No recuerdo un embarque con tanto alboroto. No son ni las nueve de la mañana y, encajado entre asientos milimétricamente diseñados para optimizar al máximo el espacio, asisto atónito a un concierto de gritos y comentarios a todo volumen. Un chico con la barba rasurada al detalle pregunta —brama— a sus compañeros de viaje qué asiento les ha tocado. «¿El 16B? ¿Qué? ¿El C? ¡Bua, pasillo como siempre! ¿Tu cuál, Juan? ¿El 20 qué? ¿Eh? ¡No te oigo!». Deseo gritarle que Juan le está diciendo que está en el 20E, preguntarle qué importancia tiene eso ahora y que por qué no se calla de una vez. Más tarde comprobaré que, en este viaje que justo empiezo, el sonido —y su ausencia— transformarán de forma implacable el paisaje que me dispongo a ver por primera vez: el de la provincia de Cádiz.

Continúa el embarque. «Esto es como el borreguero de antes, pero en avión», le comenta una señora con enormes pendientes a la que camina delante suyo. Detrás de ambas diviso el primer identificativo motero: una camiseta blanca con el 58 que llevaba el difunto Marco Simoncelli. Sigue el embarque y sigue también la procesión de merchandising a dos ruedas: la gorra de Jorge Lorenzo, la mochila de Marc Márquez, la sudadera de Valentino Rossi. Confirmo que, como yo, todos ellos aterrizarán en Sevilla, pero el domingo se reunirán en el Circuito de Velocidad de Jerez de la Frontera, donde se celebrará el Gran Premio de España de MotoGP.

Harto de tanto jaleo, uno de los azafatos del vuelo cambia radicalmente el tono para enviar un sorprendente mensaje por megafonía: «Cuanto antes nos sentemos, antes nos iremos», dice el engominado Alejandro mirando al frente con incredulidad. De pronto, me siento como en el autocar que nos llevaba de excursión en el cole.

Fue durante la segunda mitad del siglo XIII cuando la Corona de Castilla —bajo el reinado de Fernando III— conquistó al reino nazarí de Granada diversas poblaciones que en la actualidad forman parte de la provincia de Cádiz. A medida que incorporaban estos núcleos en su territorio, la Corona de Castilla redibujaba la frontera del reino, por lo que añadía a esas poblaciones el calificativo «de la Frontera». Ya recorriendo carreteras gaditanas auguro que otra invasión se acerca. Huele a gasolina y viene a toda velocidad. Y, por encima de todo, emite un enorme estruendo. Decenas de motos se agrupan sobre el asfalto como bandadas de pájaros en el cielo que migran juntos hacia su paraje ideal. Los Grandes Premios transforman por completo el panorama de un territorio, convirtiéndolo en un lugar de peregrinación que tiene en un circuito su particular santuario.

Me pregunto dónde quedará la barrera momentánea, esa que delimitará la gradual conquista del ruido de los motores durante el fin de semana. Si será posible contener el avance del bullicio. Me pregunto en qué punto se establecerá la frontera del sonido.

1. Vejer —de la Frontera—

Viernes. Dos días para el inicio de las carreras.

Las casas blancas se mimetizan con el gris claro de las nubes que cubren el cielo de Vejer de la Frontera. Amenaza lluvia, pero de momento aguanta. También aguanta el silencio. Nadie pisa las desiguales baldosas de las calles situadas en lo alto del monte. Son, probablemente, las calles más paseables y menos concurridas que recuerdo. Repletas de balconcitos cerrados por barrotes, tan finos que sólo dejan espacio para pequeños tiestos. Sus flores ofrecen color a un paisaje en blanco —el de las paredes— y negro —el de las barandillas, los balcones y las farolas—. Son calles estrechas, empinadas, limpias, desiguales… vacías.

