Dos posibilidades. Hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo primero es consumación, es decir inacción; lo segundo es comienzo, es decir acción.

Kafka

Los monzones están al acecho. En Varanasi hacen 46 grados. Tolero mejor el calor que el frío, pero mi cadencia no puede ser la misma que si estuviera en un invierno finlandés. Me muevo como una tortuga y por eso salgo con previsión hacia Mughal Sarai. Son las 2 de la tarde y el tren a Darjeeling parte a las 6. En India reina, entre otras majestades invisibles, la imprevisibilidad.

El tuctuc da vueltas porque hay varios cortes. Policías de fachas impecables y bigotes de concurso nos apuran con sus cachiporras de bambú entre bocinazos, vacas, linyeras, cabras, bicicletas, carros. El conductor maneja junto a un amigo. Cruzando el Ganges a los tumbos noto que mascan gutka —por eso la excitación al volante, supongo—, escupen manchas rojas y se toman de la mano o se abrazan. Detrás, yo voy envuelto en un turbante porque la polvareda es cruel.

Por la estación de trenes circulan ratas y monos inquietos entre familias.

Llego al andén con algunas horas de anticipación y un kilo de lichis en la mano, que pelo y como cada tanto. Me saco la mochila y la uso de silla o de almohada. Por la estación circulan ratas, monos inquietos entre familias cargadas hasta la maceta y gente que duerme en cualquier rincón, de cualquier forma, en cualquier momento.

***

Desfilan trenes con viajantes que cuelgan de los estribos y el mío termina saliendo —adivinarlo, una proeza— a la medianoche. Compré por 8 dólares un boleto en el vagón sleeper. Despabilo al joven que ocupa mi cucheta, pegada al techo y a un ventilador afónico, y enfrente de mí un «occidental» hace lo propio. Se llama Cale, es australiano y mochilea desde Sri Lanka con Sarah, su novia, que debería sentarse abajo, pero las butacas están colmadas. Ellos también van a Darjeeling, aunque no atraídos, como yo, por la industria del té.

Dormir, lo que se dice dormir, es prácticamente imposible.

Duermo como puedo, dando mil vueltas sobre el sólido material de la… cama. Me rodean secuencias dignas de una película de Bollywood, desde exitosos vendedores de huevos duros, hasta un roncador olímpico en su tórax de pájaro, pasando por chicos apiñados en el pasillo que ven un videoclip al mango. Dormir, lo que se dice dormir, es prácticamente imposible. En Nocturno hindú, la novelita de Tabucchi que hojeo de a ratos y en la que un hombre busca a un amigo sin darse cuenta de que en realidad busca al otro que lleva dentro, leo que quizá «la palabra «prácticamente» no quiera decir prácticamente nada» y, envalentonado, anoto esta otra frase: «India es mágica y lastimera a la vez».

Me rodean secuencias dignas de una película de Bollywood, desde exitosos vendedores de huevos duros, hasta un roncador olímpico en su tórax de pájaro

La odisea no cesa. Llegando a New Jalpaiguri me siento en la puerta del vagón, abierta de par en par. Con la resolución de un travelling ideal miro irse arrozales, señoras arando en sus ropajes chillones, sembradíos de ananás, un trío de señores prensados en una moto esperando que la barrera se levante, algún buey obediente. Voy contagiado de la bondad de los indios, que sonríen pase lo que pase. Sin embargo, se trata de sonrisas más de dulzura que de alegría y me pierdo, en guisa de entenderlo, el ininteligible sistema de castas que los ordenan y, seguramente, los oprimen.

Algunos se sientan en el tren, con la puerta del vagón abierta de par en par, esperando a que lleguemos.

En la estación se nos vienen al humo conductores de jeeps Tata o Mahindra ornamentados con banderas argentinas, brasileras o alemanas, evidencia del furor mundialista. Con Sarah y Cale limamos intuitivamente las ofertas hasta juzgar que lo mejor será, tras 15 horas de bamboleos, que piquemos algo. Después trepamos a una catramina de tres ruedas y nos apeamos en Siliguri, ya distrito de Bengala Occidental, al noreste de esta nación de 1.300 millones de habitantes y apretado entre Nepal y Bután. Transas mediante, un jeep compartido nos deposita, luego de un sinfín de curvas por un paisaje escarpado y brumoso, en el destino final, que nunca es destino y menos aún, final.

