Millones de pasos (GeoPlaneta, 2020) es la visión personal de Carolina Reymúndez sobre eso que en Altaïr Magazine hemos llamado «la primera forma de viajar». Un libro que contiene crónicas y paseos en Chile y en Gales, en Buenos Aires y en el Camino de Santiago; el perfil de un hombre que está caminando hacia Alaska desde Ushuaia y varias charlas con personas cuya vida y profesión gira alrededor del acto de caminar. 20 capítulos por los que transitan caminantes, caminatas, pies, peregrinaciones, desgarros, podómetros, cintas de gimnasio, kinesiólogos, una biblioteca de caminar, andanzas épicas, pasos perdidos y, como punto final, la imposibilidad de caminar durante el confinamiento de estos últimos meses y las caminatas clandestinas que han surgido en el marco del encierro global debido al coronavirus. Compartimos aquí el primer capítulo del libro, en el que habla de cómo se gestó y se vivió ese impulso de escribir sobre el caminar. 


Quiero escribir sobre caminar. Lo decidí hace tres años, pensé un índice de temas para un posible libro y los anoté en una libreta nueva. Durante algunas semanas saqué flechas con ideas y nombres y comentarios. Los pulí, y en los márgenes dibujé huellas de pies como las que se marcan en la arena húmeda. Recuerdo la tarde en que salí de casa con mi libreta en la cartera como si fuera un tesoro. Caminé entusiasmada hacia el bar donde le conté la idea a mi novio.

En los meses siguientes descubrí que ya existían varios libros de caminar. No el de Henry David Thoreau —que además se puso de moda y está en permanente reedición en muchos idiomas y salió como novela gráfica—, otros libros; títulos nuevos, buenos. No sobre el Camino de Santiago ni sobre caminatas en Inglaterra, que ya hay más de una docena. Libros de historiadores y filósofos, de un director de cine y una antropóloga, de periodistas, escritores y poetas. Cada dos o tres semanas me enteraba de otro. De repente había un boom de libros sobre caminar. Era tarde. El tuyo será distinto me animó un amigo. Hay muchos libros de todo, hacelo igual, dijo una amiga. Mientras tanto, seguía encontrando libros de caminar. Abandoné la idea, publiqué un libro de relatos breves, hice un cuento para niños, seguí escribiendo artículos de viajes. El libro de caminar quedó en un cajón, pero no dejé de caminar. Durante varios meses, incluso, hice todo caminando. Iba al supermercado chino que quedaba a la vuelta y caminaba para entregar facturas, para hacer una entrevista, para pedir la baja del teléfono fijo, para visitar amigos, para ir a cenar y al Pago Fácil, y al cine y a buscar un libro que había comprado por internet. En esa época todavía no había instalado el podómetro, una aplicación que cuenta los pasos, pero caminaba entre cinco y doce kilómetros por día.

Hacer todo caminando me llevaba más tiempo, quizás el doble o el triple de lo «normal». ¿Viniste caminando? ¿Cuánto tardaste? La pérdida de tiempo era lo que más preocupaba a los que se enteraban. El tiempo es el único tema que existe, dijo ayer un escritor cuando la entrevistadora le preguntó si había nuevos temas de escritura en esta época. ¿Y el amor?, retrucó ella. El amor es una bomba de tiempo, respondió él.

A muchos preferí ni comentarles sobre mis caminatas para que no pensaran que soy una vaga, que tengo poco trabajo, que cómo a los cuarenta y ocho años camino tres horas en plena tarde productiva. Cada vez que llegaba a destino, fuera el cine o el dentista, tenía una sensación de triunfo, de meta cumplida. Sabía que cuando me sentara a comer esa noche tendría hambre de verdad y no hambre de escritorio.

Camino porque es una manera de abarcar lo inabarcable. De entrar en la dimensión de las ciudades y de tomar cuenta de la proporción del hombre frente a la naturaleza inmensa. Camino porque es una forma de leer las calles y el mundo. Camino para ver y para pensar.

