A Oscar Martínez Torrez —psicólogo e investigador, treinta y nueve años— jamás se le olvidará la escena: el salón barroco, recargado, como de los años 50, repleto de objetos, como si en aquel hogar reinara el horror al vacío; los dolientes, inexpresivos; un puñado de viudas, al lado del cajón abierto; su bisabuelo, Roberto Viscarra, en el ataúd, con su calatrava de benemérito de la Guerra del Chaco, con la escalpela tricolor que representa a la bandera boliviana, con sus condecoraciones prendidas a una chaqueta elegante; la música lastimera de un bolero de caballería, amplificada por una vieja bocina para los vecinos. Los boleros que sonaron para Roberto en el macrodistrito Max Paredes de La Paz fueron los más emblemáticos, Terremoto de Sipe Sipe y Despedida de Tarija, y se repitieron una y otra vez durante dos días, antes del tradicional entierro. En honor al bisabuelo muerto. En homenaje al bisabuelo sordo que habría querido escucharlos vivo.

«Antes de morir, mi bisabuelo ya estaba más muerto que vivo —dice Martínez un miércoles a media tarde, en un café del centro de la ciudad, treinta años después—. Casi siempre lo veía pálido y su cabello era muy blanco». Antes de morir, su bisabuelo no hablaba de la guerra nunca; antes de morir, un audífono le recordaba que un mortero le había reventado los tímpanos; antes de morir, se entristecía cada vez que reconocía el murmullo de los boleros de caballería a través de aquel audífono con el que apenas oía.

El escritor Juan Pablo Piñeiro dice que el bolero de caballería es un género que se escucha, al mismo tiempo, en el mundo de los vivos y en el de los muertos y un gran privilegio: «la despedida de la vida. La bienvenida a la muerte. La música del umbral».

Según el libro Historia de los boleros de caballería, de la cantautora Jenny Cárdenas, los boleros de caballería han bebido de fuentes diversas. Están influenciados por dos ritmos llenos de pesadumbre: los yaravíes, de origen prehispánico, y los tristes —unos tristes «que hacen vibrar dolorosamente el alma», escribía en 1902 el ensayista Ernesto Quesada—; y también, por la rítmica del bolero español. No se cantan ni se bailan y han jugado diferentes roles en las últimas décadas. El libro cuenta que la música estuvo muy asociada durante años a los escenarios bélicos, y destaca la importancia del tambor de Vargas, de la herramienta utilizada por el combatiente José Santos Vargas para difundir las órdenes de sus superiores durante la Guerra de la Independencia entre los milicianos de Bolivia y los realistas de España. En el capítulo dos, asegura que en un censo militar de 1829 los instrumentos fueron contabilizados con el armamento. Y nos traslada luego a los conciertos que ofrecían los militares en algunas plazas públicas en el siglo XIX.

Cárdenas sugiere que el bolero boliviano —germen del bolero de caballería— echó raíces en la Guerra del Pacífico (1879-1883), protagonizada por Bolivia y Chile. Se consolidó gracias a los regimientos de caballería y a sus presentaciones  —la autora menciona una con músicos que desfilaban mostrando unas sonrisas un tanto grotescas, llenas de placas dentales metálicas—.  Y se llenó de simbología tras otra contienda, la del Chaco (1932-1935), esta vez entre Paraguay y Bolivia en una región fantasmagórica donde la primera batalla del día solía consistir en racionar el agua para seguir viviendo.

Rolando Encinas —cabello de plata, voz quebradiza, director de la agrupación Música de Maestros, cincuenta y siete años— siempre ha vinculado los boleros de caballería a esta guerra siniestra. A su abuelo, Adrían Calderón Tejada, benemérito del Chaco, lo velaron en la plaza Murillo de La Paz con varios de estos boleros. «Lo pasearon por la calle Comercio y lo despidieron con tres bandas del ejército y una salva de fusilería. Yo era un niño de unos diez años, y para mí fue como haber estado dentro de una película», recuerda. Desde entonces, considera que el bolero de caballería nos ayuda a mirar atrás para construir memoria. «El bolero fue la música de nuestros papás y nuestros abuelos».

En algunos lugares, mientras se preparaban para ir al Chaco, los soldados fueron despedidos con los boleros más populares como fondo sonoro. Según la investigación de Jenny Cárdenas, los primeros meses del enfrentamiento, algunos de estos boleros de caballería eran «animados y celebratorios», la expresión del fervor y del patriotismo de un país que confiaba en sus posibilidades. Pero con el tiempo se volvieron «más lentos y obscuros», se convirtieron en un emblema del sufrimiento y del derrotismo; y también, en el ritmo preferido para mostrar otros sentimientos, para llorar a los que se murieron.

En 1967, diecinueve años después de la desaparición del cuerpo de caballería, se grabó un L.P. a treinta y tres revoluciones por minuto con los boleros que suenan una y otra vez en las laderas de algunas ciudades cada vez que alguien fallece: Terremoto de Sipe Sipe y Despedida de Tarija. Seguramente, si no hubiera cuajado la iniciativa, la banda sonora de más de una generación se habría desvanecido. Entre otros factores, por la creencia, entre los músicos, de que el bolero «llama a la muerte», sostiene Cárdenas.

