Llegar a Praga, visitar la ciudad, matar a Kafka. Tengo sólo un día. Mi avión sale mañana. Matarlo es simbólico, porque ya está muerto. Entonces lo que haré es ir al cementerio donde está enterrado y profanar su tumba. Sacarlo del cajón y destrozar su esqueleto. Algo así. Una performance macabra que me deje para la posteridad como el asesino de Kafka. El único, genuino y verdadero. El Mark David Chapman de la literatura.
Para la tarea que me encomiendo necesito estar bien alimentado. Y la ciudad, para eso, es perfecta. En pocos sitios de Europa Central se come tan bien como aquí. En mi mesa de desayuno tengo de todo: una taza de té, una tabla con quesos picantes, tres bollos de crema, dos panes especiados y embutidos desconocidos.
He tomado la precaución de alojarme en el Hotel Dorint Don Giovanni, en las afueras de la ciudad, en la zona de Želivského. Frente al nuevo cementerio judío, allí donde está enterrado Franz Kafka. Lo primero será identificar el lugar, hacer un breve monitoreo, ver los cambios de guardia, esas cosas básicas para un crimen perfecto. Sólo hasta que me salga con la mía y me identifiquen. Inmolarme forma parte del plan y ya estoy mentalmente preparado para eso.
Mi hotel, entonces, es un 4 estrellas con desayuno continental, escalera caracol muy imperial, azulejos negros y blancos en las paredes y una escultura de Mozart (el compositor eligió a la Ópera de Praga para el estreno de su célebre Don Giovanni). En el hall se puede fumar; en Praga se puede fumar en casi todos los bares y hoteles, todavía no ha llegado la cruzada antitabaco de la Europa mediterránea.
Terminado el desayuno y nomás cruzando la calle, ya estoy frente a las puertas del cementerio. Pero esta mañana está cerrado, son las 9:20 y debería estar abierto, pero inexplicablemente no hay nadie. Pregunto a los transeúntes y no saben responderme. Sigue pasando gente e intento buscar consuelo. Nadie me entiende. En los otros cementerios aledaños hay gente que ingresa, las puertas están abiertas. Pero en el mío está todo cerrado con candado. Tendré que dejarlo para más tarde.
Lo que haré es ir al cementerio donde está enterrado y profanar su tumba. Sacarlo del cajón y destrozar su esqueleto. Algo así. Una performance macabra que me deje para la posteridad como el asesino de Kafka
Me siento en una verja y despliego el mapa de la ciudad, que me sugiere un laberinto imposible. Sólo el libro transcrito a retazos a mi cuaderno puede llegar a ordenarla un poco. El libro que compré ayer por la tarde ni bien llegué, en una librería del Boulevard Wenceslao: una edición en castellano de Franz Kafka y Praga (Vitalis) del alemán Harald Salfeller, una especie de cartografía kafkiana para recorrer la ciudad.
Me da mucho gusto indagar la vastedad de la ciudad a escala y empezar a trazar los puntos de mi ruta. Pienso enfrentarme en absoluta soledad a la magnitud de Praga siguiendo la ruta del escritor superstar, tratando de emular sus paseos solitarios. El día se insinúa nublado y fresco, con un cielo aplomado y gris espeso.
Ayer por la tarde, tras el check in en el hotel, tuve el primer intento infructuoso de entrar en el cementerio. Eran las 16:24 exactas y yo estaba parado en la puerta, leyendo un cartel que decía que el sitio cerraba a las 17. Pero igual estaba cerrado.
Toqué el timbre, una y otra vez. Nada. Adentro, en la garita de seguridad, alcancé a ver la nuca de una chica escondida bajo un escritorio, sin que se diera cuenta de que esta vez el panóptico funcionaba a la inversa: el vigilado era el guardián en su torre de control. Y no me quedó otra que recorrer los muros del cementerio, tratando de visualizar algo de su interior. Fue poco lo que pude ver a través de las pequeñas rendijas de unas paredes inmensas: sólo trozos de un camposanto repleto de vegetación y estrellas de David.
Dos horas antes, mi autobús abandonaba Austria y se metía en la República Checa, cruzando la franja que antes separaba el mundo capitalista del comunista, ahora repleta de prostíbulos ruteros. Silvia, una estudiante checa que se convertiría en mi consejera durante el trayecto, me contaba que los principales clientes eran austríacos, porque en su país casi no tenían tales establecimientos.
