Era la voz de Lucho Bowen en un granero del centro. Hace tanto no veo sitios iguales en Pereira, bodegas que colgaban racimos de plátanos del techo y costales de fríjoles recostados al rincón, donde servían aguardiente en el mostrador o despachaban remesas de carne para la viuda de la esquina. Era Lucho Bowen —ecuatoriano, rubio y afeminado— cantando así:

Yo soy como las hojas en el verano ardiente,
como las aves tristes que su nido han perdido.
Como el arroyo humilde que corre mansamente
a perderse en los mares y a vivir del olvido.

El ritmo andino del pasillo, sonsonete lento acostumbrado a contener la pena y el despecho para que no derramen por ahí avalanchas, me ofrecía una certeza: como los tallos musgosos, como las hojas secas, ninguna existencia ocurre sin el territorio que la cobija. Es obvio, uno acaba siendo parte de un lugar, trozo del rumor confundido entre la música del fondo, lluvia mansa diluyéndose, pedazo de rama arrugada.

Contraponer las historias donde la naturaleza y sus ambientes gozan de fuerza propia, con los relatos psicológicos presuntamente volcados a la interioridad del sujeto, es un malentendido desafortunado. Si es verdad que los mitos son narraciones absolutas —la narrativa embrionaria, de cierta manera— conviene no olvidar que, desde el comienzo, contar también era darle voz al entorno. Todas las mitologías quisieron humanizar su territorio, dotar a los ríos, a los mares y los montes de pasiones; allí el odio, acá la envidia, la misericordia. Al dar la vuelta, todas trataron de entregar a sus héroes cualidades de la naturaleza: la potencia del trueno y el viento, el bienestar de la siembra, el don de la lluvia, la fecundidad de la tierra.

Desde entonces somos paisaje. ¿Podía decirse mejor?

Lugares hechos literatura

Cualquier historia contiene dicha certeza, a veces como intuición o verdad accidental, a veces con una urgencia deliberada. Hay mil matices. Tolstói verificó varios días con sus propios pasos las colinas donde habían sucedido los combates durante la batalla de Austerlitz. Él, que nació dos décadas después de la guerra napoleónica contra Rusia, no quiso escribir sobre ella sin recorrer primero el campo de operaciones. Acerca del Quijote y los parajes manchegos abundan anécdotas parecidas: que si Cervantes pernoctó en tal o cual venta, que si cruzó la Sierra Morena por aquel collado, que si las descripciones del cautiverio corresponden a sus peripecias con los moros del norte de África, que si el libro no es acaso una geografía novelada de la Castilla profunda, de su reseca austeridad, esa inclemencia apenas compensada con la astucia de las gentes. Borges, un tipo que fantaseaba sitios abstractos y teóricamente imposibles, con seguridad pensaba en ello cuando apuntó que al cubrir las tierras de España dilatadas hasta el confín «hay pocas cosas, pero (…) cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno». No andaba mal: de la existencia de un sujeto se puede decir que es, o que fue. Del paisaje, que fue y seguirá siendo.

La Vorágine, el libro de José Eustasio Rivera ambientado en el salvajismo cauchero de la Amazonía, es el referente colombiano más conocido de una corriente donde suelen emparejar a Hernández y su Martín Fierro con Rómulo Gallegos, al Horacio Quiroga cuentista, al Guimaraes Rosa que se sabía de memoria las rutas de El Gran Sertón, al Miguel Ángel Asturias de las bananeras, a veces al Juan Rulfo de El Llano en llamas, a José María Arguedas y Jorge Icaza. Aquel fragmento famoso de La Vorágine resume la suerte de una pareja fugitiva en el Amazonas con esta metáfora tajante: «se los tragó la selva». Esa sentencia alcanza para reunir la diáspora de novelas, poetas y hasta cronistas de indias devorados por las tierras ignotas del nuevo mundo. Con perdón de los puristas, creo que allí caben a la perfección Jack London y Joseph Conrad.

América es fértil en grandes relatos que incorporan el ambiente como elemento determinante, cuando no principal, alrededor del cual gravita todo. Los académicos, obsesivos por categorizar, llamaron aquella corriente la «literatura terrígena» o «telúrica»: no conseguía desprenderse de la admiración por la tierra, por las pampas y las junglas no colonizadas, esas soberanas cordilleras, esos llanos y sus ríos intransitables. El éxtasis embrollado con exaltaciones a una naturaleza grandiosa, que despierta respeto, fascinación y terror. Una narrativa a la que también se la traga la selva.

De la existencia de un sujeto se puede decir que es, o que fue. Del paisaje, que fue y seguirá siendo

Me refiero a algo más que vistas pintorescas con bellos horizontes. No es eso el paisaje. Me refiero también a lo que Baudelaire presentía en la ciudad, que no es un mero decorado, porque ella misma vive, transcurre, acapara el centro de atención. El entramado urbano como un dogma, una naturaleza aparte. Esta convicción la reivindican muchos clásicos contemporáneos. No entenderíamos a Pamuk sin Estambul, a Auster sin Nueva York, a Modiano sin París, a Sábato sin Buenos Aires, a Joyce sin Dublín, silogismo que quizá funcione de regreso; para conocer Estambul, Dublín o Buenos Aires, sus escritores resultan imprescindibles.

