¿Ysi todo se resumiera en un apagón? o, mejor dicho, ¿Si todo se resumiese en el apagón que nunca llegó a producirse?

En la madrugada del 5 de octubre de 1934, Oviedo no se quedó a oscuras. Un problema técnico impidió que se produjera ese apagón que debía servir como señal para que los mineros provenientes de la Cuenca del Caudal, comarca en la que se encuentra el revolucionario concejo de Mieres, entraran en la ciudad de Oviedo capitaneados por Ramón González Peña. Ese «no apagón» supuso un giro trágico para la Revolución de Asturias. La derrota estaba próxima, pero aún así Asturias todavía daría episodios de una resistencia incomparable: mientras en el resto de la península, la huelga general revolucionara del 5 de octubre sería reprimida con prontitud, Asturias se despertaba entre cantos revolucionarios y proclamas republicanas. No era una revuelta, sino una revolución.

Asturias era el nuevo París de 1871, mientras en La Felguera la CNT decretaba un comunismo libertario, en Mieres se proclamaba la República Socialista; gran parte de Asturias se organizaba según los ideales y los objetivos de Alianza Obrera —«trabajar de común acuerdo hasta conseguir la revolución social en España»—. Oviedo, sin embargo, era la excepción: ciudad burguesa y profundamente conservadora, se convirtió en escenario de la represión. A la ciudad llegaron las tropas militares dirigidas por López Ochoa, los legionarios al mando del coronel Yagüe y, detrás de todo, estaba Francisco Franco a quien, como explica Paul Preston, «el ministro de la Guerra, el radical Diego Hidalgo, había confiado la dirección extraoficial de las operaciones. Le nombré “consejero” suyo y le utilizaba como jefe oficioso del Estado Mayor».

Oviedo, ayer y hoy

Alfonso Zapico camina por la calle Eusebio González Abascal, dejando pocos metros atrás el balcón desde donde la joven Isolina, hija de minero, grita puño en alto, «¡Viva la Revolución Social!». El cielo amenaza lluvia, una amenaza que terminará cumpliéndose apenas media hora más tarde. Los ovetenses, sin embargo, deambulan por el casco antiguo ajenos a los nubarrones, casi nadie lleva paraguas, tampoco Zapico, mientras recorre los escenarios de la Revolución del 34 que él mismo ha narrado en el segundo volumen de La Balada del Norte (Astiberri, 2015). Confiesa haber cambiado el nombre de algún edificio o incorporado algún pequeño pasaje para facilitar el tránsito de los personajes, sin embargo, el espíritu de protesta y de represión que se vivió en la capital en aquellos días es el mismo que el ilustrador asturiano ha querido plasmar en las páginas del libro, una puesta a punto de lo ocurrido, una narración que escapa de los maniqueísmos, pero que no elude la connotación épica que todavía tiene la Revolución llevada a cabo por los mineros. 

En la pared del Tribunal de Justicia permanece la herida de la contienda en los impactos de los disparos realizados. Una herida, repite el Deán de la Catedral, que abre las puertas de la basílica para señalar los «desmanes» de los insurgentes con el dedo que, a pesar de los años transcurridos, sigue siendo acusador. El Deán muestra las reformas que se tuvieron que realizar en una cámara santa hoy medio acorazada, tras una puerta sellada «que ya no se puede abrir tan fácilmente como antes», concluye el Deán que, apostado en una de las naves laterales, sigue mostrando los impactos de bala, subrayando una vez más el miedo que suscitó entre los clérigos y el dolor que provocó en la creyente sociedad ovetense el ataque al símbolo de esa fe. Y, sin embargo, una no puede dejar de preguntarse que si la revuelta fue sofocada y los mineros regresaron a la mina —como dice uno de los protagonistas de Zapico: «Usted volverá a su puesto de picapleitos de la compañía ferroviaria, su mujer volverá al café, su hija a la escuela y su madre a misa de ocho»—, ¿herida para quién?