Me recibía, entonces, una suculenta variedad de oferta sexual y un enorme shopping para turistas en el que se vendían enanos, Venus de Milo y otros muñecos kitsch para decorar el jardín. Y Silvia con otras indicaciones: que en Praga los carteristas son muy habilidosos, mujeres guapas y hombres anónimos disfrazados de turistas, que se almuerza a las 12 y se cena a las 18, que es el horario del centro de Europa, que a las 22 no te preparan una cena en ningún sitio.
Avanzando sobre territorio checo, fuimos pasando de un paisaje llano hasta dar con la región de Bohemia, una zona montañosa y boscosa ocupada inicialmente por los celtas, luego por los germanos y al fin por los eslavos, que se establecieron allí para siempre. Un pueblito tras otro al costado de la ruta, casas metidas entre los árboles con su leña apilada al costado del portal y arroyitos.
Llegando a Praga nos topamos con un gigante abandonado: el estadio de Strájov. Una mole que tuvo su momento de esplendor durante el comunismo, cuando se festejaban competencias deportivas familiares. Hoy el estadio es un cadáver arquitectónico que se cae a pedazos y que a veces se utiliza para conciertos o para actos multitudinarios de los Testigos de Jehová. Silvia me comentaba que cada vez que su padre pasa por ahí se emociona, porque le recuerda a su juventud.
Cada cinco años, todos los pueblos checoslovacos se juntaban allí para demostrarle al mundo su fuerza física, su salud y potencia colectivas. Se trataba de una relectura comunista de una actividad típicamente eslava, que nació entre finales del siglo XIX y principios del XX, cuando Praga experimentaba un crecimiento inusitado y se consolidaba como uno de los principales focos culturales de Europa, en pleno auge del Imperio Austríaco (que se desbarrancaría con la Primera Guerra Mundial).
La ciudad imperial crecía demográficamente en paralelo a la industria, los barrios rebalsan de población y el eterno conflicto de alemanes versus checos estaba a punto de explotar: cada vez más checos vivían en Praga y cada vez más los alemanes concentraban el poder. Por ejemplo, el año en que nació Kafka, 1883, había en la ciudad unos 32.000 alemanes y unos 126.000 checos. Los nativos reclamaban escalar en la posición social y puestos administrativos (siempre reservados para los alemanes), crecía el sentimiento nacionalista eslavo y en 1891 se quitaban los nombres de las calles en alemán y se les colocaba su equivalente en idioma checo.
Mientras avanzaba el nuevo siglo y los alemanes seguían disfrutando de su influencia en la banca y en las principales industrias del país, en las calles de Praga se trasladaba este conflicto al movimiento obrero. Los nacionalistas checos se reunían en torno a la Sokol, una sociedad atlética que alentaba la fortaleza y salud del pueblo checo y que utilizaba sus grandes gimnasios para reclutar militantes. Estos fornidos jóvenes tomaban las calles enfrentados a los Bursaci, término despectivo que designaba a aquellos estudiantes de las corporaciones germanófilas.
Los nacionalistas checos se nucleaban en torno a la Sokol, una sociedad atlética que alentaba la fortaleza y salud del pueblo checo y que utilizaba sus grandes gimnasios para reclutar militantes
Ahora mismo estoy viendo uno de esos viejos gimnasios de la Sokol. Una mole larga e imponente restaurada por el comunismo para que entrenaran los atletas que luego se exhibirían en el estadio de Strájov lo mejor del temperamento popular. Frente al hotel, frente a mi mapa laberíntico, con su estética tan soviética y su frente de más de dos cuadras, gris y marcial. Como el día que amenaza con avanzar.
Me despedí de Silvia ayer por la tarde, cuando llegamos a la Plaza Vieja, el centro neurálgico de la ciudad y de los pasos de escritor. ¿Qué harás mañana?, me preguntó. Matar a Kafka, le respondí. Me saludó riéndose a carcajadas y se perdió entre la masa de turistas. Y ya no la volví a ver nunca más.
Inicio en El Castillo
Frente al viejo edificio de la Sokol, pienso en la Praga de Kafka. Me lo imagino, enjuto y flaco, al lado de los checos imponentes y nacionalistas que hacían piña en los gimnasios. Kafka en un país que no es el suyo y que lo recuerda de una manera bastante sobria, mientras que en todo el mundo su mito continúa creciendo hasta hoy, tal vez por ser el escritor que mejor «diagnosticó la enfermedad del siglo XX», según Juan Villoro.
