Rohullah Nikpai y su hermano se sentaban en primera fila, a los pies de los mayores. Era una pequeña habitación con paredes de barro donde decenas de hombres pasaban las horas delante de una vieja televisión mirando películas chinas de artes marciales. A Rohullah le gustaban especialmente las de Jackie Chan, una combinación golpes y humor a partes iguales, y es que cuando vives en un campo de refugiados, las carcajadas te pueden salvar la vida. Fue allí, en aquel campo de Irán, donde los juegos de aquel niño se convirtieron en los sueños de un joven. Allí fue donde se forjó la primera medalla olímpica de la historia de Afganistán, entre filas y filas de tiendas de campaña, en medio de la nada. Fueron seis años en los que solamente el deporte y el cine permitían soñar, los seis años transcurridos entre la llegada de Rohullah al campo, siendo todavía un niño, y el momento en el que lo abandonó, convertido ya en un hombre.

El periplo empezó en 1996, cuando los Nikpai lo dejaron todo atrás el día en que los talibanes entraron victoriosos en Kabul. La familia era de etnia hazara, mayormente chiita y tachada por los líderes talibanes de inferiores por no seguir su misma doctrina. Millares de hazara eran asesinados a medida que los talibanes plantaban sus banderas negras en el país. Los más afortunados conseguían llegar a Irán, donde acababan en campos de refugiados, sin apenas expectativas de futuro. Muchos chicos cayeron en las redes de traficantes de drogas, otros se resignaron a pasar los días tumbados en una alfombra sin hacer nada… y otros vieron en el deporte una manera de escapar de aquella pesadilla.

La familia era de Rohullah era de etnia hazara, la misma que los talibanes asesinaban a medida que plantaban sus banderas negras en Afganistán.

Rohullah Nikpai había descubierto el taekwondo en un gimnasio de Kabul, donde algunos de sus familiares se ejercitaban. Ya con 10 años imitaba sus movimientos cuando los veía entrenar. Cuando llegaron al campo de refugiados, Rohullah y su hermano descubrieron rápidamente la zona donde los jóvenes se dedicaban a practicar deporte. Una ONG comenzó a organizar torneos entre los refugiados y Nikpai enseguida destacó en los de taekwondo, lo que le permitió entrar en un equipo que competiría en torneos por todo Irán. Sus primeras experiencias no fueron buenas; inspirándose en sus héroes de la pantalla, Nikpai salía a dar golpes y descuidaba la defensa. Cada derrota, cada golpe, cada gota de sangre fueron su escuela, y poco a poco aprendió a defenderse y a estudiar a su rival.

Cuando en el 2004 los Nikpai volvieron a Kabul, Nikpai tenía ya 18 años y sus padres le ordenaron que aprendiera un oficio. Comenzó a trabajar en una peluquería, pero todo lo que ganaba lo invertía en ir al gimnasio. Por las mañanas, se entrenaba en casa con unas pesas que él mismo se había fabricado y después de trabajar, entrenaba en el gimnasio hasta que se ponía el sol. Miembro de una minoría étnica, nacido en una familia sin recursos y con un pasado en un campo de refugiados, Nikpai parecía destinado a malvivir. El taekwondo le salvó la vida. Poco a poco empezó a destacar en campeonatos locales y finalmente, en el 2006, la Federación de Afganistán le ofreció una beca para participar en los Campeonatos Asiáticos, donde, sorprendentemente, se clasificó para los Juegos Olímpicos de Pekín. En tan solo cuatro años, había pasado de un campo de refugiados a participar en unos Juegos y todo pese a su pobre preparación. En el pabellón donde entrenaba no había agua caliente y la luz solía irse a menudo. Por suerte, la Federación había contratado a Min Sin-hak, un entrenador coreano con el que Nikpai no dejó de crecer como deportista.

Con los talibanes en el poder, Afganistán había dejado de participar en los Juegos, pero en el 2004 volvió a enviar a dos atletas a Atenas. En el 2008 fueron cuatro, dos de ellos en taekwondo: uno era Nikpai; el otro, Nesar Ahmad Bahave, había ganado una plata en los Mundiales y llegaba con opciones de ser el primer afgano en besar una medalla olímpica. El Gobierno prometió incluso que reforzaría la red eléctrica para evitar que los habituales cortes en la red dejaran las pantallas de televisión en negro. Sin embargo, en el primer turno de la categoría de menos de 68 kilos, el norteamericano Mark López derrotó con cierta facilidad a Ahdmad Bahave. Tan solo 24 horas después le llegaba el turno a Nikpai, que debutó derrotando al campeón europeo, el alemán Levent Tuncat. En cuartos de final perdió contra el mexicano Guillermo Pérez, pero una hora más tarde se impuso al británico Michael Harvey y se clasificó para el combate por la medalla de bronce contra el campeón del mundo, el barcelonés Juan Antonio Ramos. Millones de afganos siguieron aquel combate en el que Rohullah Nikpai tocó el cielo. Cuando el árbitro decretó el final, Nikpai lloró en el suelo como un niño.

Aquel mismo día, el presidente Hamid Karzai lo llamó por teléfono y le anunció que le regalaría una casa cerca del palacio presidencial. Cuando Rohullah Nikpai volvió a su país, millares de personas lo recibieron en el aeropuerto y vio cómo un helicóptero del ejército paseaba por el cielo de la ciudad una enorme imagen suya. El refugiado se había convertido en el afgano más famoso. Sin embargo, una vez pasada la euforia, la única cosa que realmente había cambiado era que ahora tenía una casa. Nikpai siguió trabajando en la peluquería y preparando las citas deportivas como podía. Cuatro años más tarde, volvió a los Juegos, esta vez en Londres, y repitió su gesta con una medalla de oro. En aquella ocasión ya no le regalaron nada. Ser el único afgano con dos medallas olímpicas tampoco le sirvió para que las autoridades le prestaran atención. En el 2016 no pudo estar en los Juegos de Río de Janeiro porque la Federación se olvidó de mandar su documentación. El verdadero premio para Nikpai ha sido ver cómo estos últimos años se han creado más de 500 clubes de taekwondo en un país que por unas horas soñó gracias a él.

 


La historia de Rohullah y muchas más ligadas a los Juegos Olímpicos aparecen en el Atlas de los sueños olímpicos (Geoplaneta), el libro que Toni Padilla publicó en 2020. Las ilustraciones son obra del Sr. García.