«Hago mío lo que veo», escribió Thoreau, que vivió en Massachusetts en 1800, y caminaba entre tres y cinco horas todos los días. Elaboró un ensayo clásico sobre el arte de caminar: Walden, la vida en los bosques. No es necesario comprar los paisajes, se convierten en propios al transitarlos. El desierto florido, un lago patagónico, el canto de los pájaros entre los robles una mañana de otoño, la orilla del mar. Respiro los paisajes, los conquisto con la mirada. Las grandes vistas y las pequeñas flores. Qué importa si no son míos, los incorporo al caminarlos. Eso creen los británicos y los nórdicos que idearon y regularon el derecho a vagar libres por la naturaleza (right to roam), sean tierras públicas o privadas. Lo crearon y luchan por un pedestrianismo libre.

Al caminar me siento poderosa. «La libertad cuando se camina es la de no ser nadie, porque el cuerpo que camina no tiene historia, tan solo un flujo de vida inmemorial. Así, somos un animal de dos patas que avanza, una simple fuerza pura entre grandes árboles, apenas un grito. Y, a menudo, caminando uno grita para expresar su presencia animal recobrada», escribe el filósofo francés Frédéric Gros en Andar, una filosofía, uno de los libros que hablan de caminar.

Pasó bastante tiempo y se publicaron más libros, pero la idea todavía rondaba, como un tuit fijado en mi cabeza: «Quiero escribir sobre caminar». Los temas anotados en la libreta cambiaban (entrevistar a una modelo y a un amputado, aprender a caminar con tacos altos, bajarme el podómetro), pero el tema no: caminar.

La tradición china habla de cuatro dignidades del ser humano: estar de pie, yacer, estar sentado y caminar. El cuerpo en su modo fundamental, escribió el poeta beat Gary Snyder, y luego describía formas de meditar en cada una de esas dignidades.

Caminar como recurso de supervivencia y de tenacidad. Como los trashumantes, que trasladan el ganado dos veces por año hacia los mejores forrajes, desde hace siete mil años.

Caminar para hacer memoria y para pedir justicia. Caminar porque lo contrario sería rendirse, como declaró hace poco uno de los miles de venezolanos que se fueron del país a pie.

Un pie delante del otro y el otro delante del anterior y así sucesivamente. Como una letanía, como un mantra. Sola y acompañada, como en las marchas de #niunamenos. Caminar para pedir y para conseguir lo que se pide y para volver a pedir si no se consiguió, como la ley de aborto legal, seguro y gratuito. En la última marcha en Buenos Aires, fuimos más de un millón y medio de personas en la calle. Indignadas y pacíficas. En uno de los cientos de carteles que sostenían chicas de menos de veinte años leí: «Tranqui, ma, hoy no camino sola por la calle».

Caminar es resistir.

Esta mañana caminé por la playa con una playlist para un día nublado. Empezó con The Smiths y siguió con Belle and Sebastian y Daniel Melingo. Aunque iba calzada, sentía pequeños médanos bajo los pies, y me costaba avanzar. Paré a sacarle fotos a un lobo marino y después a ver cómo la mujer del pescador fileteaba una brótola. Caminar no es un deporte, es un verbo amplio como una sombrilla porque cabe mucho bajo esas siete letras: observar, escuchar, cruzar unas palabras con un desconocido, sorprenderse, rumiar, encontrarse, extasiarse. Apoyar el pie en una pared para atarse los cordones o hacer una rayuela que está marcada en el piso. Caminar es un verbo holístico.

La playlist terminó con Walk on the Wild Side, el tema de Lou Reed.

Al caminar se ve más claro que estamos en tránsito. Todo pasa: un semáforo, la bocina del conductor impaciente, un pensamiento, el perfume del jazmín paraguayo. Suena a texto de autoayuda y quizás lo sea un poco porque caminar hace bien. Como la naturaleza, como el arte y el humor, caminar sana. Se activan más de doscientos músculos cuando caminamos. Los médicos lo recomiendan como rutina para evitar el insomnio, quemar calorías, fortalecer los huesos, reducir el riesgo de enfermedades coronarias, prevenir el estrés, mejorar el ánimo. Caminar da bienestar.