Desde Želivského cruzaré la ciudad entera hasta el famoso Castillo de Praga, donde el escritor vivió y vagó sin rumbo y donde, dicen, se inspiró para escribir El Castillo, esa novela en la que un agrimensor es convocado a un castillo al que nunca podrá ingresar, haga lo que haga. Elijo mi primera parada como una manera de exorcizar, tal vez, lo que me está sucediendo a mí con el cementerio.
Bajo al metro. Las escaleras mecánicas son largas y veloces. La decoración de las estaciones es pura sobriedad y pulcritud soviética. Los engranajes de las escaleras mecánicas hacen mucho ruido. No hay barrera ni molinete, solo una barra de acero con lector. Muchos pasan sin picar boleto, convencidos de que tendrán la suerte de no toparse con el inspector.
Se llama Castillo de Praga al barrio en el que conviven palacios, monasterios, torres y la Catedral de San Vito. En sus paredes pasa lo mismo que en tantos barrios medievales europeos: capas y capas de materiales acumulados durante siglos sobre los mismos edificios, un collage de cientos de generaciones.
Kafka tuvo una casa en el número 22 pero duró poco tiempo, la humedad agravaba sus problemas pulmonares. Debe ser lo único original que conserva la casa, esa humedad intensa y asfixiante
En el Callejón Dorado, la calle de los antiguos alquimistas y escultores y albañiles y arquitectos de la Corte, se da el otro efecto recurrente medieval: un parque temático muy bien preparado. Kafka tuvo una casa en el número 22 pero duró poco tiempo, porque si bien le gustaba no tener vecinos y trabajar bajo un silencio perfecto, la humedad agravaba sus problemas pulmonares. Debe ser lo único original que conserva la casa, esa humedad intensa y asfixiante.
Vuelvo al metro y sigo rumbo hasta la Plaza de la Ciudad Vieja, punto neurálgico de muchas localizaciones cercanas de la vida de Kafka en Praga, hoy repleta de contingentes enteros que caminan con sus gorritos y sus cámaras. Hay puestos de artesanos y de comidas montados en la calle y edificios y catedrales imperiales como fondo del decorado.
La casa natal del escritor está escondida a un costado de la gran plaza, en una plazoleta que lleva su nombre en checo: Franze Kafky. El portal está intacto, sin pintar, y adentro funciona el Café Kafka, un bar con mesas y sillas al estilo parisino.
A la vuelta está la Casa Oppelt, la vivienda definitiva de los padres de Kafka después de tantas mudanzas, donde el escritor volvería para ser cuidado por su madre meses antes de su muerte. En este sitio, donde muchos estudiosos coinciden que transcurre La Metamorfosis, ahora hay una joyería y un centro de información turística.
El sol están en plena batalla dialéctica con las nubes que, densas, no lo dejan pasar. Pero, de a ratos, la luz es tan fuerte que parece colarse por algunas aberturas de telones de plomo. Dice Rodrigo Fresán que Praga es una ciudad en la que a uno le duele el cuello todo el tiempo, porque no puede evitar mirar para arriba, por la cantidad de edificios diferentes e imponentes que se van sucediendo a nuestro paso. Esta batalla tan cercana entre los climas también acentúa este efecto y mis vértebras ya comienzan a hacer ruido de carreta.
Sigo en la Plaza Vieja, ahora frente al Salón de Berta Fanta, un círculo en el que se reunían los intelectuales de la época y en donde Kafka solía intervenir casi siempre con comentarios graciosos, según el relato de su amigo Max Brod. Hoy funciona allí una casa de cambio y una tienda de souvenirs: todos los rincones que dan frente a la plaza están listos para el turismo. La fachada ha sido restaurada en estilo barroco, pero se trata de una casa burguesa medieval. Hay una placa que dice que allí estuvo Einstein dando charlas, pero de Kafka ni una palabra.
La casa natal del escritor está escondida a un costado de la gran plaza, en una plazoleta que lleva su nombre en checo: Franze Kafky
La Plaza Vieja es el escenario por antonomasia de las continuas mudanzas de la familia Kafka y del advenimiento de la industria turística. En la Casa de Sixto, que los albergó por poco tiempo, hoy hay tiendas de ropa de moda, juguetes y más souvenirs. En la Casa del Minuto (llamada así porque originalmente era un sitio en el que se vendían cigarrillos cortos que duraban un minuto una vez que eran encendidos) hoy funcionan bares y restaurantes con menús rápidos para contingentes de todo el mundo.