Páginas de La balada del Norte, tomo 1, de Alfonso Zapico (Astiberri, 2015)

Es cierto, en las paredes de la Catedral todavía se ven los disparos de aquel octubre del 34, sin embargo, parecen servir para relatar la historia que no fue. El Deán recuerda cómo los mineros entraron en la cámara santa y la volaron con dinamita, pero olvida narrar cómo el ejército, desde lo alto de la torre de la Catedral disparaba sin reparos por toda la plaza de Alfonso II el Casto. También olvida contar que el ejército ordenó gasear el convento de las Pelayas por miedo a que allí se escondieran los «rebeldes»; o cómo desde el cuartel de los carabineros, el teniente Camilo Ortega ordenó que se quemase el Teatro Campoamor.

Zapico no tiene estos olvidos, en La Balada del Norte los episodios no se obvian, tampoco los más incómodos. Es cierto, como dice el Deán, que durante la contienda murieron religiosos, unos 33 se calcula, pero la represión fue dura. Los mineros tenían orden escrita de no asaltar la Catedral y tenían dinamita, pero las armas escaseaban y, además, no todos sabían utilizarlas: «—¿Tú sabes disparar un cañón? —Yo no», conversan dos de los mineros creados por Zapico y es que, como dice Apolonio algunas páginas después, «en la mina se muere, pero no se mata».

Los mineros tomaron la Estación del Norte para conseguir las armas provenientes del norte de Asturias, pero para poco les sirvió. El ejército, con López Ochoa al mando, estaba dispuesto a todo, no le importó bombardear la plaza del Ayuntamiento y quemar la plaza de la Universidad, cuyas columnas de madera no tardaron en arder, provocando la muerte a varios mineros.

«Oviedo es una ciudad donde nada es lo que parece» dirá el político socialista Manuel Fernández de la Cera, subrayando la hipocresía que todavía rodea a lo acontecido en aquellos días. Para Fernández de la Cera, aquellos días fueron un ejemplo «glorioso de espíritu de sacrificio. Un intento de oponerse al ascenso del fascismo» que se vislumbraba, cada vez más cercano, cuando la CEDA de Gil-Robles entró en el Gobierno y se anunció que estaría presidido por el radical Alejandro Lerroux, conocido como El emperador del Paralelo. 

Mientras en Madrid, todavía hoy una calle lleva el nombre del General Yagüe que, tras la represión de la Revuelta del 34, fue responsable de la llamada Matanza de Badajoz, en Oviedo las calles no rememoran aquel episodio. Sin embargo, queda algo en la memoria colectiva de la ciudad, un algo que nada tiene que ver con el carácter glorioso reivindicado por Fernández de la Cera y sí mucho con el relato del Deán. 

La Revolución del 34 es, para Oviedo, un capítulo negro de su historia, un capítulo que cuenta con unas 2000 víctimas, entre las cuales se calcula que hay unos 1500 mineros. Para las Cuencas Mineras, por el contrario, la Revolución del 34 es un símbolo de resistencia, el ejemplo paradigmático de una lucha, la de los mineros, cuyo último capítulo tuvo lugar en 2012 con la marcha minera a Madrid. Una misma historia, pero dos relatos tan diferentes entre ellos como el paisaje ovetense y el de la cuenca minera del Caudal.

Las Cuencas Mineras, un tiempo detenido

El coche coge la Nacional 634, dejando atrás Oviedo, su centro histórico y su periferia obrera, en dirección a Langreo, adentrándose en el Valle del Nalón que, juntamente con el Valle del Caudal, forma parte de la llamada Cuenca Minera: más de veinte municipios dedicados principalmente a la minería.

