«Este es todo mi mundo: una maleta de mano, una mochila y una sudadera vestido/mantita azul oscuro. El número de libros varía, dependiendo del tiempo que haya pasado desde la última vez que tuve cerca una librería en inglés. Un bonito vestido de fiesta y un buen par de tacones para una ópera de emergencia; un par de vaqueros (…) tres camisetas con mangas de diferente longitud; una reserva de ropa interior que disminuye misteriosamente; dos vestidos de verano; un jersey; una chaqueta de piel; un par de zapatillas de deporte y un par de bailarinas; un neceser de cosméticos y de artículos de aseo; un bolso negro de piel con collares envueltos en papel higiénico». Este es el equipaje con el que Jessa Crispin comienza su viaje; y El complot de las damas muertas (Alpha Decay, 2018) es el resultado. Según la RAE, viajar es «trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción», para ella, sin embargo, viajar es mucho más que eso. Las ciudades que visita no se constituyen simplemente como espacios geográficos ni tampoco como puntos de llegada. Al contrario, las ciudades son el relato que Crispin busca y, al mismo tiempo, ensaya; son un texto hecho de textos, espacios narrativos en los que la autora encuentra el material a partir del cual construir esta historia que tiene que ver, ante todo, con ella. Con un sujeto que se construye a lo largo de la escritura y gracias a la alteridad: «Con quien quería hablar era con los muertos», escribe Crispin en las primeras páginas, «siempre me habían atraído los desarraigados, las almas errantes que rompía con sus vidas y empezaban de nuevo en otro sitio. Necesitaba saber cómo lo consiguieron, cómo sobrevivieron». 

Escrito en primera persona, sería impropio definir El complot de las damas muertas como un ensayo. Al contrario de lo que afirmaría Theodor Adorno acerca de dicho género —que «el ensayo es lo no total, una totalidad que ni siquiera en cuanto forma afirma la tesis de la identidad de pensamiento y asunto que rechaza como contenido»—, Crispin busca y aspira a una totalidad, busca una tesis y se inscribe en ella. Y aunque no es una novela, su texto tiene una estructura novelesca. El complot de las damas muertas, de hecho, se articula como el relato de un yo a modo de bildungsroman, solo que lo hace desde la no ficción. Hablamos de no ficción no por la presencia del yo —¿acaso el «yo» no es la primera ficción de todas?—, sino por las digresiones —historia, crítica literaria, reflexión política…— que la autora realiza a partir de la experiencia de ese yo narrativo. Y las digresiones tienen que ver, principalmente, con dos ideas clave: el exilo o la sensación de vivir exiliada y la construcción del yo femenino.

Las ciudades son el relato que Crispin busca y, al mismo tiempo, ensaya; son un texto hecho de textos, espacios narrativos

Crispin trata de hallar un «lugar» desde la conciencia de que nunca puede ser un espacio concreto, porque «no existe un nosotros» y, por tanto, no existe para ella ni una colectividad uniforme ni un pensamiento único al que poder inscribirse: «Está bien ser la rarita de la habitación, tengo décadas de experiencia en ello. Pero hay un momento en el que te das cuenta de que ni siquiera tuviste la oportunidad de rechazarlos antes que ellos te rechazaran a ti. Me pregunto si la gente que no tiene ese profundo sentimiento de arraigo en su infancia es capaz alguna vez de encontrar el lugar adecuado (…) Lees historias de gente que huye a la ciudad y encuentra su «tribu», su hogar espiritual. He viajado alrededor del mundo y nunca he tenido ese momento en ninguna de las ciudades en las que he estado».

