El alma de la Maddalena no está en las playas que toman al asalto, cada agosto, las hordas de turistas. Tampoco está en los tours en barca por el archipiélago o en los puestecillos que adornan Piazza Comando. El alma de esta isla está escondida, forjada por la dureza del maestral y defendida por los fortines que durante siglos la protegieron de los invasores. Es alma de isla en la isla, con fronteras sardas pero corazón corso, a mitad de camino entre la Cerdeña que la declaró suya y la Córcega que, con sus pastores, la pobló y le dejó el sonido de una lengua que se habla sólo aquí. Los maddaleninos son hombres fuertes, que se dejan quemar por el sol cuando van a pescar y saben esperar en silencio que las piezas muerdan el anzuelo. Su fuerza viene de lejos: sus antepasados expulsaron a los franceses —bajo el mando de un joven Napoleón— y el maddalenino que dirigió la flota sarda en esa ocasión, Domenico Millelire, recibió la primera medalla de oro de la marina militar italiana. No...


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