Una de las últimas cosas que Mona Eltahawy mencionó en nuestro encuentro fue que estaba obsesionada con la historia de la Guerra Civil española. En concreto con Mujeres Libres, núcleo duro de la organización feminista dentro del movimiento libertario de la época. Pioneras en el Estado español en crear una publicación política no mixta, hecha por y para mujeres. (—Tienes que ir a La Rosa de Foc, la librería de la CNT. Allí encontrarás reediciones de algunos ejemplares, está a cinco minutos… —¿Tienen algo en inglés? Luego me acerco). Después, ya poco antes de despedirnos, recordó que Emma Goldman dijo algo así como que «revolución son tus ideas llevadas a la acción». Spoiler: Mona Eltahawy es anarquista. Por eso focaliza su trabajo (y su vida) en romper con todas las jerarquías sistémicas, esas que oprimen y aprietan. Esas que digerimos como si fuesen «lo natural». Ha venido con motivo de la salida de su libro El himen y el hiyab: Por qué el mundo árabe necesita una revolución sexual (Capitán Swing, 2018) a Kosmópolis, «la fiesta de la literatura amplificada» que desde hace 10 años organiza el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Viene a conversar con la filóloga y escritora Najat El Hachmi en el marco de un acto titulado «Libertad completa». Libertad completa puede parecer un título comodín, pero no lo es. Es acertado. Porque todos los parlamentos de Eltahawy acaban con la misma frase: «Quiero ser libre».

Mona Eltahawy lleva el pelo rizado teñido de rojo vivo. Largo y suelto. Como las mujeres inapropiadas de Baudelaire.

Es de Puerto Saíd, Egipto, pero creció entre Inglaterra y Arabia Saudí porque el trabajo de sus padres lo requería.

Dice «fuck», «fucking —rellenar espacio con un sustantivo a elegir—» y «shut up» a cada frase.

Es columnista en The New York Times y colabora en The Guardian.

Habla alto y firme, y si el tema le cala habla igual de firme, pero mucho más alto. 

Dice que el gran error de su vida fue casarse.

(Y esto quizá no dice nada.)

También afirma que los militares y los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado no son nuestros compañeros.

Que basta del binarismo de género. Que por qué no tenemos en cuenta a los géneros no binarios.

Que basta del cisexismo. Que por qué el feminismo excluye a las mujeres trans.

Que basta de la monogamia.

Que basta de reproducir la monogamia fuera de la monogamia.

¿Y esto no dice nada?

Pues va más.

La radicalidad

La popularidad que ha ganado el feminismo en los últimos años trae cosas preciosas: ochos de marzo masivos, generaciones que parecen nacer conociendo conceptos que a otras nos cuestan meses, años o décadas. O una vida. O la eternidad. Trae muestras públicas de denuncia al acoso callejero o al abuso sexual. Genera, al fin, un tendedor para todos esos trapos sucios que se amontonan bajo una alfombra histórica de vergüenza. Una que no nos pertenece a nosotras. Que es de otros y que hemos encarnado por obligación. 

Pero como todo lo popular, también el feminismo puede convertirse —y lo ha hecho— en objeto asimilable por la industria. La industria editorial, por ejemplo, viene inundando sus catálogos de novedades sobre temas relacionados. Autoras más o menos conocidas que pueden hablar de feminismo, o de igualdad, o de algún tema sobre ¿mujeres? Fácil encontrar entre los títulos destacados en librerías desde feminismo liberal a —incluso—coaching emocional/profesional femenino. Más que nunca, hay que leer con atención los reversos y los índices. 

No es el caso con El himen y el hiyab, porque aunque sea pedagógico, tanto el libro como su autora son incisivos. Reivindican la radicalidad. Eltahawy cree que especialmente en este momento de auge global del fascismo y la extrema derecha, es imprescindible generar una voz desde ahí: «Donald Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Duterte en Filipinas, Orbán en Hungría, Al Sisi en Egipto, Mohammad bin Salmán en Arabia Saudí. ¡Es importante que la respuesta sea un feminismo radical!»

¿Pero qué es feminismo? ¿Y qué es radical? Con la infoxicación (intoxicación por exceso de información) de los últimos años no está de más recordarlo. Para explicar ambas, y su conjunción —que no hace referencia, en este caso, a la corriente de pensamiento de la segunda ola del feminismo, sino a una forma de luchar— Eltahawy tiene un pulpo, el pulpo del patriarcado. Es su forma de explicar con perspectiva este sistema donde el poder socio-económico recae en manos de hombres: «La misoginia no es lo único que nos oprime, ni lo único que hay que destruir». Los brazos largos, invasivos y con ventosas, de los que si te topas de lleno es difícil huir, serían las opresiones que el patriarcado utiliza para ganar más poder, como el militarismo, el capitalismo, el racismo, la islamofobia, la lgtbiq+fobia o el capacitismo entre tantísimas otras. Y la destrucción del patriarcado, dice Eltahawy, es la destrucción de todas esas formas de opresión que posibilitan que este sistema siga existiendo.