El paisaje de la Cuenca tiene algo de contradictorio, la tranquilidad y la pureza del aire que se respira entre aquel paisaje verde, casi virginal, contrasta con el carácter agreste de las laderas del valle, por donde se elevan, entre la soledad y el abandono, los castilletes de las minas. Alrededor de los castilletes, una serie de casas bajas, de dos pisos máximo, se concentran, aisladas, en un tiempo detenido, sin apenas habitantes que abran sus ventanas y sin niños jugando en la entrada. «Si me das doce mil euros, la casa es tuya», dice entre risas el conductor del coche, un antiguo periodista de familia minera que, desde hace ya algún año, trata de vender la casa donde creció, a pocos metros de la mina, en La Güeria. «La zona vivía de la minería y, con el cierre de los pozos, ya no queda nada en la zona», comentan los vecinos, «el PP nunca respetó los acuerdos, se cerraron los pozos, pero no se buscó alternativa alguna para los jóvenes de la Cuenca Minera, aquí no hay trabajo». El último pozo en cerrar fue el Sotón, fue en 2012, tras una gran movilización de los mineros: sin la participación de los sindicatos, pues, como ellos mismos decían: «no queremos ni partidos ni sindicatos», un gran número de mineros caminó hasta Madrid «defendiendo su trabajo, luchando por el plato de comida de sus hijos». En el pozo, algunos mineros se encerraron como protesta, mientras que las mujeres se movilizaban para llevar sus protestas hasta Oviedo. El pozo terminó cerrando y los acuerdos siguen sin cumplirse.

«Es falso que el carbón sea caro», dice con indignación el guía del Museo de la minería y de la industria, un antiguo minero que, sin resignarse al cierre de los pozos, hace recorrer a los visitantes por un perfecto simulacro de mina. El visitante se estremece nada más subir en un falso ascensor que, en verdad, no desciende ni tan siquiera los metros que un minero descendería para llegar hasta el primer nivel del pozo. Apenas pocos metros, los mismos que separan en un edificio una planta de otra, el ascensor baja casi oscuras, con una luz oportunamente débil y parpadeante, y reproduciendo el sonido que hacían las jaulas al descender por las cañas, que podían alcanzar los 700 metros de profundidad. En el supuesto primer nivel del pozo, unos raíles, por donde nunca discurrieron carretillas llenas de carbón, indican la dirección de la visita. El visitante comienza así su recorrido de un kilómetro por la falsa mina observando cómo fueron cambiando las técnicas de extracción del carbón, desde las puramente manuales hasta las últimas, casi completamente mecanizadas. Algunos hacen fotos, otros miran con detalle las bocarrampla, «el que quiera, puede adentrarse por la bocarrampla para así probar lo que se sentía», señala la guía. Un simulacro, al que no faltan las falsas goteras ni el olor a humedad, pero lejos está de la perfección: el visitante camina sin el casco reglamentario —«si queréis, os lo podéis poner, pero no es necesario, aquí no hay riesgo ninguno»— y sin la lámpara minera, sin la cual en un pozo real sería imposible adentrarse. «La oscuridad en los pozos es completa», comenta el guía, subrayando la artificiosidad de esa réplica no del todo perfecta.

Una piensa que ese trabajo es inhumano, pero el antiguo minero lo reclama: «hace algunos años el carbón español era de los más baratos, ahora es más caro y cierran las minas. Dicen que contamina, pero ¿qué plan energético tiene España?», explica mientras prosigue por aquel falso túnel, lo único que queda de ese trabajo que, por raro que parezca a los urbanitas que allí lo recorremos, él parece añorar. «En Alemania están volviendo a abrir minas, aquí las cierran, ¿qué sentido tiene?». En la Cuenca Minera todo el mundo parece añorar la época en la que los pozos estaban abiertos; «claro que moría gente», comenta alguno, pero «había vida y trabajo». Dicen que el cierre de las minas responde a cuestiones políticas, por «ese discurso ecologista» que no terminan de creerse; nos insisten que un país no sólo puede vivir de energía renovable, «cuando esta energía falla, sólo queda o la energía nuclear o el carbón». Nadie contradice el discurso y una, al final, no puede sino darles la razón, porque lo que el paisaje que te rodea termina por despertar en ti un extraño sentimiento de desolación. En el pueblo de al lado apenas quedan vecinos, «hoy no llegan a los doscientos habitantes, entre los cuales no hay ningún niño. Cuando el pozo estaba abierto, el número de habitante se triplicaba o cuadruplicaba»comenta uno de los responsables de la visita.

