LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.
Es raro encontrar publicados textos de pastores escritos por ellos mismos y por eso La vida del pastor (Debate, 2016) resulta tan útil, por ejemplo, para lobos como yo. Es cierto que las ovejas del Distrito de los Lagos no son como las manchegas o las australianas pero ellas y los pastores se relacionan en todas partes de un modo similar, la oveja Mary está de acuerdo conmigo.
Mary aceptó comentar el libro de James Rebanks con una cerca electrificada de por medio, no se fiaba de que yo sólo quisiera hablar.
—La vida del pastor posee la singularidad de haber roto las coordenadas—, dijo Mary, bestia erudita que habla como si fuera una crítica literaria.
—¿Por qué?
—¿Has leído el libro? —a veces, es así de repelente—. Lo dice el propio Rebanks: el paisaje es nuestro hogar y rara vez nos alejamos de él. Es donde empieza y acaba todo. ¿Y qué hace él? Rompe con esa costumbre, se aleja del hogar durante una temporada… y consigue la distancia que le permite observar que un sabio del campo como su abuelo era, para el resto del mundo, «un don nadie».
Entonces, decide explicarnos no sólo quién era su abuelo sino también sus vecinos pastores, quién es él y cuál es su lugar en el mundo.
Qué lista es Mary, me la comería viva. Estoy de acuerdo: en este libro late el deseo de reivindicar el valor de esos don nadie expresando su rica cotidianeidad y, con ella, un mundo físico y sentimental que suele llegar a la literatura filtrado por miradas demasiado intelectuales y ajenas a lo que el pastor considera su vida real.
—Este libro ha sido una estupenda sorpresa—, dice Mary, que se acercó con la cautela obligada por el nuevo boom literario-naturalista, temiendo un producto simplemente bien traído a los cauces de la moda, y ha encontrado a un narrador vigoroso que comunica su legado con emoción, datos y sensibilidad, contextualizando su lugar en la tierra de manera memorable.
Rebanks pertenece a una estirpe de pastores forjada en ese Distrito inglés donde enormes extensiones de pastoreo conforman la mayor concentración de tierra comunal de Europa occidental, lo que, sumado a la ausencia de grandes depredadores facilita que las ovejas pasten sueltas durante hasta ocho semanas. Se me hace la boca agua.
—Lástima que hayan acabado con tu familia británica, ¿eh, Lobo?—, murmura Mary, leyéndome el pensamiento mientras se burla de que me haya disfrazado de ternero para mantener esta entrevista en los alrededores del precioso lago Buttemere.
Nos emocionamos por diversos motivos al rememorar cómo Rebanks cuenta su relación con ovejas y corderos al detalle, desde el desparasite y la vacunación primaveral a la esquila y la recogida de heno en verano, antes de la temporada de ferias ganaderas de otoño y de los partos para encarar el invierno con un rebaño fuerte, renovado. La época en la que los pastores extreman el cuidado de los animales para que los futuros corderos nazcan con la robustez de sus padres.
Mary cita de memoria el fragmento que narra cómo se elige y enfarda el heno, con los avioncillos zapadores aguardando el volteo del fardo para cazar insectos en el aire; y yo recuerdo cuánto repele a cualquier pastor la cercanía de un perro ajeno, y el tramo dedicado a subrayar lo indispensables que son los mastines para lidiar con ovejas.
En este libro late el deseo de reivindicar el valor de esos don nadie expresando su rica cotidianeidad
Rebanks tiene el talento de contagiar la tensión y el interés de las subastas de ganado o de ilustrar sobre las exigencias físicas de unas tareas tan agotadoras como compatibles con el embelesamiento casi zen: «Los buenos ganaderos pasan un montón de tiempo mirando, observando y pensando. Eso es lo que hacen cuando los ves allí de pie con pinta de no estar haciendo nada». Están discerniendo su próximo movimiento, avisados de que «aquí hay que hacer algo más para ganarse la vida».
Rebanks expone las dinámicas de una «vida sin interruptores» ajustada al ciclo solar y Mary pregunta con retintín si he leído que en el Distrito «no hay compasión por los zorros» porque, según Rebanks, esos carnívoros saben muy bien lo que hacen.
Pero a mí me interesa más conocer la intimidad de ese hombre que puede soportar «odiosas» nieves y ventiscas o experimentar la exultación de sentirse a diario «vivo y valioso» alimentando a los animales en un espacio «donde la hierba lo es todo». Frases simples y definitivas que parecen caérsele del inconsciente en un discurso tan natural que, claro, incluye las típicas groserías autóctonas subrayando la autenticidad del autor. Y su encanto.