Las complicidades

«El feminismo blanco tiene mucho que aprender, de otra forma se quedará atrás». La autora egipcia está harta de que en el contexto occidental se adopte una posición tan paternalista hacia las mujeres musulmanas: «No quiero más «pobres mujeres musulmanas». ¡Dejad de obsesionaros con las mujeres musulmanas! Y obsesionaos con vosotras mismas». Eltahawy aboga por la toma de consciencia del privilegio blanco y de la agencia política que este otorga a las personas no racializadas. Pero ojo con la trampa, advierte: «La blanquitud no os protege del patriarcado. Nada te protege del patriarcado».

Ella también sabe sentir lástima from the other side y sin filtro y segura, como siempre, lamenta que las mujeres blancas muchas veces son el soldado raso del patriarcado.

—¿Y sabes qué? El soldado raso es el primero en morir.

Caímos en la trampa.

Eltahawy sonríe y puntúa que en realidad le dice esto a todas las mujeres del mundo independientemente de su contexto: «Digo lo mismo en Egipto con mujeres musulmanas que defienden valores conservadores y que hacen de policía de otras mujeres. Pero si hablamos del contexto del feminismo blanco… ¡No hay mierda solo allí, aquí (en Europa) también la hay. Y tenéis que luchar contra vuestra mierda y dejarnos luchar contra la nuestra!».

Pero es que parece que la(s) realidad(es) de las mujeres musulmanas fuese(n) asunto de todos. Eltahawy asegura que las mujeres musulmanas se encuentran entre la espada y la pared: la espada es el racismo y la islamofobia que se respira en Occidente, esa rama que piensa que todos los hombres musulmanes son monstruos. Y la pared es un entorno musulmán conservador que quiere silenciar a las mujeres porque solo le interesan y defiende a los hombres.

Aquí es donde la escritora ve que el feminismo islámico puede ser usado por muchas mujeres como un arma. Al menos por todas aquellas que quieran seguir vinculadas a la religión, aunque Eltahawy se denomine feminista secular: «No puedes retar a Dios, y esto te pone en un dilema, sea la religión que sea». Por esto le sorprende y decepciona el posicionamiento de la izquierda progresista: «La gente de la izquierda que viene de fuera de lo musulmán dice “tengo que apoyar el hiyab porque no quiero ser racista». Por su parte, la derecha piensa que todas las mujeres musulmanas están oprimidas. Al final, todo el mundo está enfrentándose o discutiendo sobre nuestro cuerpo, pasando por encima de él». Se reproducen, incluso desde el buenismo, las lógicas coloniales donde los territorios (sean tierra, sean cuerpo) son conquistados aunque sea conceptualmente. Y monitorizados con el entrometimiento de teorías ajenas y la pretenciosidad de generar desde fuera un discurso para las otras. 

—Quiero que la derecha se calle y escuche a las mujeres musulmanas. Quiero que la izquierda se calle y escuche a las mujeres musulmanas. Quiero que los hombres de las comunidades musulmanas se callen y escuchen a las mujeres musulmanas. Quiero que el hiyab sea una discusión entre mujeres musulmanas, no entre personas no musulmanas. Muchas lo rechazamos, muchas otras lo queremos, pero es nuestra lucha. No queremos a nadie diciendo «sí, sí, qué bien está, lo apoyo» o «no, no, qué mal está». ¡Esta no es tu lucha, es mi lucha!

«La revolución sexual que el mundo árabe necesita»

Entre las páginas de El himen y el hiyab encontramos datos terroríficos. El 99,3% de las mujeres y niñas egipcias aseguran haber sufrido acoso sexual. Cuenta que sus amigas bromean con la posibilidad de que «el 0,7% restante tenía el teléfono apagado cuando la ONU llamó para preguntar».

¿Cómo es la declaración de intenciones que Eltahawy hace sobre la revolución sexual que imagina? «Mi cuerpo me pertenece.» Parece sencilla, pero con esto —apunta— quiere decir que lucha contra la violación marital, contra el acoso callejero y contra la mutilación genital. Que puede tener sexo con quien quiera y cuando quiera siempre que haya consentimiento. Y que ese sexo puede ser con un hombre, con una mujer, o una persona de género no binario o varios hombres o varias mujeres o varias personas de género no binario.

—Para mi la revolución sexual también es ir contra la heteronorma y la mononorma.

Como anarquista, Eltahawy dice que quiere destruir todas las jerarquías que la oprimen. Ni heteronorma, ni religión, ni velo, ni cisexismo, ni monogamia. «Quiero ser libre de todas esas restricciones.» Defiende que la monogamia nos impone una forma muy binaria y capitalista de ser: dos personas que deben formar una familia y consumir. Y que manda un mensaje claro a las mujeres: «Sé fiel, cuídale, sé una buena esposa. La monogamia no es creíble. ¿Permite que los hombres sean libres y castiga a las mujeres? ¡Venga, tenemos que volvernos más queer

Y por aquí «asoma la patita» de su próximo libro.

Lo queer como camino para la destrucción del sistema por completo.

Lo queer que trasciende ya las cuestiones de género.

Lo queer porque la igualdad no es suficiente: «No quiero ser un hombre, los hombres tampoco son libres».

Me dedica el libro con tres bellas palabras que resumen su lucha: «Fuck the patriarchy».