«Postales» es la serie de artículos de Martín Caparrós en Altaïr Magazine. En ella repasa las fotografías que ha tomado en sus viajes como reportero. Es un punto de partida para escribir con libertad y hacer un periodismo que reflexiona sobre el mundo y contra el público, con honestidad y hondura.


Amanecía a duras penas: eran casi las siete, llovía y, en la avenida más bella de Miami, en el viento y el agua, la sombra todavía, miles correteaban. Algunos iban vestidos de romanos, otros de supermanes, batmanes, superchicas, de diablos o diablitas o bailarinas con tutú o putas de cabaret de western, de esqueletos; otros llevaban carritos de bebés, sillas de ruedas; otros se habían disfrazado de sí mismos y eran los más raros. Chorreaban, chapoteaban: hay momentos que son un gran error, una suma de errores, y eso los hace inmejorables. 

Después, por supuesto, cuando supe que estaban corriendo la Media Maratón de Halloween —que había empezado a las cinco y media de la mañana y terminaría hacia las ocho, con el día—, la magia se rompió como cualquier juguete. Pero ese momento fue increíble. Y sucedió, además, en la avenida más bella.

No es fácil hablar de la beiesa de Mihami o la beshesa de Mashami. Quien las ensalce corre el riesgo de variados improperios. Conozco más de dos que me dirían que hablar de belleza en Miami es como hablar de la lealtad de un vicepresidente o de la generosidad de un banco: necedades. Y que lo que se impone es denostarla en nombre de vaya a saber qué puridad.

Y, sin embargo, esa avenida. La avenida se llama Douglas MacArthur, del nombre de un general americano que ganó la guerra con Japón y creyó que podía convertirse en Hirohito sustituto o algo así. La avenida, con ese nombre belicoso, corre plácida entre Miami y Miami Beach, en el medio del agua: palmeras en el medio, el mar a los dos lados, sus verdes, sus esmeraldas, sus celestes, porque la avenida MacArthur es, en verdad, una especie de puente. Que tiene, de un lado, los cruceros enormes que ya no son medios de transporte sino enormes centros de entretenimiento cama adentro, donde el mar es otra postal en las ventanas. Y del otro lado más agua y esas casas falso toscano o falso francés o falso griego de decenas de millones con su insolencia, sus lanchas, sus veleros, y al fondo, contra el sol cuando hay sol, el cielo cuando hay cielo, la línea de rascacielos más blanca del planeta y unas grúas portuarias que le dan su toque tecnotrash. Aviones la sobrevuelan todo el tiempo y el horizonte alrededor parece interminable, redondo como un huevo. Es magnífico, es kitsch, es tan brishoso.

(c) Martín Caparrós.

Y tiene sus formas de vida. Por la avenida MacArthur los coches avanzan en bloque, al mismo ritmo, porque el miedo los disciplina y ninguno quiere pasar de las 50 millas autorizadas. Hasta que aparece, de tanto en tanto, rugiendo como un sapo, la famosa ferrari amarilla, especie por cuya extinción se alarman las oenegés ecololós y otros colectivos financieros. Por la avenida, por supuesto, no camina nadie: no hay por dónde ni por qué caminar. Por eso, también, la avenida es una síntesis de la ciudad americana actual, pero no hay ninguna evidencia de que, como se ha dicho por ahí, el 74,6 por ciento de las tetas que la atraviesan sean, en realidad, sacos de siliconas. 

Es tan Miami —y a mí me gusta ir a Miami—. Miami es el mejor crisol de la cultura pop-hortera-nuevorrica y es, también, un mejunje de civilizaciones formando una distinta: restos de Cuba, de Nueva York judío, de Port-au-Prince, de Medellín, de Palermo sobre un decorado mar Caribe, flamboyanes y plata, mucha plata: plata sucia, mafias diversas, políticos ladrones, financistas ladrones, escapados varios, pobres y otros migrantes, buscavidas de todos los colores. Miami es una muestra de la capacidad de reinvención constante de los hombres: eso que llaman, ahora, horriblemente, resiliencia —porque decir resistencia les suena preocupante—.

Es atractivo y asquerosito y tan revelador: me gusta. Por eso llevo años con un plan secreto –no debería decirlo– que repito entusiasta: cada vez que vuelo a América hago una escala de 24 horas en Miami. Llego, alquilo un auto, empiezo a dar vueltas sin demasiado rumbo, trato de perderme; cuando me canso paro en uno de esos moteles que en las películas sirven para matar y en la realidad para coger/follar/tirar, y duermo —solo—. Y a la mañana siguiente me pierdo un rato más, y vuelta al aeropuerto. Lo disfruto, miro, hago fotos, trato de entender algo, pienso tonterías. Por ejemplo, por qué será que hacemos largos viajes para visitar con reverencia los restos que dejaron los nuevos ricos viejos —sus palacios templos parques fortalezas— mientras desdeñamos las construcciones de los nuevos ricos nuevos. Como si el tiempo con su pátina legitimara a aquellos truchimanes, como si nos permitiera borrar el peso social, económico, político de Versailles o la Alhambra o San Pedro —y quedara solamente su belleza supuesta—. A mí me gusta ir a mirar Miami con esos mismos ojos: la mirada del turista futuro o del historiador, que busca en esos monumentos recién hechos las ruinas del mañana. Y les hace, incluso, alguna foto.