Quizás la única tradición paterna que mantuvo Franz Kafka fue la del nomadismo. Durante su breve vida adulta viviría mudándose, escapando de sus neurosis. Como consta en sus Diarios, no soportaba demasiado a la gente, el mínimo ruido lo desconcentraba para escribir: el sonido de un picaporte, una conversación en voz baja en un pasillo a lo lejos, los pasos de los vecinos por el pasillo.
Y, tal vez, el olor de ciertas comidas, que en Praga pueden a uno hacerle perder el juicio. Por ejemplo, el de unas piernas de cerdo asándose en la calle. Son casi las 11 y devoro el sándwich acompañado de una cerveza muy fría. Me siento en un banco rodeado de árboles, de espaldas a la gente. Estoy empezando a comer y se me sienta un tipo al lado, de camisa y corbata, con olor a alcohol destilado de días. Comienza a hablarme en checo y yo le respondo en inglés, pero da igual: el tipo tiene la mirada perdida y no me entiende. Fuma, me dice cosas, insiste, me señala la cerveza, no sé bien lo que quiere. Hasta que chasquea los dedos en señal universal de pedir dinero. Ahí comenzamos a entendernos. Le digo que no tengo y se va.
Al rato viene otro, bastante peor vestido pero con la misma cronología etílica de su antecesor. Al ver que la estrategia elegante de su compañero de plaza no resultó, cambia de plan: arremete con desparpajo, me toma del brazo y comienza a hablarme, riéndose. Justo estoy acabando de comer, así que le palmeo el hombro, sonrío y sigo mi camino.
Como consta en sus Diarios, no soportaba demasiado a la gente, el mínimo ruido lo desconcentraba para escribir
La Casa de los Tres Reyes fue otra residencia más de la familia, vinculada a la adolescencia y a las primeras experiencias amorosas del escritor, sobre todo con prostitutas. A pocas cuadras está la Universidad de Praga, donde hizo la carrera de abogado y en cuyas puertas un joven alemán toca con su bandonéon Adiós Nonino y Libertango. Me pregunto si a Kafka le hubiera gustado la música de Piazzolla.
La ruta me conduce, necesariamente, hasta el Tribunal territorial civil, lugar de sus primeras prácticas como estudiante. No se puede obviar que el panóptico de sus pasillos y galerías interminables recuerda a los escenarios de El Proceso. El edificio guarda un hermetismo aterrador en su fachada, con sus columnas sostenidas por titánicos mineros y soldados. Son estatuas de estilo grecorromano, cuya presencia es muy habitual en la arquitectura checa. Siempre son dos hombres encorvados y musculosos soportando el peso de las columnas sobre sus espaldas, dos atletas de piedra sosteniendo edificios hasta el final de los tiempos.
Praga es un enorme tribunal. Bajo la impronta imperial de sus edificios uno se siente tan pequeño mientras camina. Bloques y más bloques, sin descanso. Art-decó, rococó y realismo soviético, edificios de todo tipo y estilo, muchos colores y formas. Sin rascacielos: la monumentalidad se dispersa más horizontalmente en los edificios imperiales. Camino y no puedo dejar de imaginarme tantas aventuras traumático-burocráticas adentro de estos sitios.
Cerca del mediodía llego a la Plaza de la República y me detengo en el Café Arco, el antiguo café de los intelectuales alemanes de la Praga de Kafka. El escritor perteneció al círculo arconauta hasta que se le diagnosticó su enfermedad y fue aquí donde conoció a una de sus grandes amantes, la periodista checa Milena Jesenská. El bar está en una esquina y hoy se encuentra cerrado y tapiado, aunque se pueden ver algunas mesas vacías y polvorientas a través de las cortinas blancas, como si albergaran fantasmas. En la puerta se siente un persistente olor a pis.
Pasa el tranvía y se detiene justo en esta esquina. Mientras se escucha el tac-tac de la alarma que indica que los transeúntes pueden cruzar la calle, miro el trozo que completa el panorama arquitectónico: dos hoteles de lujo, un almacén que se anuncia en la vitrina como free-cannabis y una tienda de cristalería de bohemia.