Redescubro el placer de recorrer un espacio acompañado únicamente del sonido de los propios pasos. Y, al parecer, en absoluta soledad. De repente, un síntoma de vida. Lo intuyo ahí a lo lejos, detrás de un pequeño saliente de la pared blanca, en forma de figura negra que asoma vacilante, con timidez, antes de esfumarse dando esquinazo. No hace mucho he pasado junto la estatua de la cobijada, que representa el traje típico de las mujeres de Vejer, vestidas con un manto negro que sólo deja al descubierto el ojo izquierdo. Me sentí observado mirándola… y me siento observado ahora.

Sigo mi camino. Noto una mirada clavada a mi espalda. Vuelvo sobre mis pasos sólo para identificar una señora congelada tras los barrotes de la ventana de su casa, la número 16. Con las manos entrecruzadas debajo del pecho, sigue con atención todo aquello que (no) pasa en su calle.

Doblo una esquina y me encuentro con otra mirada, en este caso menos escondida, pero también proveniente del interior de un local. Los ojos de un señor de posado tranquilo me observan desde el umbral de la puerta de entrada a una peluquería, en el número 19A. Los habitantes de Vejer no quitan la vista de la vida que sucede en sus calles, aunque al mismo tiempo parecen querer mantenerse al margen. ¿Por qué lo harán? Observan siempre bajo cobijo, como si supieran que va a llover.

Empieza a llover.

Progreso en el laberinto, escogiendo siempre la calle que sube hasta llegar al punto más alto del pueblo: su castillo. Paseo y clavo la mirada al fondo: entre almenas diviso una extensión de terreno enorme. La explotación de muchas de estas tierras depende de un sorteo que se celebra cada año bisiesto y en el que participan todos los empadronados en Vejer. El intenso verde indica que este invierno ha sido lluvioso.

A lo lejos se oye un tímido zumbido. Dos motos asoman tras una curva. Adiós, silencio.

2. Arcos —de la Frontera—

Sábado. Un día para el inicio de las carreras.

Siete y media de la mañana. El sol, aún muy bajo, multiplica el tamaño de las sombras respecto al de los objetos que representan. Me encuentro montado en un globo, sobrevolando el embalse de Arcos de la Frontera. Desde aquí arriba las formas se relativizan, y lo aprovecho para jugar a buscar figuras visibles únicamente desde esta perspectiva.

Sólo se oye el canto de los pájaros más mañaneros; por eso —entiendo— reconozco la cabeza de uno de ellos en un entrante de tierra en el agua. Incluso identifico una nota —¿una corchea?— saliendo de su pico, en lo que resulta ser una mancha negra sobre la superficie líquida.

Arcos de la Frontera está vestido de gala. La celebración de las Cruces de Mayo tiñe de color las calles blancas, y el brillo del sol le da aún más luz a las banderas, a las flores… y a las motos. La invasión es ya un hecho, y no pasa desapercibida. Es, de hecho, imposible: la estrechez de las calles obliga a los paseantes a pegarse a la pared cada vez que el zumbido de un motor acecha.

En todas las terrazas de los bares encuentro, como mínimo, un casco descansando sobre una mesa. Botas por encima de los tobillos, monos de cuero a medio abrir, gafas de sol con cristales cantones y camisetas aún más llamativas: el rojo intenso de Márquez o el amarillo fluorescente de Rossi contrastan con el blanco de esas calles acostumbradas a más tranquilidad.

Doblar un par de esquinas permite volver con rapidez a la esencia de Arcos: el silencio vuelve a reinar acompañado de una sensación de calma única. La cercanía de las paredes opuestas en la calle cubre el suelo con una agradable capa de sombra ante el incipiente calor provocado por un sol de justicia. Un señor camina lento, con la cabeza gacha por el peso de los años. Carga una bolsa de la compra en su mano derecha. Una moto aparece a su espalda; él se gira, suspira y se arrima a la pared. «Joé con las motos», dice a regañadientes mientras la ve pasar, antes de proseguir con lentitud la subida de la cuesta.

3. Jerez —de la Frontera—

Domingo. Unas horas para el inicio de las carreras.

