquella vez, un cataclismo que encerró el mar entre montañas que crecieron de pronto, con ríos de lava y fuego y estallidos. Aquí hubo, después, durante siglos, la agonía silenciosa de ese mar: cegado, vuelto isla, sus aguas fueron concentrando sus sales y matando la vida que tuvieran. Aquí hubo, en el final, ahora, una capa de belleza blanca que terminó la historia.
–Y sí, venimos cuando necesitamos. Total, la sal siempre está ahí.
El mar quedó encerrado bajo la capa blanca, invisible, callado, pero sigue ofreciendo: la salina es su espuma. Una docena de hombres la recoge.
Las Salinas Grandes están en el medio de ninguna parte pero muy altas, más de 4.200 metros sobre el nivel del mar, perdidas en la Puna, a dos o tres horas de viaje por camino de tierra desde la quebrada de Humahuaca. A la vera de las Salinas hay un pueblo, o algo así como un pueblo: Tres Cruces tiene cincuenta o sesenta habitantes, quince casas de adobe, los postes de la electricidad, una cabina de teléfono, ni agua ni cañerías. Hay una escuela pero ahora está cerrada; ningún transporte público llega hasta estos peladales y casi toda la comida se compra, una vez por semana, en Purmamarca. El pueblo se formó para que vivan los saleros: la docena que cosecha la sal, que excava la belleza.
San Isidoro de Sevilla escribió, en el siglo VIII, que «no hay nada más útil que la sal y el sol: de la sal viene todo deleite y de ella recibió su nombre la salud»; no decía nada nuevo. Desde siempre, los hombres supieron —porque los animales lo sabían— que la sal era imprescindible para la supervivencia: la extracción y el comercio de sal estuvieron entre los primeros trabajos de la Historia. De la sal viene, por ejemplo, la palabra salario: el equivalente en monedas del puñadito de sal que cada día recibía un soldado romano. La sal era, en el desierto del Sahara, el bien más preciado, y se podía cambiar una bolsa por un par de esclavos jóvenes. La sal siempre produjo riquezas y disputas. Pero aquí, en este trozo de ninguna parte, los saleros no saben nada de eso. Los saleros son jujeños que nacieron en casitas dispersas de la Puna, entre piedras y cabras: ariscos, desconfiados.
–La sal está acá, para el que quiera sacarla. Pero acá no viene nadie nadie. ¿Quién va a venir acá?
La salina no es de nadie, y a nadie le importa que estos hombres la exploten; no hay Estado, no hay policía ni otras autoridades en muchos kilómetros a la redonda. Por no haber, en la salina tampoco hay olores: aquí, bruto contra la sal, el olor de los hombres es exceso.
Cada mañana, cada salero camina hacia un lugar distinto en la Salina: los saleros trabajan de a uno, dispersos en el blanco. Cuando eligen el punto, lo atacan con el pico: quiebran la superficie blanca con el pico. La superficie del salar es una capa sólida de sales, de unos treinta centímetros: el mar, debajo. Después, con una pala, amontonan los cristales de sal en cúmulos prolijos y la dejan secarse un par de días, hasta que el sol evapora toda el agua. Entonces vuelven, con unas bolsas blancas, a terminar de cosecharla. En un año o dos, el mar tapa el agujero.
–Acá todo está siempre igual, te espera. Se trabaja solo. Entonces los muchachos a veces vienen, otras no. Son muy tranquilos, los muchachos.
Dice el jefe de la cooperativa. El jefe tiene menos de 30 años y la primaria terminada: hace tiempo que trata de organizar a los saleros para mejorar la producción, sin mucho éxito. Aquí cada cual trabaja a su aire: uno va, hace su agujero en el salar, palea el rato que quiera, lo que precise, y se vuelve. No necesitan coordinarse, entenderse, hablarse casi; salvo por el camión:
–No, acá si tuviéramos un camión todo cambiaba. Ellos son los que hacen plata con nosotros: los de los camiones.
Por no haber, en la salina tampoco hay olores: aquí, bruto contra la sal, el olor de los hombres es exceso
Cada dos o tres días llega un camión —moderno, contundente— a buscar bolsas. Les pagan unos 5 centavos el kilo; al final del proceso, en el negocio, la sal valdrá diez veces más. El jefe ha pedido créditos a varias entidades, pero no se los dan. A los saleros les parece lógico: ellos saben que los forasteros, los que no tienen que vivir en estos páramos, son gente peligrosa, puros turros.
–Pare de sacar fotos, señor. O danos plata. Vos vas a ganar plata con eso y nosotros nos cagamos de hambre… Paguenos, señor.
Le dicen a Yako, y no atienden los argumentos del jefe de la cooperativa:
–Las fotos nos vienen bien, muchachos. Si la gente se entera de cómo vivimos nos van a ayudar, va a ser más fácil conseguir el crédito para el camión.
–Cuando tengamos el camión nos van a joder igual, de otra manera…
El sol pega en el blanco tremebundo, y el calor es brutal: la belleza lastima, y el sol, y los reflejos. Los saleros son una caricatura de la modernidad de los ochentas: anteojos de sol y el acullico de coca en el costado de la cara. Aquí delante, el salar reverbera; al fondo, detrás de las montañas, están Bolivia y Chile y es lo mismo. Aquí el país cuenta muy poco.
–¿Por qué nos habrá tocado este lugar, señor? Esto es una desgracia. Acá no hay nada nada.
Todos queremos lo que no tenemos y despreciamos lo que sí, pero algunos exageran. Los saleros se quejan todo el tiempo de su belleza tan perfecta, el blanco sobre blanco sin Malevich. Junto al salar han hecho una casita donde guardan algunas herramientas: los ladrillos de la casa son de sal, techo de paja. El piso, por supuesto, es sal.
–¿Le parece que acá puede venir algún turista? ¿Para qué? Ellos se quedan abajo, en Purmamarca.
Los saleros saben lo dura que resulta esa belleza hecha de exclusión, de pureza aplastante: nada para hacer, todo para ver; otra vez la caricatura del aire de los tiempos. Ellos sufren la repulsión del vacío blanco, e ignoran su atractivo. Las Salinas son un lugar extraordinario pero ellos no lo entienden, y comentan con envidia cómo los de Purmamarca se llenan de plata con los turistas y no tienen que trabajar. Allá abajo, la quebrada está muy lejos, Jujuy es otro mundo, y Buenos Aires impensable. O era.
–Ahora nosotros sabemos cómo viven abajo, señor. Antes no, pero ahora sabemos.
Hace unos meses, el hermano del jefe, que tiene la oficinita de teléfono, instaló una televisión satelital. Desde entonces, la vida en Tres Cruces es un poco distinta: los hijos de los saleros se sorben los mocos ante Pokemón y Dragon Ball, los grandes no dejan pasar noche sin las imágenes de El rey del ganado, una telenovela brasileña. A esas horas el frío de la Puna se pone en muchos bajo cero y, en la pantalla, sintierras amazónicos transpiran para ocupar una selva opulenta y consiguen, a veces, ganar una pelea.
–Ahora nosotros sabemos. Antes éramos más brutos, pero ahora sabemos.
La televisión se plantó en todos lados y crea efecto patria: los saleros ya consumen la misma basura que el resto de nosotros, y se igualan. Aunque, por ahora, siguen sin mirar fútbol: Tres Cruces es uno de los pocos pueblos del país que no tiene una mísera canchita. Doña Rosa diría que no parecen argentinos y doña Rosa, de eso, sabe bastante. Yo tampoco.