Estoy en Lublin, una ciudad polaca que parece hecha de merengue por sus calles de edificios pálidos con fachadas renacentistas. Salí de Varsovia a las siete de la mañana para poder llegar a las 10:30 a la cita con Mariia Zan, quien trabajará conmigo como traductora y fixer. La veo esperando en la puerta principal del Centro Cultural de Lublin, un ex monasterio del Siglo XVII. Es alta y esbelta. Lleva unos zapatos negros de agujetas, mismo color de todo su conjunto, sus pantalones son bombachos, su chamarra de solapa está abierta y en el lado derecho tiene insertada con un ganchito una bandera de Ucrania hecha de papel. Nos damos un apretón de manos y veo de frente su semblante joven pero trabajado por la zozobra. Su caminar entrecortado balancea el gafete que le cuelga del cuello; lo ostenta orgullosa, como si fuera una medalla, se lo ha dado la Asociación Homo Feber por ser su voluntaria.

Me conduce hacia las «oficinas», que más bien resultan ser un cuarto gigante en el sótano del ...


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