La judería
Sigo rumbo hacia la antigua judería, tomando la calle Mirelova, en donde las tiendas de ropa, los restaurantes y comercios de todo tipo ya se empiezan a llamar «Gólem». El mito vende. En las tiendas de souvenirs se mezclan las marionetas de Kafka con las del personaje mitológico con que las madres hebreas solían asustar a sus hijos cuando no querían ni probar la sopa. Y matrioskas rusas, pese a que los checos estén hartos de que los confundamos con rusos, colapsados del dinero ruso que compra pueblos enteros para atraer turistas, agobiados del pasado comunista. Pese a todo, hay matrioskas en todas las tiendas de souvenirs de la capital checa.
Llego al Consistorio Judío y a la Antigua Sinagoga, donde un fortachón rubio y barbudo monta guardia de civil y abre la puerta a todo aquel que ingrese con su kipá en la cabeza. El aparato de radiollamado que tiene colgado en su cinturón emite pitidos a cada rato. Se lo ve nervioso, mirando hacia ambos lados de la calle. Y me mira a mí con bastante insistencia, mientras tomo apuntes en mi cuaderno. Se ve que estaba esperando a que le devuelva la mirada, porque ni bien lo hago me indica un «no pictures» con mímica.
Tomo la calle Syroká, un desfile de Gucci, Luis Vuitton y Bulgari. Tiendas de moda y joyerías que, de repente, me regalan una imagen de los años 20: Michael Pitt, el actor que interpreta al mafioso Jimmy Darmody en la serie Boardwalk Empire (sobre gánsteres americanos en la época de la Ley Seca), posando para Prada en la vitrina de un local, con su misma cara de psicópata, pero en clave fashion.
El antiguo barrio judío de Praga sufrió el mismo proceso que tantos otros de las ciudades europeas. En 1885 se inició un proceso de saneamiento: cada vez vivía más gente hacinada en poco espacio y se volvió insalubre. Los descendientes de los mercaderes judíos hoy rentan esas casas a las tiendas de ropa de alta costura. Y el barrio pasó a ser lo que es ahora: un moderno paseo de shopping de la capital checa.
En las tiendas de souvenirs se mezclan las marionetas de Kafka con las del Gólem con el que las madres hebreas solían asustar a sus hijos cuando no querían ni probar la sopa
Me planto frente al monumento a Kafka, inaugurado 80 años después de su muerte, el 4 de diciembre de 2003. Es una estatua de bronce de 3,75 metros de altura y 700 kilos de peso. El autor es el escultor checo Jaroslav Róna, inspirado en el texto «Descripción de una lucha». La alusión es paradójica, porque allí Kafka no describe a una Praga pintoresca sino repelente, vacía de seres humanos. Y el monumento es un hormiguero de turistas que van a buscar a la judería lo pintoresco, no lo repelente.
Muy cerca está el Café Savoy, donde representaban obras de teatro de tradición judía. Allí Kafka quedaría fascinado con sus propias raíces, en un descubrimiento catárquico muy a lo griego. Hoy está cerrado y con las ventanas tapiadas. Sólo queda el cartel para mi fotografía de arqueólogo aficionado.
Sigo por la judería, metiéndome cada vez más adentro, hacia la casa de la calle Bílek, donde hoy funcionan consultorios médicos. Aquí vivió con una de sus hermanas durante un tiempo, hasta que decidió irse a vivir solo porque no soportaba los ruidos de los vecinos. En sus Diarios hay citas recurrentes, despectivas y crueles, sobre la casera de este edificio y algunos inquilinos: «El proceso de escribir que comencé hace dos días se ha interrumpido, quien sabe durante cuánto tiempo. Estoy desesperado. ¿Me espera esta miseria tan ridícula y totalmente mortal con cualquier casera, en cualquier ciudad?».
Sigo con las mudanzas de Franz Kafka por la antigua judería. La ruta dibuja su trazo sociópata y maniático, el escritor neurótico y nómada que nunca está a gusto en ninguna casa. Luego de vivir con su hermana, se muda al número 16 de la calle Dlouhá, pero el ruido de la calle se le vuelve insoportable y también se va. Bordeo la calle Masvá y fotografío la Escuela Alemana donde estudió la primaria, escenario de los sórdidos paseos de vuelta a casa que daba acompañado por una cocinera «pequeña, seca, flaca, de nariz aguileña y pómulos hundidos, amarillenta pero dura, enérgica y fuerte».