Como la naturaleza, como el arte y el humor, caminar sana.

En un día optimista no cuesta nada, fluyen los pasos, van solos, soy leve. Unas tardes atrás, al volver del cementerio, me pesaron los pies. Aunque no era mi muerto, la muerte siempre es de todos. Las piernas estaban duras como estacas rellenas de miedo.

Cerca de fin de año salí a caminar con una mujer que apenas conocía. Habíamos compartido una cena y un viaje en grupo pero hasta ese momento no habíamos hablado a solas. Mientras caminábamos, nos presentábamos, contábamos nuestras vidas, nos desenrollábamos. Dimos dos vueltas largas alrededor de una península. En la primera, las palabras y los temas daban rodeos, sería para imitar la geografía o por pudor. En la segunda vuelta mientras caía el sol anaranjado, me habló sobre el tema que la tomaba entera, el tema por el que caminaba y meditaba y filosofaba. Los pasos acercan y liberan y relativizan y ubican en la calle, en el barrio, en el país, en el continente, en el mundo, en la tierra, en la galaxia. Su tema también es un tema de todos: el desamor.

Cuando sentí que había perdido todo, caminé, y caminé cuando tuve la impresión de haber entendido algo del todo. Camino para entender y para olvidar; para alejarme y para llegar. Camino para ordenar las ideas y para buscar ideas. Camino para escuchar.

Una vez caminé ciento veinte kilómetros por el campo gallego con una mujer que, después de treinta años de casada, se había enamorado de otro hombre y caminaba para tomar una decisión. Y con otra que cumplía cuarenta años y estaba sola y quería pasarlo haciendo algo que le gusta: caminar. Y con un hombre que caminaba para entender la fe de su mujer y su hija.

Otra vez caminé por el centro de la ciudad con un ciego y descubrí relieves y matices y texturas que nunca había visto de ese trayecto. Me esforcé en las descripciones como el paseador de Thomas Effing en El Palacio de la Luna. Después volví sola varias veces y ese trayecto nunca más tuvo el volumen de cuando quise contárselo a alguien que no lo podía ver.

Hace un tiempo visité Hong Kong, donde el espacio es un problema. Como no alcanza, se inventa. Hay enormes zonas subterráneas y otras que conquistan un piso superior al de la calle. Hacia abajo y hacia arriba, la ciudad se expande. Central-Mid-Levels escalator es un sistema de escaleras y pasillos rodantes que transportan más de sesenta mil personas por día. Parecido a las cintas transportadoras de los aeropuertos donde uno puede estar quieto y a la vez avanzar. O avanzar en dos niveles: físico (caminando) y en la cinta (mecánico). Traté de hacer eso último pero me confundió, entonces me quedé quieta y dejé que la cinta me llevara mientras miraba a los peatones que pasaban apurados.

Me quedé quieta en el peine de acero y, de repente, quise que las escaleras terminaran rápido para volver a caminar por la ciudad hipermoderna, como flâneur del futuro.

Camino cuando viajo y cuando no viajo. Camino por trabajo y para vagar. Un día de febrero subí a la cima del cerro León, en Santa Cruz, y vi el valle marmolado del río Belgrano en uno de los parques nacionales menos visitados de Argentina. Camino para atrapar y para dejar ir.

No corro, camino.

Desde que decidí que voy a escribir el libro aunque haya otros libros de caminar, hago pruebas: un trekking urbano de dieciocho kilómetros en mi ciudad y una caminata a Luján rodeada de gente devota de la Virgen. Salgo todos los días a caminar. En estos últimos años, es una de las pocas rutinas que tolero.

