Vikram escuchó por primera vez la llamada de la sangre: se levantó y rompió el corro que formaba con sus amigos, sentados en el único claro de arena aún no conquistado por la hojarasca bronceada, por los neumáticos nostálgicos de asfalto, por la chatarra electrónica que se preguntaba cuándo llegará el futuro. Empuñó el palo de su helado. Caminó lentamente hacia la vaca armado con su kulfi, fina pirámide coloreada de pistacho y cardamomo. El sol despedía tibios conos de luz que montaban una geometría fugaz sobre la escena de la catarsis. La vaca agitaba su cola frente a una hoguera extinguida, que había calentado durante toda la noche a las almas sin hogar. Vikram se detuvo junto a ella, se dio la vuelta para buscar la mirada de su amigo Lalu (Lalu el intocable, Lalu el descastado, Lalu el humillado), como el héroe de una película de Bollywood que está a punto de suicidarse y se despide de su amada, e introdujo suavemente el helado por el culo de la vaca, que al principio ni se inmutó.

Son los momentos más escalofriantes: los que se consumen entre la descarga de una bomba y su impacto. Ante el cambio de temperatura en su interior, la vaca enloqueció y embistió tiendas, chabolas y puestos de té. De las bandejas de latón despegaban vasos de plástico, de los vasos de plástico salían proyectados chorros ardientes, de los chorros ardientes se desintegraban gotas dulcísimas que danzaban con hojas de betel y tortas de aceite. A nadie se le pasó por la cabeza en el pueblo indio de Morpur, tan apegado a las tradiciones, detener al animal violado. La vaca brincaba y se contorsionaba como si hubiera consumido drogas, pero destruía como un ejército entero, con objetivos definidos y sistemáticos. Fueron cinco minutos, diez minutos, media hora: la duración imprecisa y elástica de los episodios épicos, de los momentos en los que la historia se condensa. Mientras todo el mundo buscaba refugio, Vikram y Lalu permanecían inmóviles: aún de pie, Vikram, en trance de sí mismo, pensaba ya en el castigo que vendría; aún sentado, Lalu, incapaz de olvidar la última mirada de su amigo, ocupaba el centro del círculo de arena.

Cuando el animal se calmó, Morpur no tuvo más remedio que convocar un panchayat. Se celebró al día siguiente. Acudieron a la asamblea, como público, mujeres en sari y con brazaletes de oro escandalizadas por tal profanación. Había una preocupación sincera por la salud de la vaca y un desprecio absoluto por los desperfectos que había provocado, pese a que Morpur era un pueblo pobre de las afueras de Delhi. Se profirieron delicados insultos en hindi contra Vikram y Lalu: había confusión sobre quién de los dos amigos era el responsable.

—Fui yo —dijo Lalu al panchayat, y Vikram respiró tranquilo.

Los cinco miembros de la asamblea dictaron por unanimidad expulsar a Lalu de Morpur. En teoría no tenían el poder legislativo para hacerlo, así que optaron por la fórmula de la enunciación, por pronunciar algo que se hiciera realidad.

—La familia Kumar no pertenece al pueblo de Morpur.

La declaración empujó a todos los vecinos a una campaña de acoso que no llegó al asesinato porque la familia de Lalu interpretó el mensaje, hizo las maletas y se fue de inmediato. Un estigma sobre otro: familia intocable, violadora de vacas, expulsada de un pueblo olvidado de las afueras de Delhi. Vikram observó todo el proceso contra su amigo sin reconocer su culpabilidad, aunque sabía que su posición social como brahmán le garantizaba un castigo menos severo que a su amigo. Vikram era un brahmán pobre y resentido de diecisiete años que no miraba abajo, sino arriba; soñaba con cometas y rupias, con ropa cara, con subir escaleras, con demostrar al mundo cuánto dinero era capaz de ganar. Lalu era un intocable que solo podía mirar arriba pero que no miraba a ningún lado, que hacía todo lo que Vikram le decía, que era sumiso. El intocable se sacrificó por el brahmán.

Lalu y su familia se mudaron a un barrio de la capital. Vikram sintió una cínica envidia, porque su amigo estaba cumpliendo el sueño de abandonar la periferia para ir al centro.

—Yo también me mudaré a Delhi. Antes de lo que piensas. Te has adelantado — le dijo Vikram a Lalu a modo de despedida.

—¿Seguiremos siendo amigos? — preguntó Lalu entre lágrimas.

—Claro. Siempre seremos amigos.

Por primera vez en tantos años de humillaciones, Lalu se sentía querido por Vikram. Unió las palmas para saludar a su amigo, le tocó los pies y se fue con orgullo.


Fragmento del libro ‘Ya no somos amigos’ de Agus Morales (Temas de hoy, 2022)