La fascinación por el llano campestre posee un nosequé engañosamente civilizado, porque la contemplación del terreno extendido invita a imaginar que se prolonga sin fin. De hecho, hay personas que al pisar un claro digno de ese nombre se ponen automáticamente a soñar, y es que el llano, por muy de andar por casa que sea, posee el encanto de la reducción, de la miniatura virtuosa capaz de evocar mesetas, desiertos, océanos, y el desafío que estas magníficas superficies proponen. Así, el descampado es la advertencia doméstica de que hay una aventura a la espera, y si por un lado agrada su magnitud asequible, por otro azuza al espíritu con su modesto aviso de distancias kilómetricas.
Tras leer Viajar (Páginas de espuma), podría decirse que Robert Louis Stevenson fue un destacado miembro de esta clase de adoradores del llano. En el libro, Stevenson recomienda reiteradamente «las zonas más tranquilas del paisaje inglés» a quien desee disfrutar de verdad. También es partidario de, a falta de arboledas, cimas o lianas, escrutar las nubes y percibir los matices del viento, declarándose fan de la campiña y sus sutilezas, donde halla la vida discretamente condensada. El llano es el lugar que permite al escocés estructurar sus ideas con relax. A veces topa con promontorios, ondulaciones tenues, alguna sinuosidad, pero a pesar de esos accidentes leves, él entiende el todo como una planicie inspiradora. Los llanos donde Stevenson se relaja están, además, tan ordenados que no admiten más sorpresas que las procuradas por el talento del propio autor para demostrar cuánto inspira la monotonía, revelando desde los matices de lo aparentemente idéntico a la gracia de una especie de curva.
Stevenson ve regalos donde otros se aburrirían, aportando un repertorio de variaciones sobre el paisaje de apariencia uniforme, atendiendo igual al «siseo vano del viento» como a las nubes que «dirigen las grandes masas de sombra», para de pronto aupar la reflexión a una cota más trascendente : «Nuestros años ruidosos parecen momentos aislados en medio del silencio eterno».
Todo muy sublime y tranquilo, al margen de jaleos épicos, si bien a estas alturas sabemos que, mientras caminaba en paz, Stevenson atisbaba las emociones más bastas que latían en las profundidades del dócil llano gracias a la observación calmada. Esa misma parsimonia le permitiría aprehender el esplendor de la naturaleza domesticada o interiorizar sustantivos adecuados, y le sugirió buenas ideas, como por ejemplo que para escribir sobre el inconmensurable océano (el llano líquido) debía desbocarse. De manera que se dejó inflamar por las llamas de la calma, y en ese estado facturó su isla del tesoro.
Tras leer Viajar, alguien puede preguntarse por qué un andarín portentoso, adicto al viaje a pie y devoto del británico sosiego, pudo ofrecer una historia de aventuras de referencia a la humanidad. Una posible respuesta es que Stevenson se empapó del llano hasta sentirse como los que de verdad han vivido ese espacio: expuesto. «Como no hay arboladas», escribió, «y la superficie apenas muestra irregularidad alguna, el caminante se siente expuesto en su marcha desde el comienzo mismo: no hay nada en lo que fijarse, nada que esperar, nada que contemplar junto al camino, salvo alguna casona con aspecto poco acogedor aquí y allá».
La isla del tesoro es una aventura de exposición total, a los elementos y a los individuos, gestada en pizpiretas deambulaciones por la campiña, entre otros viajes y paseos. Como si el doctor Jeckyll de Viajar hubiera cedido el paso a Mr. Hyde al pergeñar la trama del chaval, los piratas y el loro.
El caso de Stevenson rescata una vieja idea mía de infancia (quizá se deba a mi enquistada empatía hacia las vastedades despejadas, por no decir yermas) que dice así: nada como un llano para tener la sensación de viajar.
Esta gastada idea acumula más detractores de los pensados, críticos incondicionales de la insulsa rutina del campo grande o la llanura abúlica. Por el contrario, los apologetas solemos apoyarnos en cuestiones elementales que empiezan por la evidencia de que el llano obliga a andar mucho. Y a andar, si es posible, de un modo equilibrado, a ritmo sostenido y natural, de acuerdo con las fuerzas y el carácter de cada uno y con la confianza de que, al fondo, en la línea de ese horizonte indistinguible, hay algo. Algo. Sea lo que sea ese algo, se trata de una razón para andar. La gran virtud del llano es que siempre ofrece la posibilidad de un horizonte.