La mina no se entiende sin la movilización de los trabajadores, la historia de la minería en Asturias es, de hecho, la historia de la lucha obrera

Desde el Museo de la Minería y la Industria se puede ver el Pozo de San Vicente, un emblema para el movimiento minero, pues fue la única experiencia de autogestión que hubo en Asturias, fue en los años 20. En el plan para reactivar la zona, se prometió convertir el Pozo en un museo sobre la historia del movimiento minero; pero hoy no hay nada, solo el castillete, testigo de un tiempo ya transcurrido. Los puestos de trabajo que debían llegar con la apertura del museo siguen esperando, mientras la zona va perdiendo progresivamente sus vecinos.

A pocos kilómetros de ahí, está el Pozo Venturo, fue el último pozo que se abrió, en 1959 para cerrar definitivamente en 1984. En su momento, fue el pozo más moderno de toda Asturias, obra de la empresa Duro-Felguera gracias a las ayudas norteamericanas. «Si ya se sabía entonces que la minería no tenía futuro, ¿por qué se invirtió tanto dinero en el pozo?», se pregunta el historiador y guía de la zona, «lo único claro es que, gracias a las ayudas norteamericanas, a Duro-Felguera el pozo le salió gratis, reportándole muchas ganancias». Ahora, a su alrededor, apenas se ve nadie. Justo delante, una enorme nave sobrevive vacía y con un cartel anunciando su venta. «Hace un tiempo aquí se instaló una empresa de informática», comenta un vecino, «fue gracias a las ayudas que dio el Estado para revitalizar la zona, pero pasó como en otros muchos casos: se cogieron las ayudas y, en cuanto, se agotaron, las empresas cerraron, sin pérdidas, pero habiendo disfrutado de esas ayudas que, al final, no sirvieron para nada». Junto a la nave, están las casas de los antiguos mineros, hoy muchas de ellas sin nadie que las habite; queda alguna pareja, muchas viudas y ningún niño. Muchos de los colegios, entonces con sus aulas llenas, han tenido que cerrar.

Quienes de niños vivieron la minería, recuerdan haber vivido junto a sus padres todas las huelgas; quienes vivieron como adulto el mundo de la mina, releen hoy las inscripciones reivindicativas que todavía quedan indelebles en las paredes de los antiguos cambiadores. La mina no se entiende sin la movilización de los trabajadores, la historia de la minería en Asturias es, de hecho, la historia de la lucha obrera. Con el pozo cerrado, todavía hoy es fácil escuchar los versos de Santa Bárbara, el himno minero; a pocos kilómetros de Sama, en plena Güeria, un monumento recuerda a las carboneras, mujeres que trabajaban en la mina, recogiendo el carbón que caía de las carretillas. «No se entiende el mundo de la minería sin las mujeres como no se entiende las huelgas mineras sin las mujeres», comenta el historiador. Juntas, una del brazo de la otra, las mujeres impedían el paso de la policía, mientras les tiraban trozos de pan y les gritaban: «¿Vais a ser tan gallinas de pegar a las mujeres?». Isolina, la joven creada por Zapico, es un homenaje a esas mujeres, a todas aquellas hijas y mujeres de mineros que jugaron un papel imprescindible en la lucha laboral. 

Hoy el Valle del Nalón es una tierra que un día fue y ya no es; es una tierra que sobrevive a través del recuerdo, pero cuyo presente está marcado por la decepción. No sólo no se cumplieron las promesas, sino que fue abandonado a su suerte tal y como están siendo abandonadas las casas que, un día, estuvieron llenas de la vida —«sí, la vida», insiste el viejo minero— que el trabajo en el pozo hacía posible. Entonces alguien canturrea Santa Bárbara y una entiende por qué la Revolución del 34 sigue siendo un hito: durante ese mes de octubre todo fue posible. Llegó la derrota y no fue ni la primera ni la última, pero fue el despertar de esa conciencia política y de movilización que definió la historia de la minería hasta el 2012, en aquella marcha hacia Madrid. Puede que hoy los pozos hayan cerrado, pero en cada una de las notas del himno canturreadas por el viejo minero pervive esa misma lucha, la única que hoy sirve para sobreponerse del abandono y del desamparo a los que han conducido las promesas incumplidas del Estado.