En «Descripción de una lucha» Kafka no describe una Praga pintoresca sino repelente. Y el monumento es un hormiguero de turistas que van a buscar a la judería lo pintoresco, no lo repelente
Cerca de las 15 me siento en un bar para tomar una cerveza helada. Necesito reponer fuerzas. He perdido mi bolígrafo y no llevo ningún otro. Estoy cansado. Me he olvidado por completo de que tengo que entrar al cementerio y hacer lo que vine a hacer. El cielo está cada vez más plomizo y la ciudad me ha deglutido. Estoy absorbido por la ruta kafkiana, como una autómata sin voluntad. El Día K está siendo un éxito.
El camarero me presta su bolígrafo «sólo por un momento». Me pido una sopa de patatas y setas que sirven adentro de un enorme pan especiado. Este manjar calma mis nervios. Robarme el bolígrafo para seguir escribiendo, también.
Afuera sigue estando Praga, rebosante de gente por todos lados. Tan alienado estoy con las huellas de Kafka que recién ahora mismo, pasadas las 16, me acabo de dar cuenta de lo bellas que son las mujeres checas. Pero no hay tiempo para ellas.
El puente y el museo
Cruzo el mítico Puente de Carlos, el más turístico y oscuro de todos los puentes que atraviesan el río Moldava. El más cruzado por Kafka. Me dirijo hacia la Plaza Wenceslao, pero el puente está atestado. Mi tranco ya no es el de un turista desenfadado: ahora apuro la marcha, me he incorporado completamente al ritmo de la gran ciudad. Paso rápido entre la gente, me choco a algunos, se molestan, se enojan, me putean en todos los idiomas.
Kafka solía andar con paso rápido, menospreciando a todo aquel que caminara lento. Sin proponérmelo, estoy emulando esa histeria. Sólo me detengo un instante para fotografiar la Escuela de Natación que está en la otra orilla, donde Kafka iba a nadar de pequeño. Termino de cruzar el puente y bajo por el barrio de Malastrana buscando el metro, pero me topo con el Museo Kafka. No estaba en los planes, pero acaba deglutiéndome también.
En la entrada al museo suena una música apagada y hay poca iluminación. Una puesta en escena para hablar de la casa, la cárcel, el castillo o el tribunal en la obra de Kafka como metáforas topológicas, lugares alegóricos de los que Kafka se sirvió para hablar de tantas otras cosas. «Kafka convierte a Praga en una topografía imaginaria que trasciende la falacia del realismo», dice la audioguía en castellano. Y es así: muy pocas veces nombrará los lugares que describe en sus libros, como si Praga fuese un problema universal.
A Kafka y a Praga no los unía el amor sino el espanto, como a Borges y a Buenos Aires. «Esto no es una ciudad. Es el suelo escabroso de un océano del tiempo, cubierto con los guijarros de sueños y pasiones extinguidas, entre los que nos paseamos como embutidos en una campana de buzo. Resulta interesante, pero con el tiempo se queda uno sin aliento», dice en un pasaje de sus Diarios.
Avanzando por los pasillos llego a una sala con un gigantesco escritorio negro repleto de cajones, con una cita sacada de las Cartas a Felice: «La literatura y la oficina se excluyen mutuamente, pues escribir es algo que gravita en las profundidades, mientras la oficina está allá arriba, en la vida». Dentro de los cajones se exponen los dibujos expresionistas que Kafka hacía en la época en la que trabajaba en la Generali y que mitigaban la angustia de la página en blanco.
Kafka solía andar con paso rápido, menospreciando a todo aquel que caminara lento. Sin proponérmelo, estoy emulando esa histeria
En la sala de La Oficina Ilimitada, más cajones negros, esta vez hasta el techo. Más oscuridad y música sórdida. ¡El Proceso Showtime! Se escucha un ruido de máquina machacando, seco y repetitivo. Y una cita más del escritor coronando el espectáculo: «La oficina no es una institución estúpida, tiene sus raíces más en lo fantástico que en lo estúpido». Al abrir los cajones de esta oficina ilimitada, se pueden ver vitrinas con fragmentos originales de la novela escritos de puño y letra por el mismo Kafka.
