Si viajar ha sido históricamente una empresa masculina, no es sorprendente que la escritura de viajes también haya sido, hasta muy avanzado el siglo XX, un género literario profundamente varonil, además de una práctica imperialista occidental (Pratt 1992). En la nueva América, los cronistas de viajes solían ser por lo general hombres ligados a algún proyecto bélico o científico. 

Durante el siglo XIX y principios del XX, las mujeres estadounidenses y europeas que viajaban por América Latina normalmente lo hacían para seguir a sus esposos o, excepcionalmente, porque su profesión como educadoras o científicas se los exigía (Medeiros 2019, Broome 2014). En su estudio pionero sobre el papel de la literatura de viajes en la expansión la cultura imperial por el mundo en el siglo XIX, Mary Louise Pratt (2008) llama a este tipo de mujeres «exploradoras sociales» y analiza especialmente el caso de Flora Tristán en Perú y María Graham en Chile. En México destacan memorias –que ahora podríamos leer como crónicas de viaje– tales como A Winter in Central America and Mexico (1889), de la estadounidense Helen Sanborn, una recién graduada de Wellesley College que aprendió español sólo para poder acompañar a su padre en un viaje de negocios; o la más estudiada compilación de cartas Life in Mexico During a Residence of Two Years in That Country (1843), de Frances Calderón de la Barca, una mujer escocesa que se casa en Estados Unidos con el español Ángel Calderón de la Barca y llega a la Ciudad de México cuando su esposo es enviado como primer representante de España en la nueva nación independiente. Según los recuentos de estas extranjeras, la situación de las mujeres mexicanas era de mayor represión social y menor educación formal (Hahner 1998, Gerassi-Navarro 2017, Medeiros 2019). Quizá por ello de este periodo se sabe menos de viajeras mexicanas que de los viajes y obras de otras autoras en el continente, como las de la internacionalmente reconocida autora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda.

No es casual, además, que el registro de los viajes femeninos se realizara a través de la práctica de géneros discursivos privados o «literatura menor», particularmente a través del género epistolar. En el siglo XIX la popularización de la comunicación a través de cartas coincide con el inicio del turismo masivo, los movimientos feministas y una economía imperialista que inspiró e incluso auspició gran parte de la literatura de viajes (Earle 2016, Pratt 1992). 

Ya desde el siglo XIX las élites latinoamericanas solían discutir con admiración las observaciones de científicos viajeros sobre su sociedad y territorio, e incluso algunos círculos habían adoptado la costumbre europea del siglo anterior del Grand Tour como una forma de completar su educación, pero también de hacer negocios con otras élites. No obstante, viajar seguía siendo un acto primordialmente destinado a los hombres. El género «crónica de viaje», travel literature o travel writing, también lo era: de Heródoto a Alexander von Humboldt, Charles Darwin, Robert Louis Stevenson, Daniel Defoe, Joseph Conrad, Bruce Chatwin o Jack Kerouac, viajar y escribir sobre ello eran actividades masculinas. Las mujeres documentaban sus viajes a través de los géneros privados, como la carta y el diario, por lo general sin ambiciones de publicación. Esto explica, en parte, por qué la literatura de viajes femenina, incluso ya muy entrado el siglo XX, ha conservado el tono intimista y privado de las confesiones, que da a veces más cuenta de los procesos identitarios de sus autoras que del acontecer histórico de su época. 

La literatura femenina de viajes no ha estado exenta de compartir características fundacionales del género, como el afán etnográfico e imperialista, con una visión eurocéntrica sobre los territorios visitados, en el caso de las autoras europeas o estadounidenses. No obstante, al representar a un sujeto viajero que interactúa de manera más compleja con las categorías de género, raza y clase, la escritura de mujeres viajeras ha destacado como vehículo que también permite el desplazamiento de normas patriarcales e imperiales (Holland y Huggan 2000). A diferencia del viaje masculino, que se ha estudiado en relación al deseo de aventura y de expansión imperial, el viaje femenino se ha visto además como una forma de emancipación de las sociedades patriarcales.

Si en el caso latinoamericano hay una escasa tradición de cronistas de viaje mujeres es quizá porque la experiencia de movilidad no solía hacerse pública y pocas veces se realizaba por placer o mero ejercicio turístico. De Gertrudis Gómez de Avellaneda a Gabriela Mistral y Rosario Castellanos, pasando por Antonieta Rivas Mercado, Alejandra Pizarnik, Clarice Lispector y muchas más, la carta privada fue el género elegido por las mujeres latinoamericanas del siglo XIX y hasta la mitad del XX para registrar y compartir el viaje. Aunque eventualmente sus intercambios epistolares se han llegado a hacer públicos, este tipo de relatos eran originalmente creados desde y para la esfera privada. Entre estas pioneras del relato de viajes en nuestra región y las autoras contemporáneas que ya sin reparos pudieron asumir el oficio de cronistas de viajes profesionales –como Margo Glantz, María Moreno, Gabriela Wiener, Leila Guerriero o Valeria Luiselli– las memorias de viaje ofrecen un punto intermedio e híbrido en varios sentidos. Con base en otros documentos privados como la carta y el diario, las memorias contemporáneas mezclan en su registro una gran variedad de géneros discursivos para dar testimonio de una experiencia real, individual y colectiva, del pasado de sus autoras.

 


Este es solo un fragmento del libro

Viajar sola. Identidad y experiencia de viaje en autoras hispanoamericanas,

de Liliana Chávez Díaz, publicado por la Universidad de Barcelona 

 

Imagen de cabecera, CC Hernán Piñera