Las suaves planicies de Stevenson se emparentan con llanuras más o menos legendarias, marinas también, y ahí queda La línea de sombra, donde la agónica deriva de un velero sin viento sirve a Conrad para reflexionar sobre el paso de una edad a otra, y sobre lo a merced que estamos de los elementos. Un buen ejemplo terrestre señalaría a El desierto de los tártaros de Dino Buzzati, con el protagonista acantonado eternamente en una fortaleza a la espera de que un presunto ejército enemigo ataque de una vez, empachándose de un horizonte hueco. El lugar por donde deben llegar los rivales no es del todo liso, pero la capacidad equilibrante de la imaginación consigue aplanar el terreno.
Nadie se distiende en un buen llano, porque no admite el paseo. El paseo es una forma idílica de desplazamiento que se basa en coordinar los pasos templados con el discurrir de la conciencia, alimentándose de los objetos y la acción alrededor. Así, el paseo resulta imposible en el buen llano, porque no hay imágenes, símbolos, árboles, personas en las que apoyarse. Podríamos hablar del valor significativo de la piedra, la hormiga y la nube pero un buen paseo nunca debe limitarse a tamaña austeridad. Un buen paseo requiere una armonía musical que atraiga ideas a juego, prefiere la variedad de colores, el movimiento suave alrededor. La marcha del llano, a base de piedras, nubes y hormigas exige una tensión distinta, incluso una velocidad ligeramente más rápida, que dará lugar a ideas de otra calidad. Y está bien. Si todos paseáramos el mundo sería demasiado perfecto.
Ejemplos de llanuras efervescentes son las australianas que Chatwin capturó en Los trazos de la canción, evidenciando que el desierto estaba lleno de cosas, de canciones también. Todo un golpe para quienes insisten en sentenciar que en el desierto no hay nada. Que se lo digan a Winston Churchill, testigo de que en el Sudán más abrasador se construyó una línea de ferrocarril impresionante, unos trabajos que de repente llenaron la nada:
«Difícilmente puede expresarse con palabras la salvaje desolación de las regiones que atravesaron la línea y sus constructores. Un suave océano de arena brillantemente coloreada se extendía vasto y distante hasta el lejano horizonte. El sol tropical calentaba con brutal perseverancia la planicie hasta que ésta quemaba en contacto con la mano desnuda, y el aire vaporoso chispeaba y resplandecía como salido de un horno. Aquí y allí sobresalían de la llanura las enormes masas de rocas desmoronadas, islotes de carbonilla en un mar de fuego. Solitaria en esta vasta inmensidad se encontraba la cabeza de la línea: un poblado de lona de 2.500 habitantes con estación, tiendas, oficina de correos, oficina de telégrafos y cantina, conectado con el mundo vivo de los hombres y las ideas por dos líneas de acero paralelas, a un metro de distancia una de otra, desvaneciéndose y estrechándose en una larga perspectiva, hasta que se deformaban y nublaban por efecto del espejismo y desaparecían en la distancia».
La línea del desierto terminó uniendo Wadi Halfa y Atbara pero, a falta de ferrocarril, y con la misión de dirigir una guerra de guerrillas, Lawrence de Arabia amortizó las vastedades desérticas experimentando, por ejemplo, nuevas formas de dolor al montar en camello demasiado tiempo; buscando «dónde se habían ido nuestras sombras»; o reinterpretando el tiempo y el espacio: «En verano», escribe en Los siete pilares de la sabiduría, «los camellos podían resistir marchas de unos cuatrocientos kilómetros después de haberlos abrevado: eso duraba tres días. Noventa kilómetros constituía una etapa fácil. Ciento cincuenta kilómetros era una etapa buena. (…) El alimento para seis semanas nos proporcionaba capacidad para hacer una salida de mil novecientos kilómetros y regresar a nuestra base».
Estos son, en fin, algunos llanos ejemplares que certifican la imposibilidad de pensar esas extensiones en auténtica armonía. Quizá sea esta la causa por la que el llano goza de tanta popularidad.