Cuando cierra los ojos, Suresh escucha el mar. Lo hace desde pequeño, cuando aprendió a pescar sobre las barcas de colores que se balancean parsimoniosas sobre las aguas turquesas de la bahía de Trincomalee. Mas desde hace una década las caracolas le devuelven sólo un grito. Un grito seco. Un grito seco que le carcome por dentro. Y le tiñe la mirada de un rojo que asusta. Da la impresión de que va a romperse en cualquier momento. En realidad, hace once años que Suresh se rompió para siempre. Fue después de un grito. De un grito seco. De un grito seco que venía del mar y que se llevó con él a toda su familia.
Es martes. Se ha puesto a llover. Una lluvia fina, marrón, que convierte la carretera entre Mulliativu, el último refugio de los Tigres Tamiles, y Trincomalee en un lodazal. La puerta trasera del autobús hace horas que dejó de cerrar y por los huecos de la chapa se cuelan los arrebatos hirientes del monzón. Suresh, el único hombre de aquel autobús que no ha abierto la boca, se pone de pie y su corpachón de caramelo inunda aquel espacio húmedo. Todo en Suresh es llamativamente grande. Sus manos. Su pelo, rizado, que oculta su propia sombra. Hasta sus silencios son enormes. Sólo hay una parte de su anatomía que no parece encajar: aquellos ojos. Tan pequeños. Y tan rojos.
—Será mejor que me cambie de sitio. Así no va a llegar a Trincomalee.
Es la primera vez que escucho su voz. Me resulta tan oscura como la había imaginado. Entonces Suresh me sonríe. Tiene una sonrisa enorme. Después me ofrece frutas.
—Será mejor que coma. El viaje aún será largo.
Esta mañana el autobús tiene más paradas de las habituales, aunque lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta cuántas paradas tiene esta ruta. Depende de quien suba a bordo. Hoy viajamos completos. El trayecto se va a hacer largo. Además, las inundaciones nos obligan a desviarnos. «Llegaremos cuando caiga el sol». Desde que abrió la boca, Suresh no ha dejado de hablar. Tampoco de sonreír. Tiene una hija de cuatro meses a la que no deja de mirar. «¿A que es guapa?», repite sin dejar de mirar la foto de su teléfono móvil. «Mírala, mírala. ¿A que es guapa?»
Sin sus pequeñas, su mujer y su hija, Suresh hace tiempo que habría muerto. Aquella maldita ola se lo arrebató todo. «Me dejó solo. Completamente solo».
***
Fue un 26 de diciembre de 2004. Un domingo. Un domingo que amaneció tranquilo como éste otro domingo de hoy. Aquel día la plaza del reloj también estaba abarrotada. A buen seguro que habría jóvenes ofreciendo arroz frito a gritos. Puede que, como hoy, también lloviera suavemente. Una lluvia suave, como esas caricias furtivas que nos resignan ante la desgracia inminente. Puede que el Hanana hubiese salido a faenar aquel día y que otros cinco hombres forcejearan con la arena para traerlo de vuelta. Puede que a su lado, revolotearan una veintena de cuervos a la espera de un menú suculento: pan con curry. Los perros preferirían también los botes de leche y las bolsas de patatas fritas.
Es posible que las paredes de la barriada de pescadores de Trincomalee ya estuviesen desconchadas por la humedad y que alguien hiciese sonar la campana que corona la torre sobre el mar. Lo que es seguro es que entonces no había lonas con el logo de ACNUR para protegerse del viento. En 2004, Sri Lanka era un refugio de viajeros. Un alegato bohemio de playas infinitas rodeadas de un mar de corales blancos. Un lugar para desaparecer. Lo que ninguno de aquellos viajeros del destiempo sabía es que el Índico es un océano celoso. Iracundo. Que no soporta que le roben la luna llena.
A diferencia de hoy, en aquel domingo de 2004 el mar despertó en calma. Los pescadores habían salido a faenar y volvían a puerto con las primeras luces del día, mientras los viajeros del Dyke, el más famoso de los reductos hippies de la bahía, disfrutaban de un dulce desayuno. Fue entonces cuando llego el grito. Un grito seco al que nadie prestó atención. Minutos después el agua anegó hasta el segundo piso.
«Aquí el agua siempre es muy peligrosa», nos advierte un hombre con el ojo tuerto. Me pregunto si el también aprendió a mirar al mar aquel domingo.