Para Rolando Encinas, los casetes —esos casetes con cinta magnética y sonido sucio que se multiplicaron entre los años 70 y 90— fueron claves a la hora de garantizar la difusión del género. Y poco a poco los boleros de caballería se volvieron parte de la ritualidad relacionada con la pérdida de un ser querido.«Así como en algunos sectores de La Paz es común el “matapenas”, una actividad que consiste en compartir tragos con los amigos tras el entierro, en otros los velorios no se entienden sin los boleros —dice el director de Música de Maestros—. Quizás porque casi todos se afligen al escucharlos».

La primera vez que Jenny Cárdenas se emocionó con un bolero fue en su adolescencia, en una reunión con universitarios mayores que ella. «Para mí fue un momento íntimo —cuenta una tarde de invierno en una de las mesas de los salones del Club de Tenis de La Paz—. Recuerdo que apagaron la luz, prendieron algunas velas, pusieron un disco en el que había boleros y brindaron. Aquello tenía una significación muy especial. Vivíamos bajo la dictadura de Hugo Banzer y mis amigos eran parte de los que se resistían a ella».

Jenny, que consiguió rescatar ciento veinte boleros mientras investigaba para su libro, nos comenta en él que los boleros también están ligados a la protesta y a la lucha política, y nos cuenta, por ejemplo, que se escucharon en el campamento minero Siglo XX después de la masacre de San Juan de 1967; y entre enero y abril del año 2000 en Cochabamba, durante la Guerra del Agua —un conflicto en contra de la privatización del servicio de abastecimiento de agua—. Además, algunos sindicatos de trabajadores han echado mano de ellos en momentos críticos para llamar a asamblea a sus afiliados.

Según la cantautora, la naturaleza melancólica de estos boleros se debe, en parte, a sus tonos menores y al contexto: «si no se hubieran convertido en el acompañamiento de ciertos episodios funestos, probablemente no serían tan funerarios». El exdirigente minero Filemón Escóbar dice que cuando suena uno «dejas de sonreír y te pones serio», que seducen incluso a aquellos que no tienen cultura musical, que entran por los poros.

En uno de los rincones más tradicionales del barrio de Miraflores de La Paz, en una habitación con sillones blanquinegros a la que se llega tras subir por una calle con unas gradas que se repiten cada pocos metros, tras atravesar un patio con el suelo de cemento donde el sol seca la ropa algunas mañanas, Marta Arias —enfermera jubilada, sesenta y tres años— dice que los boleros suelen ser un signo de mal agüero y comenta que radio Illimani los hacía sonar cada vez que había un golpe de Estado y que lo que sentían era terrible: «una angustia tremenda». «Los escuchábamos y ya sabíamos que sucedería algo malo. En una ocasión, aparecieron aviones por aquí encima (apunta al techo) y oímos el eco de las ametralladoras. Aquel día nos preocupamos hartísimo por nuestras familias».

En la sede social de su sector todavía suenan estos boleros de vez en cuando por unos altoparlantes comunitarios para informar a la gente de los fallecimientos. Acá, el principal impulsor de esta costumbre fue don Fausto, uno de nuestros vecinos. Pero él murió de un accidente y, desde entonces, se oyen muy poco. «Cuando él vivía, no faltaba el bolerito cuando había muerto, y casi todos nos acercábamos hasta la sede social para averiguar quién era», me explica Marta mientras se mueve ligeramente para cambiar de postura un rato; y minutos después interviene su esposo para decir que hoy eso es casi agua pasada: «ahora ni siquiera sabemos quién muere. O nos enteramos de casualidad porque vemos a pequeños grupos de personas bajar por las escaleras con los cajones».

En octubre de 2003, durante la Guerra del Gas, que enfrentó a los movimientos sociales con el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada dejando un saldo de más de 60 muertos, Juan Delfín Mamani, diácono de la zona de Villa Ingenio de la ciudad de El Alto, casi pierde la cuenta del número de cadáveres que se agolparon frente a la parroquia. «Aquí velamos a siete muertos el primer día; y luego, a otros diez», le diría años más tarde al documentalista David Busto. Antes de la llegada de los forenses para abrir los cuerpos en canal y hacer las autopsias, algunas personas estaban muy alteradas, querían colgar a los responsables y creían ver responsables hasta en la parroquia. Delfín Mamami, para calmarles, fue a buscar un casete de boleros de caballería que tenía en su casa, agarró la llave de la sacristía e hizo sonar los boleros en el campanario. Aquella jornada sonaron como si fueran un viento que arrastra los restos de una gran tragedia: tata, tatatata (…). Y su tonada, la más lúgubre que se recuerda, persiguió a los vecinos durante dos días.


Fotografías de Patricio Crooker