Después de visitar ciudades perdidas en volcanes, cocinas de vanguardia y a sabios apasionados, continuamos los apuntes de viaje de nuestra visita a la isla de São Miguel, y construimos nuestro propio archipiélago de apuntes y estampas para intentar aferrar la imagen de las Azores, islas cambiantes. 


São Miguel es cromáticamente blanco cal, como las fachadas de las casas tradicionales miquelenses, azul océano, azul isla; también gris asfalto, como la carretera de costa que estamos recorriendo. Y muy verde: verde humedad, como la totalidad de sus campos, como las laderas de sus montañas. Y verde té. ¿Pero cómo es el verde té?

El verde té es el de este campo, ese que rompe visualmente con el enredo de hierba desigual y a la vez homogénea que cubre la mayoría de la isla. Una brecha separa ese verde verdadero del verde té. Y este se aparece como un plano topográfico vivo con largas líneas curvas que se dibujan verde oscuro, verde plateado. Ese es el verde té. Y con esas hojas verde té quizá luego hagan té verde. O negro.

En medio de este gráfico térmico aparece un edificio de pared blanca —pero no blanco cal, más bien blanco roto o beige— y tejado de teja, naranja. En su fachada, un rótulo de letras rojas, en una tipografía que hace pensar en la revolución industrial, negrita, y por supuesto, mayúscula: «CHÁ GORREANA». 

Chá Gorreana está en Maia, al norte de San Miguel y no solo es la más antigua plantación de té en Europa –y una de las pocas que existen en la actualidad— sino que además es un hito en el patrimonio industrial de las Azores. Chá Gorreana fue el primer lugar de las islas en tener electricidad. Entre 1926 y 1929 Jaime Hintze comenzó a generar su propia energía hidroeléctrica. El té iba cobrando fama, pero los vecinos no venían a deleitarse con la calidad y calidez de las infusiones, no. Los vecinos se acercaban a ver, ¡a conocer! la luz eléctrica. A observar el movimiento autónomo de las máquinas. A embriagarse de una especie de síndrome de Stendhal pero fabril, como ese que celebra Fernando Pessoa en su Oda Triunfal:

A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la fábrica,

Tengo fiebre y escribo.

Escribo rechinando los dientes, fiera para esta belleza,

Esta belleza totalmente desconocida por los antiguos.

¡Oh ruedas, oh engranajes, r-r-r-r-r-r eterno!

¡Fuerte espasmo retenido de los mecanismos en furia!

Fernando Pessoa vivía en Portugal, en la península, por ello se entiende que esta obra fuese publicada unos años antes, en 1915. Pero esa descripción, esas emociones, ese sentir del nuevo latir eléctrico, es común. En las islas Azores ya se venían utilizando diferentes tipos de iluminación con aceite de pescado desde 1837 y gas de Kokpe hacia 1881 como explica Madalena San Bento en Diário do Grão-Mestre da Luz, donde investiga el desarrollo eléctrico en las islas. Por eso en las décadas aledañas al comienzo del siglo XX (previas y posteriores) la electricidad será una completa revolución. Un fenómeno casi mágico para la gente de a pie (y para la que no). 

Y hay Platón y Virgilio dentro de las máquinas y de las luces eléctricas

Sólo porque existieron y fueron humanos Virgilio y Platón,

Y pedazos de Alejandro Magno tal vez del siglo cincuenta,

Atómos que han de tener fiebre en el cerebro de Esquilo del siglo cien,

Andan por estas correas de transmisión y por estos émbolos y por estos volantes,

Rugiendo, rechinando, siseando, estrujando, ferreando. 

Es posible que no todos los azorianos extáticos de nuestra historia viesen a los grandes pensadores de los tiempos en las cadenas tecnológicas como hace Pessoa. Pero lo que sí vieron y vivieron es cómo Chá Gorreana se abrió de par en par como la puerta a la vanguardia técnica desde la periferia que implica esta isla. De seguro los versos de Odas modernas de Antero de Quental en los que canta a la luz solar —Pero si la razón, surgiendo/Nuestra alma aclaró/También tú, Sol, en el espacio/¡Por eso me alegra/la luz, el corazón!/Por eso os quiero, /a ti sol, a ti razón—, habrían tenido su réplica futurista. Y esos sí podrían haber sido escritos, pensados y/o sentidos entre las paredes de Chá Gorreana. Pero cuando Quental —el gran poeta portugués y azoriano, nativo de Ponta Delgada— desapareció en 1891 apenas la industria del té empezaba a arrancar. En 1883 las Azores habían tenido que recuperarse de una fuerte crisis causada por el golpe sufrido por su histórica industria naranjera: los árboles morían por envejecimiento y por una infección de fitóftora —una especie de necrosis vegetal—. Los productores se vieron obligados a reinventarse; y así llegaron la piña y el té. 

