MONTEROS, TUCUMÁN

Fuimos lo que seríamos, somos lo que no fuimos, y en el medio poquito: así nos va, diría el optimista. Durante buena parte de su historia, la Argentina basó su idea de sí en la espera de un futuro prometido: era, en lo individual, m’hijo el dotor y, en lo colectivo, el país que todos nos merecemos, la tierra de la gran promesa. Después, poco a poco, esa idea se fue hundiendo. Y, ahora, nos regodeamos en la vergüenza de no haber sido y el dolor de ya no ser. La Argentina es la nostalgia de un pasado que nunca fue, pero estuvo muy cerca. Y Tucumán lo sintetiza bien.

Para la mayoría de los argentinos, Tucumán es su casita y el azúcar. La casita es casi un azar: el congreso que se reunió en Tucumán podría haberse organizado en Córdoba o en Salta, por ejemplo. Pero la industria azucarera parcía algo más serio. Hacia 1880 el ferrocarril acababa de llegar a Tucumán y había cambiado todo: el azúcar que no se consumiese en la región podría ser enviado al resto del país y al exterior. Los patrones azucareros empezaron a importar tecnología de punta que multiplicó la producción: los ingenios tucumanos se pusieron a la vanguardia de la modernidad técnica en el país. Algún entusiasta los llamó “la primera industria pesada de América del Sur” y seguramente tenía razón. Esa industria habría podido desarrollarse, convertirse en el foco de un crecimiento regional importante, pero no.

Siempre hubo trampas: los barones azucareros consiguieron un peso político que les permitía imponer malas condiciones de trabajo para sus asalariados y precios artificialmente altos para sus productos. Gracias a esas prebendas la industria se fue estancando, vegetó, se hizo argentina. Tucumán se fue deteriorando con su azúcar. Hasta que se convirtió en pionera de la nueva versión del mito patrio:

–Esto no va a durar.

–¿Te acordás que el tata ya lo decía?

–Sí, él ya lo decía: esto así no puede durar.

Ahora el mito es que todo siempre está a punto de caerse y, a veces, casi nos alarmamos de que no suceda. Ni ese futuro queda. Por no haber, no hay siquiera la promesa de un final súbito y dantesco: sólo la idea de una degradación parsimoniosa, sin gritos ni cañitas voladoras.

Los hermanos N. tienen 15 hectáreas de terreno en los alrededores de Monteros: esa tierra dio de vivir a su padre y a su abuelo y, suponen, a un bisabuelo cuyo nombre perdieron.

Los hermanos N. tienen 15 hectáreas de terreno en los alrededores de Monteros: esa tierra dio de vivir a su padre y a su abuelo y, suponen, a un bisabuelo cuyo nombre perdieron. Monteros es un lugar antiguo: uno de los primeros asentamientos españoles en tierras argentinas: una metáfora menor. Los hermanos se quejan, y aportan fundamentos a sus quejas:

–Si el mes pasado estuvimos en la cooperativa discutiendo si cosechábamos o no. A estos precios ni siquiera nos conviene…

En estos días el precio mayorista del azúcar es el más bajo de los últimos 50 años –entre otras razones, porque la devaluación en Brasil hundió los precios. Y un kilo de azúcar en el almacén cuesta, a valores constantes, un cuarto de lo que valía en 1990.

–¿Qué vamos a hacer, eh? Del azúcar ya no se puede vivir, y otra cosa no hay.

Hace tanto tiempo que lo repiten pero, cada vez, la realidad parece confirmarlos. En los últimos 10 años la cantidad de hectáreas cultivadas bajó un 20 por ciento: la pérdida está, sobre todo, en los pequeños productores que quedaron fuera del juego. Los pequeños se reúnen en la cooperativa de Monteros y hablan de no cosechar para hacer presión: es lo mismo que hacen los grandes. Amenazan con cortar rutas para conseguir mejores precios, con dejar que se pudra la cosecha para obtener algún crédito; son, también en eso, una especie de avanzada: tienen que hacer política para poder trabajar. Y no tienen la sensación de que funcione.