Hay un cartel que dice que no se recomienda quedarse mucho tiempo en cada espacio porque podría ser fatal para la cabeza del visitante. En la sala siguiente, la Colonia Penitenciaria, cuentan que Kafka leyó este texto en su única lectura pública fuera de Praga, en la Galería Goltz de Múnich. Parece ser que horrorizó a todo el mundo y lo definieron como «un diletante del horror». Incluso hizo desmayar a tres viejas.
Y la historia vuelve a repetirse, porque mientras recorro el museo muchas mujeres mayores tienen que salir a tomar aire, asfixiadas por el parque temático kafkiano. El agobio llega a tal punto que una me pregunta desesperada donde está la salida, sin darse cuenta de que la tiene al lado. Supongo que los museólogos que montaron la exposición celebran cada una de estas huidas: el dispositivo funciona.
Final y abandono
Salgo del museo y doy una vuelta corta por Malastrana antes de meterme en el metro. Cuesta acostumbrarse a la luz, a las risas y a las voces, luego de esta experiencia oscura y silenciosa. Bajo las escaleras mecánicas y miro el reloj: 17:59. Se me está agotando el tiempo. Viajamos todos apretados, asfixiados. Todos hablan con todos y yo no entiendo una palabra, ni siquiera cuando la megafonía dice los nombres de las estaciones.
A las 18:17 bajo en Mústek y fotografío el edificio del periódico Praguer Tagblatt, donde Kafka publicó algunos de sus relatos. Y a las 18:32 me meto en la Plaza Wenceslao y llego a la Aseguradora Generali, tal vez el trabajo más famoso de todos los trabajos sórdidos de Kafka. El edificio mantiene su fachada intacta y ha incorporado en varios de sus pisos a la empresa The Forum, un holding que integran, entre otras, H&M y Turkish Airlines.
Este bulevar fue testigo de las mejores juergas del escritor. Agobiado por un trabajo que lo asfixiaba buscaba consuelo en el alcohol del after office y calor humano en las prostitutas callejeras.
Siendo las 18:45 la tarde está definitivamente agradable y yo estoy definitivamente agotado. Ha pasado la tormenta y me he resignado a que hoy tampoco podré entrar en el cementerio. Pido una salchicha con mostaza en un puesto callejero y me siento a contemplar la inmensidad del bulevar, que los checos consideran la plaza más grande del mundo.
En el banco de al lado, hay dos homeless medio dormidos. Tienen el cuero curtido del sin techo, la mugre impregnada, barbas repletas. Se acerca un tipo de traje que acaba de comprarse otro frankfurt y que se ve que no le ha gustado, porque después de dos bocados se acerca a un cesto de basura y lo arroja. Uno de los tipos se pone de pie, indignado, increpa al hombre y mete la mano para recoger la salchicha. Se acerca al puesto, lo embadurna bien con todas las salsas disponibles, lo parte en dos y le da la mitad a su compañero.
Ha pasado la tormenta y me he resignado a que hoy tampoco podré entrar en el cementerio
Como plano de fondo de esta escena, el Hotel Europa, de principios del siglo XX, intacto, elegante y señorial. Allí Kafka dio la primera y única lectura pública de una obra suya en Praga, con el texto «La Condena», el 4 de diciembre de 1912. Días después, relató sus sensaciones en una carta a Felice Bauer, a quien está dedicado ese relato: «No existe nada más confortable para el cuerpo que mandar sobre las personas o al menos creer en ese mando».
Termino mi comida, enciendo un cigarrillo y pienso que me costará regresar a casa después de esto. Praga en su ruta kafkiana tiene ese extraño magnetismo de absorberte sabiendo que deambulas por un territorio que no te pertenece. Pero es un juego adictivo. Podría estar semanas enteras caminando sin parar por la ciudad.
Como ese topo paranoico de «La Madriguera», uno de los últimos cuentos kafkianos, que al explicar los avatares de la construcción de su casa acaba por mostrar la imposibilidad de un hábitat verdadero. Un vínculo tortuoso entre el topo y su madriguera que no es otra cosa que una alegoría del conflicto del propio Kafka con su obra y su lugar en el mundo. Esa imposibilidad de habitar y de habitarse que padecemos todos. Y que, quizás, sea la causa de nuestros viajes.
Mañana me levantaré, desayunaré bien y me iré derecho al aeropuerto. Paso del cementerio. Misión abortada. Hay que dejar a los muertos descansar en paz. Sobre todo a Kafka, que nunca descansó en vida. Y que sigue más vivo que nunca.