Madalena Mota nos recibe a la entrada de la fábrica. Es cercana y amable y tiene una sonrisa hogareña, grande y sus dientes son muy, muy blancos (blanco hueso Profidén). También tiene una historia de maestras del té. Sus raíces son las mismas que las de las camelias sinensis. ¿Su lugar en el mundo? Quinta generación de Chá Gorreana, una industria que, según nos cuenta, siempre ha estado en manos de mujeres. Primero llegó Ermelinda Gago de Câmara: fundadora. Y aunque el prestigio «eléctrico» lo ganó Jaime Hintze, por una cuestión de herencias o muertes inesperadas la empresa pasó de bisabuela, a abuela, a madre hasta llegar a Mota. Las máquinas trabajan furiosas a nuestro alrededor. Chá Gorreana produce té negro de hojas enteras, de hojas rotas —mayor potencia de sabor y consistencia—, Pekoe —plata de pelo blanco, muy gustoso— y té verde. Mota nos confiesa que su favorito es el Orange Pekoe: té noble de vello blanco. También nos explica que la cultura del té en las Azores no es como la inglesa, que aquí sí es motivo de reunión tomar té, que es «más familiar». Mota expande las fronteras del té y rompe los estereotipos asociados a su consumo generando nuevos imaginarios. Nos habla del maridaje con el té.

—El Chá Preto Orange Pekoe va bien con un plato de piña. El té verde es mejor beberlo sin nada, recomendado cuando estás mal del estómago, — nos indica—. Y quizá uno de Broken Leaf pegaría bien con pescado.

La fábrica está adaptada al turismo. Mota nos cuenta que está pensada para ser visitada asiduamente por los viajeros que aterrizan en la isla. Se puede pasear entre las cajas de hojas recolectadas, las máquinas que traquetean y las trabajadoras que empaquetan concienzudamente. También tienen una sala-tetería donde degustar y comprar sus productos. Mota nos invita a salir al exterior y recorrer los caminos verde té, oscuros y plateados, envueltos en el zumbido incesante de las abejas.

El paisaje humano de la plantación de piñas Arruda, en Ponta Delgada, es similar: un grupo angloparlante, en su mayoría jubilados, esperan para visitar el complejo. El paisaje de colores no lo es. Hay verdes y marrones interrumpidos por alguna flor blanca, morada, roja y alguna hoja naranja, de las que ya quedan pocas porque son caducas. Las raíces trepan por el techo de la casa (residencia familiar), de estilo colonial. Al lado de la casa hay una casita donde han instalado la tienda: hay licor de piña —27º de alcohol—, mermelada de piña, pimienta cultivada en tierra de piña, piri piri de piña. Semillas de piña, objetos varios de mimbre con forma de piña. Mostaza de piña. Que no quepa duda de donde estamos: Plantaçoes de Ananases Arruda, las de la denominación de origen. La marca prestigiosa de piñas de las islas Azores. Las redonditas como de un palmo o palmo y medio. Las que a veces son de color naranja intenso —casi naranja subrayador— y otras verde botella y como rociadas en la punta de sus pequeñas escamas con spray amarillo anaranjado. 

También Arruda nace de la desaparición de la naranja. La piña, como el té, también estaba ya introducida en las islas Azores, pero solo como planta decorativa y joya de la jardinería. Con la caída del cítrico estrella de la isla, la piña se erige como una posibilidad en producción y exportación. Así, en 1919 Augusto Arruda pone en funcionamiento la plantación, y lo hace utilizando un método natural: las camas calientes. En el invernadero en el que crecen las piñas gracias a la tierra y a otras materias orgánicas se genera la temperatura necesaria para el florecimiento del fruto. Tras cuatro meses se «intoxica» a la planta con el humo surgido de quemar verduras o frutas pasadas. Esto propicia que todas las piñas se desarrollen al mismo tiempo y que la cosecha sea mucho más homogénea. Al pasear por los invernaderos esta uniformidad salta a la vista. Paisajes horizontales, geométricos. Un segundo premio —como poco— en un concurso de fotografía matemática.