–Estamos muy lejos, siempre estuvimos. A los de Buenos Aires sólo les importamos cuando armamos despelote en serio.

En los años sesentas también parecieron una avanzada de algo: Tucumán, los cañeros, eran nombres que sonaban cargados de ecos desafiantes. Eran la quintaesencia de ese último avatar de la idea argentina de un futuro posible: la revolución. En aquellos días, la Fotia encabezaba luchas, ofrecía mártires a la causa, ilusionaba a muchos. Tucumán era lo más Latinoamérica que la Argentina tenía para ofrecer: sus selvas parecían caribeñas, sus obreros eran obstinados, sus zafras recordaban a Castro o a Guevara: ellos habían ganado una revolución en un país cañero y, entonces, iban de tanto en tanto a cortar caña. El ERP, por ejemplo, en esos días, pensó que Tucumán era el lugar donde tenía que empezar la revolución en la Argentina. Hubo un tendal de muertos.

Ahora la imagen clásica de la zafra, los macheteros tumbando caña, también va desapareciendo.

Tucumán, los cañeros, eran nombres que sonaban cargados de ecos desafiantes. Eran la quintaesencia de ese último avatar de la idea argentina de un futuro posible: la revolución

Un estrépito avanza y el aire se llena de bagazo: la máquina cosechadora es un animal muy grande que retumba mientras va segando la caña y se la lanza a un camión que la escolta.

–Y dentro de poco ya ni nosotros vamos a existir, si esto sigue así.

Ahora la imagen clásica de la zafra, los macheteros tumbando caña, también va desapareciendo. Un estrépito avanza y el aire se llena de bagazo: la máquina cosechadora es un animal muy grande que retumba mientras va segando la caña y se la lanza a un camión que la escolta. Antes había que quemar la caña para pelarla; ahora lo hace la máquina, al tiempo que cosecha. Y, sobre todo, la máquina es capaz de completar en un día la labor que tres zafreros hacían en un mes.

–A la máquina no hay con qué darle, chango, no hay manera.

A los cañeros les pasa lo mismo que a los tabacaleros o a los papistas: la máquina los está dejando sin trabajo. Pero no es por la perversión del sistema ni la maldad de los capitalistas: el punto es que lo hace más rápido y mejor que los hombres. Y los hombres están desorientados. A los ludditas ingleses de principios del siglo XIX les pasaba lo mismo, y se dedicaron a romper cuanto telar encontraban; eran el nombre de un extremo, y un buen nombre, pero hace poco me desilusionaron: descubrí que no se llamaban así por su carácter lúdico, juguetón, sino como homenaje al tonto de un pueblo de Nottingham. En los pueblos argentinos debe haber tontos –aunque no tantos, porque son argentinos– pero seguramente no ludditas: las máquinas producen un resentimiento mezclado de admiración, una especie de quiero y odio y de todas maneras no lo logro. Las máquinas son un estandarte de la lógica de la producción y nadie tiene otra lógica para oponerle su bandera: queda la retirada mascullante.

–No hay con que darle, y nos va a dejar en la miseria a todos. A los pobres, digo, a todos.

Y la idea de que, quizás, el Estado o ciertos colectivos deberían organizar el desarrollo técnico para tratar de compensar las taimadas mejoras del progreso. En Inglaterra, dice mi Encyclopaedia Britannica, el movimiento luddita fue derrotado «por vigorosas medidas represivas y, especialmente, por un aumento de la prosperidad común».

La máquina trabaja rápido, bien y barato, pero el dinero que cuesta se va: si los hermanos N. hicieran ese mismo trabajo, el equivalente de esos jornales iría para ellos mismos, sus familias y tres o cuatro peones de la zona; son 10 o 15 pesos por día y por persona que hacen toda la diferencia.

Las máquinas son irresistibles. En Monteros la cooperativa se compró un par: entre todos las pagaron y entre todos las usan; cada cual paga un cánon por los dos o tres días en que las necesita. La máquina trabaja rápido, bien y barato, pero el dinero que cuesta se va: si los hermanos N. hicieran ese mismo trabajo, el equivalente de esos jornales iría para ellos mismos, sus familias y tres o cuatro peones de la zona; son 10 o 15 pesos por día y por persona que hacen toda la diferencia. Por eso algunos siguen resistiendo.