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Con 16 años, Fez nunca había oído gritar al mar. Tampoco había visto peces en tierra. Hoy, a sus 27, no ha habido noche en la que no haya vuelto a escuchar aquel grito ronco. En la que no haya soñado con peces voladores. El día del tsunami, Fez había ido, como tantas otras veces, a entrenar a la playa. A disparar una y otra vez el balón contra los muros agrietados del Galle Face Walk, el paseo marítimo levantado en 1856 por Sir Henry Ward sobre los vientos irredentos de la costa de Colombo. Allí, a la sombra del palacete que hospeda a reyes y turistas pudientes atraídos por sus maneras coloniales y su piscina sobre el Índico, Fez emulaba cada tarde a Mark Lenders golpeando su pequeña pelota con todas las fuerzas que albergaba aquel cuerpo diminuto. Una y otra vez. Hasta que el mar le devolvía sus heridas en forma de salitre. Fez estaba en la playa cuando escuchó el grito. «Fue un ruido muy fuerte. Al principio no sabíamos de donde salía, pero al cabo de unos minutos entendimos que provenía del mar». De pronto, el horizonte se tiño de corales blancos. La gente descendió a la playa y comenzó a recorrer el camino de arena que se abría ante ellos, recogiendo todo lo que encontraban a su paso. «Todos caminaban y cogían peces», recuerda Fez. Cuando llegó la ola, muchos no habían levantado la vista del suelo. El mar se llevó su ceguera. «Lo arrasó todo, se llevó por delante el muelle y las casetas. También mi balón».
Hoy hay gente en la arena. Mas nadie se baña. El mar es demasiado bravo en esta zona de la ciudad. Y en Sri Lanka la gente ha aprendido a respetar al mar. Mientras caminamos rumbo a Slave Island, la barriada dónde los esclavos africanos eran comercializados durante el dominio portugués de la isla, Fez vuelve la vista atrás cada pocos segundos. No le gusta dejar el mar a su espalda. No se fía de él. «El agua llegó hasta aquí, hasta la carretera. La gente se bajaba de los coches y cogía los peces más grandes. Yo estaba lejos de casa, y tenía que volver corriendo, así que sólo pude llevarme un pez pequeño».
Fez tardó en volver a la playa. Cuando lo hizo tenía ya un balón nuevo. Uno con el que seguir soñando en vencer al equipo de la Armada. «Son muy fuertes, entrenan todo el día corriendo alrededor del puerto. Es imposible ganarles. El árbitro no se atreve a pitarles en contra», relata mientras nos acercamos a por una botella de agua. Aunque el cielo está cubierto, el calor resulta insoportable.
—¿Y no tienes miedo de que se repita el tsunami?
Fez sonríe antes de responder. Después, me habla de un balón…
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Al otro lado del mar, en la frontera invisible que divide las comunidades moken, los denominados «gitanos del mar» de la costa de Andamán, el mar sigue siendo verde. Tal vez un poco más verde hasta que, al adentrarnos en el parque nacional de las islas Surin, todo nuestro alrededor se vuelve de azul transparente, paradisíaco, que cautiva para siempre la mirada del viajero. Es allí, en una geografía de paisajes dorados de la que los moken ya no pueden huir, donde este antiguo pueblo nómada aprende a escuchar los gritos del mar. A diferencia de los demás mortales, los moken saben escuchar el mar. Leer en sus olas. Por eso aquel domingo de 2004 no falleció ningún moken. Porque habían escuchado el grito seco.
Aquel día el parque estaba lleno de turistas. Muchos eran tailandeses del continente, otros extranjeros adinerados que practicaban submarinismo en uno de los mejores rincones del mundo para ello. También había algunos románticos culminando su paseo por la Indochina y hippies atraídos por el No woman, no cry que se escucha en cada rincón de la isla. Cuando Min miró el océano aquella mañana se dio cuenta de que la marea estaba demasiado baja. El mar se había retirado, formando tras de sí una veta de corales sobre la arena. Era un espectáculo maravilloso. Algunos hombres como Phi Utet se sentaron en la playa. Otros avanzaron unos metros recorriendo un camino nunca antes explorado. Entonces alguien empezó a gritar: «¡Laboon’Laboon!». Min Ie recordó las historias que le habían contado siendo una niña, cuando las hogueras humeantes eran el único entretenimiento de un pueblo nacido para no vivir dos noches en una misma playa. «Los ancianos dijeron que cuando la marea estaba tan baja que se podía caminar hasta mar adentro era porque el laboon estaba llegando, y que había que retirarse. Eso fue lo que hicimos. Corrimos hacia la selva». Algunos moken trataron de alertar a los turistas, les pidieron que huyeran con ellos. Mas ninguno les hizo caso. No les entendían. No entendían los gritos del mar.
Las islas Surin son una sucesión de acantilados suspendidos sobre un mar de sueños azulados que dormitan entre los monzones. Sólo entonces este paisaje virginal es accesible para los «continentales». El resto del año, casi unos seis meses, sólo los moken habitan estas aguas, guiados por la Estrella Polar, Lau Gai. Aquel domingo de diciembre el mar conquistó toda la isla. Lo hizo desde el Este. Allí nació el ruido sordo. «Fue un huhhhh. Como el sonido de un avión al despegar». En todo este viaje, Phi Utet ha sido el único en poner voz a aquel ruido mortal. En cuestión de minutos, una sucesión de olas de hasta de 30 metros devastó las costas del Índico.
230.000 personas murieron aquel día. Ningún moken.