Unos meses atrás, en un viaje de trabajo por una ruta provincial de Catamarca, cruzamos a un hombre que caminaba en sentido contrario al de la camioneta. Iba lento, al rayo del sol canalla de la Puna, con un perro negro al lado. Paramos y me acerqué en busca de conversación. El tipo era parco y respondía sin dejar de andar. Caminé unos minutos a su lado mientras me contaba que había salido hacía cuatro horas de su casa en el cerro para ir al médico. Tenía turno a las tres de la tarde, en Fiambalá. Llegaba bien, pero no podía detenerse, dijo, y siguió caminando por la ruta cubierta de arena que se vuela de las dunas de El Tatón. A medida que se alejaba se transformaba en un punto negro, brillante como una obsidiana. Cuando me di vuelta desde la camioneta ya no lo vi, pero su caminata hacía eco en el paisaje.

Volví a Buenos Aires y todavía no escribía el libro de caminar. Hacía más de un año que estaba de novia y empezamos a pensar en mudarnos. Encontramos un lugar con espacio suficiente para nosotros y sus dos hijos y lo alquilamos. Una mañana de agosto, a los seis meses de vivir juntos, una serie de acontecimientos insólitos y horrorosos plantó a su exmujer en el living de nuestra casa. Él no estaba y ella empezó a insultarme con furia descontrolada. Estrelló un cuadro contra el piso y revoleó adornos por el aire. Parecía de una película, pero pasaba en la vida real, en mi living, y yo estaba ahí. La mujer me difamaba y lanzaba amenazas a los gritos hasta que el portero, que escuchó el escándalo desde la planta baja, la hizo salir. La película no era muda pero yo estaba muda. Paralizada por la violencia, no pude hablar. Recuerdo que ella tenía unos pantalones ajustados, una cinta gruesa en el pelo y tacos de plataformas. Creo que deseché la posibilidad de responderle porque temí que me pateara con las plataformas. Tuve muchísimo miedo y fue el momento de más humillación de mi vida. Había estallado una bomba en mi living y yo me había quedado quieta, sin poder dar un paso ni en sentido literal ni en sentido metafórico.

Cuando llegó la policía ella ya no estaba. El portero me abrazó y fue a la comisaría con mi pareja, que recién llegaba, para hacer la denuncia. Yo estaba temblando. El episodio duró diez minutos, quince a lo sumo. Pero durante varios meses me desperté con angustia en la mitad de la noche. Las imágenes de ese momento volvían en loop. En mi cabeza, esa mujer era más terrorífica que todos los monstruos contra los que lucha la Liga de la Justicia.

Tiempo después del incidente tuve un desgarro y no pude caminar por un mes. El médico me preguntó qué estaba haciendo y le dije la verdad: nada. Estaba caminando a la estación de tren para ir a una clase de fotografía. A veces la nada está llena de todo.

El episodio oscureció los días. Salía el sol pero yo estaba a oscuras.

No solo no escribía el libro de caminar, tampoco podía caminar. No sé qué diría Wataru Ohashi, autor de Cómo leer el cuerpo, pero cuando miro hacia esa época me veo encogida y asustada frente al delirio ajeno. Momentáneamente inhabilitada. La chifladura, para decirlo en criollo, que habita el mundo, que camina como caminamos todos y no siempre la cruzamos. No se me había muerto nadie ni tenía un ser querido gravemente enfermo y sin embargo me sentía desconsolada.

Desconsolada en el sentido que usa Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico: «El desconsuelo es diferente. El desconsuelo no tiene distancia. El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y borran la cotidianidad de la vida». Estaba desconsolada por el episodio (¿traspié?) y en un alcance más amplio por la falta de entendimiento entre las personas.

En términos de caminar, durante esa época sentí que caminaba hacia atrás. No hacia el pasado, sino adentro, como un repliegue en una trinchera sombría. Algunos días creí que avanzaba por una ciénaga tropical sin puntos de apoyo. También sentí que caminaba en un terreno imposible, como si estuviera en La Paz con mal de altura. Cada paso era una cuesta y faltaba el aire o quizás no faltaba pero costaba respirarlo. Fueron días sonámbulos, no veía claro el norte, pero no dejé de caminar. Y esos pasos de plomo me sirvieron para dimensionar y para cicatrizar.