De todos modos, esa fluidez de apariencia tan sencilla tiene, al menos en Rebanks, una explicación universitaria.
—No es pastor todo lo que reluce—, señala Mary, porque a Rebanks lo matizaron las aulas.
Por lo visto, el joven James mostró pronto una capacidad de aprendizaje distinta que, a tenor de las cada vez mayores dificultades económicas de su familia y la extendida matraca del debes-labrarte-un-futuro-mejor, dieron con él nada menos que en Oxford.
Reclutado por una especie de cazatalentos, James Rebanks ingresó en la universidad «sin casi saber escribir a mano» pero amortizó las lecciones lo bastante bien como para ganar un concurso de Trivial a los profesores del lugar. La hazaña le valió el apelativo «inteligente», título que nunca buscó. Alternaba las clases con frecuentes visitas a la granja, donde siguió ayudando cuanto podía aunque sumido en un estado de cierta confusión mental. «Como yo me veía, yo era un hombre a todos los efectos. La gente de mi edad que iba a la universidad me parecía aniñada y sin rumbo», escribe Rebanks, que cuando no estaba en el aula «me iba a hacer el pastor» por los parques de Oxford.
Rebanks expone las dinámicas de una «vida sin interruptores» ajustada al ciclo solar
Del cóctel de paseos académicos y puntuales labores granjeras emergió su pensamiento adulto. Le tocó vivir «divorciado del cambio de los días y las estaciones» mientras ahondaba en la obra de los grandes bardos del campo, como W.H. Hudson, Wordsworth o Alfred Wainwright. Y fue un shock descubrir que, si bien escritores como Wainwright habían influido capitalmente en cómo miles de personas veían la tierra natal de Rebanks, en esa mirada no había «casi ni rastro de lo que nos importaba a nosotros». «Me molestó descubrir que parecía que nadie del exterior había pensado que este era un lugar hermoso o digno de visitar hasta aquel momento». Se refiere al momento en el que unos forasteros alabaron su paisaje.
Mary comparte «cien por cien» esta molestia y la perturbación al comprender que el Distrito de los Lagos emergió entonces como «un lugar de ensueño para gente sin conexión con la tierra».
—Y por eso me parece perfecto que este libro dedique unas cuantas páginas a pulverizar esa especie de fantasía bucólica sobre la existencia aislada de pastores y granjeros. Rebanks se ha limitado a transmitir la realidad sin maquillaje, y a partir de esa verdad suya, que cada uno decida cuánto le gusta el paisaje.
De todas formas, tras haber sufrido la ciudad, Rebanks entiende la necesidad de los urbanitas de idealizar los grandes espacios naturales. «Ese infame y ruinoso colegio de mierda se llevó cinco años de mi vida. Me pondría furioso de pensarlo si no fuera por el hecho de que aquello me enseñó más acerca de quién era yo que cualquier otra cosa que haya hecho. También me dejó convencido de que el tipo de vida moderna que lleva mucha gente es una mierda», sintetiza el pastor, que firma algunos párrafos antológicos dignos de un dinamitero infiltrado en uno de los más coquetos y resabiados santuarios de la ilustración.
Cinco años según él lamentablemente imborrables que, no obstante, le ayudaron a escribir este libro tan bueno y libre, donde la genuina voz narradora hilvana durezas y suavidades con gráficos episodios que reflejan las esencias de una vida campera. «Cuando compramos un carnero compramos ensoñaciones de futuro». Frases así constatan el éxito de la aleación académico-rural en un Rebanks que sin duda tira al monte y a los pastos pero que ha llegado a nosotros gracias, en parte, a la ortodoxia de los pupitres.
—La primera persona resulta primordial para medir la magnitud del mérito de Rebanks—, opina Mary seducida por un testimonio que recoge los mejor de ambos mundos, el rural y el urbano, para los que continúa trabajando como experto del centro de Patrimonio Mundial de la UNESCO y recogiendo ovejas.
—Nunca nos abandonará —sentencia la oveja Mary—, porque quiere ver cómo sus hijos se crían viendo sangre y no que mantengan una relación infantiloide con ella. Quiere seguir en un entorno donde a cada hombre y mujer se les juzga por su trabajo, por sus animales y por su participación en la comunidad.
—Estoy de acuerdo. La comunidad importa—, digo, y mi contertulia tose sonrojándose y sabiendo mejor que muchos que Rebanks nunca se desenganchará de una tarea que le inocula la «sensación de estar perpetuando algo más grande que yo», algo «que te libera de la importancia personal» al permitirle reconocerse como un «eslabón de una cadena muy larga».
Imagen de cabecera, CC David Esparza Sasin