Atilio sigue machete en mano, a golpes por la caña. Sus tajos son precisos, de quien sabe que cualquier movimiento superfluo va en su contra: es inquietante ver la perfección de un gesto tan banal, el arte de lo que supuestamente no lo tiene.

–No, señor, el machete no es para cualquiera.

Dice Atilio y acaricia el filo de la hoja como quien felicita al perro que le trajo el palo o prueba la fuerza de un rebenque. Atilio tiene 43 y siempre hizo lo mismo; dice que sabe que esto se va a acabar pero que cree que va a seguir haciéndolo: hay desgracias que sólo les suceden a los otros. Atilio masca, mientras mandobla, trocitos de la caña que deshace: como si se necesitaran mutuamente o a modo de homenaje. Está embarrado de sudor y mugre:

–No, no es para cualquiera. Hay que tener destreza y mucha fuerza, aguante. Algunos solamente habemos, que podemos esto.

Llega un muchacho joven, que carga sobre el hombro un manojo de cañas: son muchos kilos y el muchacho bufa. La zafra es puro movimiento: todos se agitan todo el tiempo, derrochan energía. Otros, al fondo, se encargan de la quema. El aire se enturbia del tizne de la caña: un olor industrial se mezcla con el clima campestre. Junto a un surco, arrodillado en el suelo con pantalones sucios, torso en cueros, un changuito cañero trata de recuperar algún aliento. No lo logra. Después de un día de trabajo, los zafreros están tan agotados que sólo pueden comer algo, tomarse un par de vinos y dormirse a las ocho, las nueve como mucho: mañana hay que empezar de nuevo.

Llega un muchacho joven, que carga sobre el hombro un manojo de cañas: son muchos kilos y el muchacho bufa.

–Antes venían de todas partes, por la zafra. Ahora ya nadie viene, acá. Si ni siquiera para nosotros hay trabajo.

Los miles de golondrinas que llegaban a Tucumán cada mayo, para empezar la zafra, eran la emigración estacional más importante del país: hombres que se juntaban y mezclaban, provincias confundidas. Tucumán ardía, en esos meses de producción y de alboroto. Aunque siempre hubo, al mismo tiempo, el movimiento inverso: tucumanos partiendo.

–¿Así que usté es de la capital? Yo tengo un hermano que está ahí, Pedro Solórzano, ¿no lo conocerá, usté, por un casual?

Palito Ortega, válganos el Señor, fue el modelo del emigrante tucumano que triunfó: el changuito convertido en cantante de éxito primero, en político después, en el gobernador de la provincia. Aquí sigue siendo un mito fuerte, aunque tantos hayan demostrado que no se repetía y muchos, incluso, se hayan vuelto decepcionados, derrotados.

–No, hermano, la vida allá es insoportable. No conocés a nadie, no sos nadie. Acá por lo menos te conocen de chico, te saludan.

Después de un día de trabajo, los zafreros están tan agotados que sólo pueden comer algo, tomarse un par de vinos y dormirse a las ocho, las nueve como mucho: mañana hay que empezar de nuevo.

Pero los que vuelven no acaban con el mito, y otros siguen huyendo:

–No, ¿sabés qué pasa? A este le fue mal porque es un vago. Seguro que un laburante como yo se las arregla bien.

Los mitos, si quieren subsistir, deben tener respuestas para explicar fracasos. Y no es difícil: el que quiere creer, cree. Pero los hermanos N. no lo compran:

–¿Qué vas a ir a hacer por allá, decime? Acá somos pobres pero nadie nos manda, hacemos nuestra vida, nos quedamos en el lugar donde se murió el tata, pobrecito.

–¿Pero no decían que esto se les iba a acabar pronto?

–Será, será. Si se tiene que acabar, que se acabe. Pero por lo menos vamos a estar acá, en nuestra tierra, en nuestra ley.

Contra un mito siempre hay otros mitos.