Aprendí que existe la palabra odología que hace referencia al estudio de las vías del sistema nervioso central y también al análisis de las carreteras desde el aspecto sociocultural, físico y perceptual. La odología estudia los recorridos y por extensión las calles, las autopistas, las sendas y los caminos, de cómo se utilizan, a dónde conducen y dónde nacieron.

¿Qué fue primero, la casa o la carretera que conduce a la casa? Eso se preguntan los primeros autores que recuperaron el término hodology que deriva del griego hodos, que significa camino.

Un día me enteré de la caminata de Martín Echegaray Davies, un descendiente de galeses que caminaba desde Ushuaia hasta Alaska. El continente americano a pie, de punta a punta. Mientras escribo este libro y esta línea, él camina probablemente sin conocer la palabra odología. No importan las palabras, sino los pasos (del latín passus, derivado de pandere: estirar). Estira la pierna para dar un paso y otro y un millón. Camina, camina, camina. Todos los días, de la mañana a la noche. Como un Forrest Gump sudaca que no corre, camina.

Martín Echegaray Davies a su paso por Tucumán (Argentina).

En su andar cosecha admiradores, amigos, y sobre todo, seguidores. Personas que se identifican con su hazaña. Lo siguen por las redes, con perseverancia y, a medida que pasa el tiempo, con fe. Como si fuera un enviado, un mensajero, un humano que se levanta y anda a pesar de un viento endemoniado que casi lo manda al precipicio, de la lluvia torrencial, de los mosquitos en la selva subtropical. No le importa el clima, transita lo silvestre y vive sencillamente, con lo mínimo. Enseguida supe que tenía que caminar con él, acercarme a su búsqueda, oír el ritmo de sus pasos. Por qué camina, qué lo anima, cómo se le ocurrió, cuál fue su inspiración, qué busca. Tardamos varios meses en encontrarnos desde que lo llamé por teléfono la primera vez y me atendió en un cobertizo abandonado cerca de Mendoza. Bueno, mire, cortemos porque yo ya estoy acostado y tengo que dormir, así finalizó la conversación. Eran las ocho de la noche y a la madrugada siguiente seguía el camino a Alaska. Desde ese día hasta que lo encontré en Tucumán, en el norte de Argentina, fui una seguidora y él se convirtió en un ideal. No era más una persona de carne y hueso, no olía ni pesaba. Tenía la levedad de los personajes de los sueños.

Los filósofos cínicos de la antigua Grecia promovían la austeridad, el retorno a lo natural, y cargaban poco equipaje. Para ellos la felicidad consistía en la vida simple (las cosas esclavizan). Cuantas menos necesidades materiales, más cerca del bien. Hasta antes de conocerlo pensé que Echegaray también llevaba poca carga, ahora creo que Diógenes de Sinope no lo aceptaría en su escuela sin una capacitación previa.

En inglés existen los phrasal verbs, verbos que sumados a una preposición tienen distintos significados. Para walk hay por lo menos diez. Por ejemplo, walk in quiere decir interrumpir y walk away, abandonar una situación. En español, el verbo tiene una connotación positiva. Si algo camina, algo anda, funciona, va.

Entre los aborígenes australianos un walkabout es un rito de pasaje de los varones a la adultez. Ocurre durante la adolescencia y consiste en vivir unos meses —cinco o seis— como nómadas, en el interior, el Outback australiano. Procurarse el alimento, transitar los territorios tradicionales, sagrados, aprender, fortalecerse física y mentalmente. Vuelven a su aldea iniciados. Transformados. Seguramente también cansados porque caminan cientos de kilómetros, y aliviados porque sobrevivieron.

Echegaray no sabe inglés ni conoce Australia más que de nombre. No tiene idea de cómo se arreglará cuando cruce a Estados Unidos. Pero está convencido de llegar a Alaska.