El yo se confronta con la alteridad, con la que la autora profundiza, alejándose entonces de su propia experiencia. De ahí que el libro pueda definirse como un diálogo con esas «damas muertas» a las que alude en el título, con esas voces que se apagaron, con esas vidas descarriadas en las que Crispin se mira, no siempre para encontrar el reflejo que busca de sí misma, pero sí para reconstruir un yo roto, un yo que busca ponerse fin. Berlín, Trieste, Sarajevo, San Petersburgo, Londres o la Isla de Jersey son algunos de los lugares que transita Crispin, en los que se encuentra con damas como Jean Rhys, Claude Cahun, Rebecca West, Nora Barnacle, pero también con más de un señor: Williams James, Ígor Stravinski o Somerset Maugham. Aunque todos ellos son relevantes, las damas tienen un papel principal, lógico si tenemos en cuenta el recorrido intelectual de Crispin: las raíces de su ensayo Por qué no soy feminista están, en gran parte, en El complot de las damas muertas. En efecto, la idea de exilio que plantea tiene que ver con la dificultad de encontrar una «tribu espiritual» y, por tanto, con la incapacidad de inscribirse en determinados discursos, de los que no puede sino distanciarse. Aquí vuelve a distanciarse de determinadas posturas maistream, buscando una posición tangencial y cuestionando, ante todo, los prejuicios con los que se acerca a estas damas, pero también a las otras voces del libro: «Yo he compartido el desdén de los biógrafos por la esposa. Las he condenado a todas por ser empalagosamente domésticas, por haberse vuelto insípidas mediante una sobredosis de hormonas en el embarazo, y de detergente para los platos. Las he despreciado por se tan cálidas como un jersey de angora, limitadas y pesadas», confiesa Crispin en la primera parte del libro y, en la medida en que avanza la escritura, su discurso se irá modulando a través de la comprensión del otro y, por tanto, a través del cuestionamiento de sí misma y del lugar desde donde habla. De ahí que, páginas después, refiriéndose a Rebecca West escriba: «Esto muestra que no soy la única que sigue teniendo problemas con una mujer ambiciosa (mis problemas con ciertas mujeres ambiciosas nunca se refieren a cómo les afecta a sus hijos, sino cómo esas mujeres tienden a adquirir las características de los hombres para poder competir con ellos. Muy a menudo son las peores características, el chovinismo, la seguridad imbatible, el cálculo del éxito en dinero…)».

«Lees historias de gente que huye a la ciudad y encuentra su «tribu», su hogar espiritual. He viajado alrededor del mundo y nunca he tenido ese momento»

En este sentido, Crispin busca apartarse, algo que la acerca a Margaret Anderson, a quien dedica uno de los capítulos y de quien escribe: «Ella tenía razón en rechazar la sociedad literaria establecida en América y en crear su hogar entre los raros y los marginados en Francia. Lo que hace falta para recibir la aprobación de los porteros y los creadores de tendencias y los editores y la gente de poder la habría diluido, y necesitamos a la Margaret Anderson como un fuerte brebaje». Crispin tampoco quiere la aprobación, ni tan siquiera la propia, pues, a lo largo de su viaje, se muestra particularmente crítica consigo misma, sobre todo cuando se ve repitiendo esquemas de pensamiento y de comportamiento que ella misma recrimina. «No sabía que se podía viajar libremente entre Austria y Eslovenia o que este país era parte de la Unión Europea. Al llegar, corrí al cajero automático para retirar dinero en la moneda local solo para descubrir que la moneda local era el euro. Pero antes, mientras estaba en el tren, en lugar de relajarme y disfrutar de los colores otoñales que se difuminaban al otro lado de la ventana, permanecí alerta, con el pasaporte bien agarrado, lista para identificarme en cualquier instante y sin darme cuenta de que a nadie le importaba». 

El complot de las damas muertas es un texto contra los a priori, un texto contra las convenciones y, sobre todo, es una reflexión sobre la construcción del yo a partir de relatos asumidos críticamente, —en parte, por la necesidad de buscar un lugar «seguro» en el que sentirse parte de un «nosotros»—. Crispin, por el contrario, busca el exilio, entendido como un no-lugar, como una forma de dislocación, de posicionamiento crítico que obliga a interrogarse fuera de la uniformidad. «He leído demasiadas noticias donde los serbios eran los agresores, he visto demasiadas imágenes del asedio de Sarajevo, demasiadas estadísticas sobre la violencia en masa usada como arma, sobre la limpieza étnica, sobre los antiguos odios, he observado demasiadas fotos de la arrogante y malévola cara de Milosevic: todo esto ha contaminado mi subconsciente y cuando miro a mi alrededor solo veo monstruos», escribe Crispin, cuyo viaje sirve precisamente para descontaminar el subconsciente, para reconstruir un yo quebrado desde una nueva consciencia, que ya no necesita de un lugar seguro ni de unos aplausos para poder mirar el mundo.


Imagen de cabecera, CC Eric Fischer

EL COMPLOT DE LAS DAMAS MUERTAS, JESSA CRIPSIN, ALPHA DECAY, 2018