«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura. 


Yo también soy culpable: está tan claro. Ella no; ella, además, no debía tener ni doce años. La sigo viendo, de tanto en tanto, en esta foto, y a veces me pregunto qué habrá sido. Las imágenes viejas nos acechan, son evidencias de la facilidad de los olvidos —o, al contrario, lo azaroso de ciertos recuerdos. No sé quién era; no sé, por no saber, ni siquiera su nombre. Sólo sé —¿cómo podría no saberlo?— que su belleza hace que, cada vez que paso fotos, entre docenas o cientos miro ésa.

Yo estaba en Addis Abeba, la capital de Etiopía, para escribir sobre Tsehay. Corría 2008: ese año, por primera vez, el mundo tenía más habitantes urbanos que rurales, y yo tenía que contar historias de migrantes del campo a la ciudad. Tsehay venía de un pueblito de Gondar, en el norte del país. La habían casado a sus 9 años; a sus 11, cuando debía consumar su matrimonio, se escapó con un tío que la llevó a la capital y la vendió como sirvienta casi esclava. Ahora, ya 19, seguía trabajando por cinco dólares al mes pero intentaba aprender a leer en una escuela para chicas pobres. En aquel aula, la luz brutal del mediodía filtrada por unas telas rotas, estaba ella, la belleza sin nombre.

Siempre me intrigó ese momento en que un nene o una nena descubren que les tocó en la tómbola el arma poderosa: que son bonitos, que los demás los miran diferente, que los tratan distinto, que están dispuestos a darles cosas que a otros no. Me intriga ese momento del descubrimiento del poder que usarán durante el resto de sus vidas —o una parte del resto de sus vidas. La nena de Addis Abeba, se nota, ya lo sabe: la manera en que mira al extranjero o a su cámara o algo que está más allá, quién sabe dónde.

Es inquietante ver la belleza de una mujer en una nena: hay tabúes que importa respetar. Así que mejor pensar en términos teóricos: el azar de la belleza, el rol de la belleza. En un mundo plagado de injusticias, no hay injusticia mayor que aquello que llamamos belleza: tenerla o no tenerla no depende, en principio, de la suerte. En un mundo hecho de desigualdades, no existe desigualdad más implacable: los que la tienen ganan de tantos modos, los que carecen pierden de otros tantos. Esta nena ya sabe: ya se dio cuenta de que la casualidad de ciertas formas, la posibilidad de su nariz, el acaso de la curva de sus labios, el albur del brillo de sus ojos le servirán para conseguir ciertas cosas —y la pondrán en riesgo. Nadie envidia, nadie acecha, nadie roba a quien no tiene nada.

(c) Martín Caparrós.

Pero es probable que nadie o casi nadie prefiriese —pudiendo preferir— no ser bonito a ser bonito. Los bonitos consiguen mejor trato en casi todos lados, y se apilan los estudios que muestran que ganan entre 10 y 20 por ciento más, en empleos semejantes, que los maldibujados. Porque los bonitos gustan a sus posibles clientes o socios o jefes y eso ayuda mucho, y encima se gustan y entonces se tienen más confianza y consiguen que los demás les tengan más confianza. Es lo que ahora llaman el «beauty premium», el bono de la belleza.

Y, por supuesto, es obvio que en el terreno menos igualitario de nuestras sociedades —la vida sexual— la belleza es la ventaja decisiva. Hablamos tanto de democracia; sufrimos calladitos la tiranía del buen ver. No la cuestionamos; intentamos ser parte de los que tiranizan. Por eso la aspiración a la belleza. La civilización consiste en tratar de adquirir por artificios lo que la naturaleza te ha negado: el negocio de la belleza nunca cesa. Las industrias de creerse más bonito —cosméticos, perfumes, cremas— mueven unos 600.000 millones de dólares al año; eso, sin contar actividades más brutales como la cirugía plástica o más omnipresentes, como la moda y sus derivaciones. Así, las desigualdades naturales se complementan con las desigualdades sociales: plata mediante, la condena a no ser bello, que solía ser inapelable, se combate —cada vez más ferozmente se combate— con afeites y tratamientos y dietas y bisturíes diversos.

Y dicen que nadie se arrepiente —mucho— de gastar en su apariencia: que la inversión rinde, que la belleza obliga. Yo lo compruebo cada tanto: en mi computadora hay muchas fotos de Tsehay —tuve que hacerle muchas fotos— pero, cuando busco algo en esas carpetas africanas, mi mirada siempre se para en ella, la sin nombre.