Un tiempo antes de enterarme de la historia de Martín encontré Del caminar sobre hielo, el diario de una caminata del cineasta Werner Herzog. Es un libro chico que se lee en unas horas. De repente, los pensamientos se alinearon con los pasos y volvieron, tímidamente, las ganas de escribir sobre caminar. Aunque cada tanto los días se nublaban, todo fue más nítido al leerlo.

En 1974 Herzog supo que su amiga, la cineasta alemana Lotte Eisner, estaba gravemente enferma. Ante la impotencia y la desesperación decidió caminar desde Múnich, donde él vivía, hasta la casa de ella en París. «Tomé el camino recto a París con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie», escribe.

La caminata fue en invierno, con días de lluvia y frío. Tenía poco dinero y la mayor parte del tiempo anduvo con la ropa húmeda. Podía tomar el ómnibus y llegar después de algunas horas de viaje. Pero decidió caminar y tardó tres meses. Esto entra en el terreno de la fe y los milagros, pero a pesar de la enfermedad, Lotte Eisner vivió nueve años más.

Herzog habló de crear una escuela de cine para directores que hubieran caminado mil kilómetros. Caminar provee sabiduría. Me gustaría ser apta para integrar esa escuela.

Pasaron los meses y hubo otro episodio con la mujer que mencioné antes, casi igual de violento, por suerte el vidrio del auto me protegió de los golpes. Pero no voy a aburrir más con mi vida privada. Lo importante acá es caminar (¿o dar un paso al costado?). Todavía no escribía.

Sí leía, de a poco, la pila de libros sobre caminar. Sentía los coletazos del desconsuelo, pero el deseo seguía ardiendo: escribir sobre caminar. Sobre formas de caminar y caminatas, sobre personas que caminan y situaciones y cruces de caminos y epifanías que solo ocurren al caminar. Sobre cómo caminar les suaviza las puntas a los nervios, los vence con pasos y los deja aplastados como una moneda en el asfalto. Camino para sentir la brisa de la mañana y para encontrar respuestas.

Sentía los coletazos del desconsuelo, pero el deseo seguía ardiendo: escribir sobre caminar. Sobre formas de caminar y caminatas, sobre personas que caminan y situaciones y cruces de caminos y epifanías que solo ocurren al caminar.

Caminé con zapatillas y botas y tacos altos, y zapatos chicos y sandalias que me quedaban grandes. Probé caminar con termo y mate como los uruguayos, pero prefiero las manos libres y los brazos colgando. Caminé en puntas de pie y caminé con la suela despegada y volví a casa caminando descalza después de una fiesta, una madrugada de 1987. Caminé en las montañas de Nepal y por los pasadizos angostos de una favela de Río de Janeiro. Sé que puedo caminar desconsolada y con ilusión. Caminé por el arcén de la ruta que va de la provincia de Tucumán a la de Salta con Martín Echegaray Davies, que está caminando a Alaska. Tomamos té al lado de un mojón de kilometraje y rogué para que las ruedas de los camiones Scania no me dejaran con los intestinos aplastados y a la vista, como a las mofetas (zorrinos, les decimos en Argentina). Cuando dormimos en un tinglado mugriento de un destacamento de policía me pregunté por qué hacía eso y conté las horas y los minutos para que amaneciera.

Camino para ver el cielo de la tarde y para entrar en la noche urbana de persianas bajas y de departamentos con luces que me hacen sentir acompañada. Se escucha y se lee tanto sobre los millonarios en pesos y tan poco sobre los millonarios en pasos: caminar es una riqueza que no cambió en el tiempo. Las modas son otras y el vestir más blando, los pasos se conservan inalterables.

Camino para salir y para entrar. Camino para aceptar. Camino antes de escribir y después de escribir. Camino para entender. Camino para hacer planes y porque es un buen plan


Ilustración de cabecera de Maite Mutuberria (autora de las ilustraciones de Millones de pasos)