Alguna vez leí con pasión dos clásicos soberbios que ganaron el Nobel, hoy tirados al olvido. Mijail Shólojov es el primero, víctima de los prejuicios contra la literatura soviética. Shólojov, más cosaco que comunista (pero también), más campesino que escritor, recogió los cuentos de la guerra civil sucedida después de la revolución en las planicies del río Don. Su novela El Don apacible corre en meandros varias generaciones, se deja arrastrar al rumor del río, personaje importante de la trama. Sucede la compenetración entre el agua y las estepas —vastedad infinita que imprime la libertad a los cosacos— con unas personalidades confrontadas por los tiempos revueltos. Épocas ariscas invaden una región indomable. Y el río permanece.

Su novela El Don apacible corre en meandros varias generaciones, se deja arrastrar al rumor del río, personaje importante de la trama

El segundo fue otro relato de raíces eslavas, Un puente sobre el Drina, del escritor serbio Ivo Andric. Con él descubrí que incluso eran posibles las historias donde el protagonismo no recae sobre los humanos. Andric hila una novela que dura cuatro siglos. El entorno de la narración, además de su personaje central, es un puente otomano de piedra encima del río Drina. Lo consigue sin artificios de fábula, digamos, otorgarle conciencia al puente o colocar el río a hablar. Lo único que Andric necesitó fue conocerlos bien a ambos: el puente sigue siendo piedra, el río sigue siendo agua. ¿Para qué un relato ambientado en un lugar, si el lugar es el relato?

Claro, Ryzard Kapuscinski bebió sediento en ambos ríos, porque una de sus obras más impresionantes, El Imperio, no aborda temas particulares, ni personajes o sucesos específicos, sino que se asoma a un gigantesco territorio: Rusia, convertida en Unión Soviética, fragmentada, reconvertida de nuevo en Rusia, fragmentada otra vez. Mitad tratado, mitad diario de viajes, la magistral forma en que Kapuscinski desenrolla esa geografía amarrada a la idiosincrasia de un pueblo (gente que quiere ser una fracción del mundo, una locación) le permite aforismos como este: «Siberia, en su forma atroz y cruel, no es sino un espacio glacial más una dictadura».

Claro, Svletana Alexiévich atrapa el mismo hilo en Voces de Chernóbil, ese enclave opaco que usurpó a los humanos el protagonismo con la promesa de erradicarlos. Otro relato donde «el alma rusa», gran misterio para los europeos, se atisba apenas entre el follaje marchito del invierno, tras las ramas y la maleza en que rebuscan comida unos cerdos emancipados, pues ya no tienen granjeros.

Siento que muchos autores de hoy repudian al mundo de afuera, no lo conocen, ni quieren conocerlo. Imaginan que contar así los devuelve al costumbrismo, y el costumbrismo será cuando menos literatura anticuada, de viejos con chochera. Confían en que su historia es valiosa sólo si ahonda los argumentos manoseados del drama existencial. Confunden la profundidad con el manierismo vacío de un estilo intragable. Para ellos un relato se tornará interesante si salta de un suspenso al siguiente. La autorreferencia, la aburridísima y aburridora autorreferencia, les sobra y basta. Gran erudición, sí, de relleno en los espacios que debería ocupar la vida misma. No han recorrido los alrededores, no han abarcado lo ancho y ajeno —también lo asombrosamente propio— que es el mundo abierto a la mirada.

¿Para qué un relato ambientado en un lugar, si el lugar es el relato?

Jamás oyeron la hierba oyéndolos cuando caminan.

Me fastidia esa escritura que no se fija. Que repite escenarios bucólicos, decorados accesorios que uno podría estrujar, cambiar, como cortinas de utilería, ya que no merecen un sitio importante en los hechos. De esos dice Tomás González que obligan al tiempo a «irse de bruces» en su vértigo, donde «enteros atardeceres se convierten así en parpadeos. El amor se hace cópula rápida. Las selvas intrincadas e infinitas se hacen manchón verde».

Sé que no tengo permiso para tanta herejía, pero doy más valor a un estribillo de cantina barata, que a todo ese ruido intelectual de moda. Mi canción en voz de Lucho Bowen se llama Hoja seca. Con letra de Reynaldo Saltos, su compositor era Rafael Carpio, un ecuatoriano de Cuenca, huérfano que fue hojalatero, sastre y voceador de diarios. Lisiado desde pequeño, Rafael viajó a Guayaquil cojeando durante tres meses pues quería ver el mundo. Un hombre que aunque cojea ansía recorrer es un sabio. Sus rimas de sinceridad parca y reservada me huelen a sombrero trasnochado, a mesón repleto de botellas vacías. Toda una impronta, un Arte poética silvestre:

Soy como todo charco, silente y tembloroso,
espejo de dolores, de angustia y de zozobra.
Soy como todo bosque de árboles musgosos,
de tallos agobiados por crueles decepciones.

Somos paisaje, poco más.


Fotografía de cabecera: Chris H.