En la cinematográfica Nueva York, gente venida de todas partes expresa su vitalidad en 170 lenguas diferentes formando un colectivo en transformación permanente. Chinatown es uno de los barrios tradicionales donde se expresa esa dinámica, recogiendo las raíces de los que llegaron antes y abriendo sus puertas a los recién venidos. Altaïr Viatges tiene un viaje con experto único a la Gran Manzana, y las fotografías de Javier Sánchez destilan la pulsión de vida de este pequeño rincón de Manhattan.

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La gente que vive en Chinatown, Manhattan, es vital y resuelta. Si miramos por encima de los rascacielos imponentes de Nueva York se intuye que todos compartimos el mismo cielo y, sin embargo, al mirar por debajo cada territorio es diverso incluso en su misma especie.

Estas calles aglomeradas de gente son difíciles de llevar en el día a día. La sensación de multitud se impone ante los ojos de las personas que llegan por primera vez a este barrio histórico construido por los inmigrantes asiáticos. Aunque la comunidad china de la «capital del mundo» haya cambiado mucho respecto a los pioneros que se instalaron aquí para proteger sus intereses.

La tasa de entrada de extranjeros a Estados Unidos y a la urbe más cinematográfica del planeta es grande, y un lugar predilecto de muchas personas para empezar una nueva vida es justamente Chinatown. Un rincón de Norteamérica donde casi todas las transacciones económicas que la ley permite se cierran en efectivo: los comercios de comestibles y los negocios que ofrecen servicios como odontología o fontanería sólo admiten dinero en moneda o papel.

Juegos de mesa en Columbus Park.
Un empleado descansa en el 112 de Mosco Street.

El trabajo precario abunda en una población que, en muchos de los casos, habla inglés sólo de cara a la galería. Al igual que ocurre con las compras y ventas, los trabajadores son remunerados en metálico y, en muchos casos, con sueldos inferiores a los que les corresponderían por categoría. Sin seguro, se encuentran desamparados para reclamar sus derechos. Parece un territorio hostil, aunque lo que sería una mala vida para algunos es, para otros, una nueva forma de emprender un camino hacia la libertad.

Cada vez más abierta a otras culturas que no sean la china, Chinatown acoge a inquilinos llegados de sitios muy diferentes. Está considerado un lugar para personas que desean vivir en los Estados Unidos con pocos recursos y al margen del control del país, si se adaptan a las calles y al ritmo de la ciudad. Y la población neoyorquina ha aceptado en su núcleo urbano este gran despliegue de cultura asiática, incorporando a los hijos y nietos de los primeros llegados, a esa segunda y tercera generación fruto de la odisea de algunos soñadores. Una amalgama densa y vigorosa acompañada de turistas que veneran cada rincón de un barrio tan característico.

Máscaras tradicionales presentes en algunos escaparates.

Las nuevas generaciones de origen chino son ya autóctonos del lugar y se mezclan con actitud yankee en todo tipo de situaciones y en liturgias al más puro estilo americano. Sus abuelos hubieran querido para ellos una enseñanza típicamente china pero ellos prefieren mezclar el ramen con pancakes y mucho sirope de arce. Han empezado a estudiar Música, Literatura, Derecho o Arquitectura por interés propio. No sólo trabajan en su clan, si no que se relacionan con otras culturas que les llevan a entablar relaciones con otras formas de vida, algunas totalmente opuestas a sus creencias. Chinatown se extiende y sus retoños ahora viven en Hoboken, en Brooklyn, en Staten Island, enfrente del Empire State y corren por Central Park.

En Mott Street los comerciantes cierran sus tiendas al atardecer.
La basura se amontona a las puertas de un restaurante en el 218 de Grand Street.

Visitando la ciudad, conozco un ejemplo de esta evolución. Sam Chien regresó de Boston, dónde estudió Música en la cara y prestigiosa Berklee College of Music, para formarse como odontólogo y así empezar a trabajar en la clínica dental que su familia posee en el centro de Chinatown. Decidió seguir los pasos laborales de sus ascendientes por voluntad propia, al ver la dificultad de hallar una salida profesional en el complicado panorama musical. Ya en cuarto curso de la NYU College of Dentistry, realiza prácticas en la empresa familiar que tanto esfuerzo y sacrificio le costó conseguir a su familia, proveniente de Taiwán. Convive en un pequeño quinto piso de la calle Elizabeth —desordenado y caluroso— con su novia, también china, dedicada a la publicidad.

En Columbus Park los días pasan entre taichí y apuestas clandestinas de los vecinos, todos miembros de la comunidad asiática. Las cámaras y los forasteros no son bienvenidos entre el tumulto que se forma alrededor de la persona que dirige el juego y los participantes por cuyas manos fluye el dinero.

En Mulberry Street se puede comprar fruta asiática a muy buen precio.

La población neoyorquina ha aceptado en su núcleo urbano el gran despliegue de cultura asiática que convive en sus calles

Sam Chien realiza un tratamiento a uno de sus pacientes en la clínica dental Blue Sky.

En algunos aspectos, la de Chinatown sigue siendo una sociedad cerrada. La suciedad del entorno es proporcional al volumen de personas que habitan la zona. Los restaurantes —con diferentes niveles de salubridad— abundan como la basura amontonada sobre la acera. Los olores se mezclan. Los chorros de los desperdicios inundan la calzada mientras las paradas de alimentos a buen precio venden a gran ritmo. Chinatown es la zona de Nueva York más asequible en casi todos los aspectos. Fruta y pasteles para los bolsillos de las personas con menos poder adquisitivo de la ciudad. El barrio atrae para sus compras a gente de tres cuartas partes del territorio neoyorquino. Los restauradores ofrecen menús económicos; los empleados trabajan a destajo por la demanda incesante de comida barata. El resto de la ciudad es más costoso; los sueldos bajos hacen difícil repartir los recursos entre la subsistencia básica y la carísima vivienda. Todos van a Chinatown por obligación y por encanto.

Algunos empleados esperan a que los recojan en la puerta de sus establecimientos.

Desde la perspectiva del atardecer todo parece más lento y relajado, incluso este frenético barrio. Alejarse de Chinatown ayuda a reflexionar sobre la costumbre que tiene el ser humano de relacionarse y convivir siempre en los mismos metros cuadrados. Y sobre el movimiento contrario: la emigración, que nos lleva a dejar nuestras vidas para encaminarnos hacia otras en territorios lejanos, a establecer nuestra cultura en una latitud distinta. Algo que tiene que ver con el instinto de supervivencia y el miedo a perder la identidad, y que produce lugares tan singulares como la incomparable Chinatown.