La calle Wenmiao atraviesa la antigua ciudad amurallada de Shanghái. Sobre sus aceras se apostan bicicletas contra las paredes, viejos sin camiseta que miran a la gente pasar, una inmobiliaria con anuncios escritos a mano y pegados contra el cristal —uno dice: 2.000rmb por una habitación de 13m² (unos 300 dólares)—. Y un poco más adelante, justo en la esquina, hay una casa con un ático acristalado que está lleno de plantas y pájaros: parece un invernadero tropical. Una cabeza rapada y bronceada aparece y desaparece entre las jaulas, se oculta tras las plantas, y el piar de sus pájaros se oye desde la calle.

La planta baja de la vivienda es una relojería que exhibe piezas de cualquier tamaño: relojes dorados de pared, cucos en madera, relojes de bolsillo. Todos están puestos en hora. También hay un acuario del ancho de una escalera con un solo pez que la ocupa entera: azulado, plano, con escamas estampadas, el pez ondea la cola. «Ba!» grita el chico que atiende la relojería. Es altís...


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