Ribeira Grande no es Pompeya

Al oeste de Ribeira Grande está el centro de artes contemporáneas Arquipélago. Arquipélago se inauguró en 2015 después de que los arquitectos João Mendes Ribeiro, Cristina Guedes y Francisco Vieira de Campos comenzasen el capolavoro: restaurar, reconvertir y repensar una antigua industria de casi 13.000 metros cuadrados en un complejo artístico multidisciplinar. El reto de generar un locus amoenus, un lugar de encuentro para la formación, estancia artística, exhibición, espectáculo y fondo bibliográfico —todo dentro de la esfera creativa—. Una inversión en capital cultural a lo grande. A lo (Ribeira) Grande. La inclusión de un archipiélago dentro del propio archipiélago como paisaje de tripofobia cultural.

Lo primero que destaca de Arquipélago es su alta chimenea. Después el gris cemento de sus paredes y los ángulos rectos desiguales, como de trapecio. Un pasillo entre los diversos edificios empuja al visitante hasta el final, donde está la entrada al espacio expositivo. Pero primero a la izquierda aparece el Black Box. El Black Box en principio es lo que promete: una sala negra. Un lugar diáfano preparado para ser utilizado como salón de actos. Pero en realidad esconde muchas cosas: oculta decenas de pequeños black boxs. El suelo está formado por estos bloques negros, que si permanecen a la altura 0 simulan una sala convencional. Pero que pueden ser desplazados de forma independiente como propuesta de transformación espacial. Así, del suelo puede surgir una pasarela de moda, unas gradas de anfiteatro, una escalera…

Llegamos al edificio expositivo formado por esas islas diversas —salas, salitas, recovecos, salazas— que constituyen este Arquipélago. En ellas encontramos carcajada, humor y sátira con la exposición El risible enigma de la vida normal de David Campbell y Mark Durden: viñetas, fotografía, escultura y audiovisual (entre otros géneros) para hacernos reflexionar sobre cómo damos sentido a las cosas a través de la comedia.

Paseamos entre unas piernas de fibra de vidrio y piedra, unas gigantescas extremidades que parecen estar en movimiento del artista inglés Richard Hughes; nos divertimos con las fotografías de objetos urbanos intervenidos de Richard Wentworth. Paramos ante la pantalla que proyecta Coommon Culture de The New Eldorado, sketch de la cultura del ligoteo que pretende caricaturizar las inseguridades, estereotipos y comportamientos sociales en torno a la seducción.

Pasamos de espacios amplios pero compartimentados, blancos, muy luminosos y con vistas al mar —que hoy está revuelto—, a oscuros sótanos empedrados cuyas obras, casi ocultas, hallamos siguiendo una voz hasta que deja de ser eco.

Sí, Arquipélago es una obra que un visitante espera encontrar en Berlín —de hecho la entrada de Wikipedia sobre el centro está exclusivamente en alemán—, y no en un municipio de poco más de 28.000 habitantes. Pero es que Ribeira Grande es minúscula pero tiene ambición superlativa. No hay más que ver el nombre: Ribeira Grande, (que a nosotros nos parece Ribéirrima). Pero además esas paredes del centro de artes contemporáneas que ahora se entregan a lo contemplativo —y pocas cosas impregnan tanto el placer como simplemente poder mirar— antes fueron vicio. En 1883, hace ya 125 años, Arquipélago era una destilería. Aquipélago fue también —de forma simultánea— fábrica de tabaco.

Si Ribeira Grande fue vicio y en sus entrañas reposan volcanes ¿no será Ribeira Grande la Pompeya azoriana?

Pero Ribeira Grande no recibió ningún castigo divino. Ningún dios, ninguna diosa pareció acordarse. Aunque tal vez los ribeireños sí temen que algo pueda pasar. Quizás simbólicamente siempre están alerta ante la posibilidad de que su ambición, su todo-lo-quiero, su placer o su producción de alcohol, de tabaco, o de arte sean objeto punible. 