No son ni las nueve de la mañana, y la Autopista del Sur se encuentra colapsada. A la izquierda queda el núcleo de Jerez de la Frontera, la población gaditana que más se habrá transformado durante el fin de semana. A la derecha, la razón de ese cambio: el Circuito de Velocidad Ángel Nieto. El atasco es tal que hasta los que siempre suelen encontrar grietas por las que escapar —los moteros— están con un pie sobre el asfalto. La vista al horizonte recuerda al mar en el momento en que sale el sol: un centelleo incesante sobre una capa oscura, en este caso formada por una cantidad enorme de motocicletas aparcadas bien juntas, casi yuxtapuestas.

El outfit de los aficionados parece cumplir con una serie de requisitos: gorra, gafas de sol y algún elemento que identifique con quién vas, ya sea un piloto o una escudería. En este sentido, las camisetas de colores vivos suelen ser la apuesta más fiable, aunque también los hay más atrevidos: un grupo de treintañeros demuestran su fidelidad a Rossi vestidos con una bata blanca y un estetoscopio colgando del cuello —al italiano se le conoce como il dottore (el doctor)—.

Agradezco la cautivante convivencia entre aficionados de diferentes marcas y pilotos. Es especialmente destacable en este Gran Premio, el posterior al incidente entre Márquez y Rossi en Argentina. Los fans de ambos pasean orgullosos su 93 y su 46 sin miedo a sufrir represalias por ello, algo que —por desgracia— suele ocurrir en otros recintos deportivos. Entre los moteros existe una camaradería que respeta, por encima de colores y fabricantes de motor, esta pasión compartida por la velocidad, el asfalto y la gasolina.

Siempre encontré curioso el fenómeno de los Grandes Premios. Si hay algo que los humanos no soportan cuando están al volante del coche o al manillar de la moto es dar vueltas. Sin embargo, aquí nos encontramos 144.000 personas, viendo a los mejores pilotos del mundo haciendo precisamente esto.

Hay quienes se lo plantean diferente: un niño que no debe llegar a los cinco años de edad, vestido con detalles fluorescentes para animar a Valentino, llega al palco situado en la recta principal con una mochila. Se instala y empieza a sacar motocicletas de juguete, de todos los colores y tamaños, y las coloca encima de una repisa. Cada vez que los pilotos hacen retumbar los cristales con el ruido de sus motores, el niño levanta la cabeza y clava la mirada en la recta. Al pasar el último, vuelve a bajar la cabeza para centrarse en la otra carrera, esa que decide con sus manos y en la que las motos saltan, vuelan y dan volteretas en el aire.

Paseo por el paddock y encorvo la espalda hacia delante ante el enorme estruendo que emerge cada minuto y pico, coincidiendo con el paso por recta. Sin querer, mis ojos se engrandecen tanto como los de los paseantes que me cruzo: todos ellos observan con entusiasmo las motocicletas expuestas, los motorhome donde duermen los pilotos, la puesta a punto de los neumáticos.

Un señor se agarra a la valla que le separa del asfalto como si fuera un preso agarrando los barrotes de su celda. Luce —cómo no— gorra y camiseta identificativa, en su caso de Vale (una más). Entre sus piernas, y en idéntica posición, su hijo luce unos enormes cascos de protección auditiva —cómo no— de color amarillo chillón. Me planto a su lado; el padre me mira y me identifica como un extraño: ni llevo gorra, ni gafas de sol, ni ningún elemento que me refiera como motero. No soy de su tribu. Mi presencia le sorprende.

—Qué, ¿te gusta?— me pregunta.

—Sí, es muy espectacular. Lo que no entiendo es tanta pasión al respecto.

—Ay… El motor, o lo sientes o no. No me pidas que te lo explique porque no puedo…

No ha terminado la frase y ya va girando su cabeza, hasta clavar su mirada otra vez entre los hierros, hacia el asfalto. Aumenta el ruido, vibran los motores, se acercan las motos. Observo como aprieta las manos con fuerza alrededor del hierro. Sus nudillos se emblanquecen.