Qué habría pensado una ribeireña cuando la balsa de piedra se desplazaba peligrosamente hacia allí. Qué habría pensado esa ciudadana si José Saramago hubiese centrado el punto de vista de su novela, esa en la que la península ibérica se resquebraja por los Pirineos y vaga a la deriva por el océano, en esa pobladora de Ribeira Grande. Qué habría sentido cuando Saramago escribe: «Se ha hablado de los peligros que Portugal corre si choca con las Azores (…) Una isla, y en este caso un archipiélago entero, es la afloración de las cordilleras submarinas (…) Hay gran peligro de que asistamos, ojalá que de lejos, a la decapitación sucesiva de San Miguel, isla Terceira, San Jorge y Faial, y otras islas de las Azores, con pérdida general de vidas».

Quizás si se entera de que la península, —esa con la que tiene una relación amor odio, de lejanía, física y emocional, pero de cercanía administrativa— se acerca peligrosamente hacia su hogar pensaría que todo está pasando porque están al norte de la isla, tienen ambiciones, una destilería y una fábrica de tabaco. Pensaría que Ribeira Grande es una ciudad pecaminosa, una especie de Pompeya pero con agua alrededor.

Pero tras el desenlace afortunado, cambiaría de idea. Y pensaría que en el futuro Ribeira Grande merece un centro de culturas contemporáneas grande. Más que uno berlinés.

Trazos de Ponta Delgada

Ponta Delgada huele a oceáno, suena a crucero masivo, a gaviotas y a verano (aunque no lo sea). Es una ciudad que se mueve levemente más pausada, más relajada que cualquier otra, pero en la que parece difícil aburrirse. En los alrededores de la biblioteca regional y archivo de Punta Delgada, en los bancos del parque Antero de Quental, un grupo de adolescentes pasa la tarde, se hacen selfies; otros repasan la lección o aguardan hasta que llegue la hora de entrar a la autoescuela. Los que son un poco más mayores, parece ser, todavía están en la universidad, y en cuanto superen esa clase magistral, saldrán a tomar algo por sus zonas habituales. En otros bancos, los del convento de la plaza Campo de São Francisco, el propio Quental puso fin a su vida. Y lo recuerdan. Todavía puede leerse «esperanza» en la pared, el letrero frente al que, según cuentan, el poeta disparó su revolver.

[su_image_carousel source=»media: 15088,15089,17844″ limit=»4″ slides_style=»photo» crop=»none» align=»center» captions=»yes» dots=»no» autoplay=»0″ outline=»no»]

Las calles no están ni llenas ni vacías. Las paredes sí están llenas. Hay edificios encalados, edificios de piedra y basalto. Pero también hay azulejos y muchas pintadas. Hay graffitis sobre la independencia de las islas Azores, hay graffitis feministas, y otros LGTBIQ: «Mis madres me enseñaron que hay que respetar a la familia heterosexual». Hay restaurantes y tasquitas. Hay muchos bares. Bares de tapas, bares de tarde y bares de noche. Está el bar Raíz con música en directo, y el bar Alien, con la atmósfera propia para iniciar conversaciones eternas.

También se respira arte: está el museo Carlos Machado, donde se fusionan la historia del convento con la historia natural de las islas. Pero además, hay pequeñas galerías de arte como la Fonseca Mancedo, más institucional, o la Arco 8, más underground. También hay cabinas de teléfono, de esas que ya casi nadie usa, repensadas como bibliotecas a pie de calle y selfservice. 

En Ponta Delgada ciudad, además, está el fuerte de São Bras, del siglo XVI, construido para vigilar la costa ante los asaltos de la piratería. Cierra la muralla. Y justo fuera está el monumento al migrante. Abre la muralla. Pero hay un lugar mucho mejor, a una media hora en coche, desde el que divisar la costa. Desde el que ver de forma simultánea los 360 grados de costa: el Miradouro da Barrosa.

Se puede acceder en coche casi hasta la cumbre, donde ya se ve una primera vista de la isla que paraliza. Pero subiendo un poco más la cuesta de asfalto, hasta la altura de la gigantesca antena telefónica, llega la verdadera experiencia. A un lado el Lagoa do Fogo, y más atrás, océano. Un océano que nos envuelve por completo. Justo está atardeciendo. El sol, naranja piña, se va ocultando tras el horizonte y hace que parezca que el cielo sangra. Ponta Delgada, a lo lejos, parece una postal puntillista que empieza a brillar.


Ilustraciones de Mario Trigo

Los contenidos editoriales y periodísticos de este artículo son responsabilidad exclusiva de Altaïr Magazine, que en este caso ha contado con la colaboración de