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En el homestay que reservé por Booking me esperan Bobi y Bisú, ambos con facciones «montañosas», un poco sonrojadas, que me remiten a China o a Mongolia. Entre ellos surge su única hija, Vipassana, en cuyo cuarto dormiré y a quien oiré practicar sus tareas escolares. El dato no es menor ya que vengo de terminar en Varanasi mi segundo Vipassana, un retiro de meditación de diez días en silencio. La coincidencia —si convenimos llamarle así al loco encuentro de la vida con el vivir— me deja patitieso.

Por estas regiones la temperatura cayó a marcas otoñales y en un living de lo más kitsch Bobi me ofrece, al cabo de un día entero de travesía, un merecido Darjeeling. Siempre me gustó el té bueno en hebras sin leche ni azúcar, pero como esto que pruebo no hay: sensual, salvaje, sedoso, el té negro que tomo es first flush, dos hojitas y su yema terminal, primera cosecha del año que cobra un tinte verde pálido en la taza.

A la noche me encuentro con la pareja aussie en un bolichito tibetano de pocas mesas. Hay un televisor muy propicio para ver Argentina contra Islandia. Pedimos momos vegetarianos y thukpa, una calórica sopa de fideos. Festejo alocadamente el gol de Agüero, me doy vuelta y veo en la calle a un gentío alentando a mi selección. Incluso hay unos tipos con las caras pintadas de celeste y blanco. Nos empatan y los entusiastas ni se inmutan, aunque se frustran el triple que yo cuando a Messi le atajan el penal.

Hay bolsas de papel madera repletas de té, una foto del Dalai Lama, estantes con teteras y una pared grabada con un cuadro enorme del Himalaya.

En vano traté de escribir este relato en pasado. Todo lo que me pasó me sigue pasando, por eso el presente, un presente continuo y expansivo, sin certezas y aniquilador de mi yo, mi yo más exterior y vanidoso. Vuelvo a casa por el festón del trocha angosta, Patrimonio de la Humanidad: un toy train del siglo 19 que trajina las colinas a golpes de carbón. En el camino veo una tienda que está por cerrar. Me meto. Hay bolsas de papel madera repletas de té, una foto del Dalai Lama, estantes con teteras y una pared grabada con un cuadro enorme del Himalaya.

En esa decoración un tanto anacrónica atiende el afable Vijay, de tez café con leche, un inglés de pronunciación british y gafas culo de botella. El mayor de los hermanos Sarda acusa 68 pirulos y lidera la tercera generación de Nathmulls, el sello que desde 1931 vende los mejores tés de la comarca. Conversamos como si fuéramos tío y sobrino y me canta las cuarenta. Ahora me hago a un lado y habla él, ¿ok?

Todo lo que me pasó me sigue pasando, por eso el presente, un presente continuo y expansivo, sin certezas y aniquilador de mi yo, mi yo más exterior y vanidoso

El negocio lo empezó mi abuelo, un empresario de Rajastán, y lo siguió mi padre. Él murió precozmente y yo me hice cargo de la compañía cuando cumplí 18. Somos pioneros en la zona y tenemos buena reputación. La primera palabra que se me viene a la mente cuando pienso en un Darjeeling es «aroma». Su aroma es único, natural, puro y no se compara con otras variedades porque nuestro clima resulta perfecto para su cultivo, que iniciaron colonos ingleses hace más de 150 años.

Ahora bien, el 95% del té que consumen los indios es chai, de modo que el paladar local se acostumbró a ese brebaje hecho a base de polvo de té negro, leche y un enigma de especias. El Darjeeling se exporta porque casi no cuenta con marketing en su tierra, pero hay un problema: en el mundo se vende cinco veces más de lo que se produce, unas 10 mil toneladas que provienen de 87 tea gardens que le licitan sus hectáreas al Estado y las explotan pagando sueldos muy bajos. Para protegernos de ese fraude de mezclas y rebajas se creó una Indicación Geográfica, la primera del país.

Negro, oolong, verde y blanco son las variedades que se producen acá, con la misma planta (camellia sinensis) y distintos clones, a lo largo de varias cosechas durante unos ocho meses. Esas variedades tienen cuatro niveles de calidad: hoja entera, hoja rota, hoja machacada y polvo. En cuanto a su elaboración, a menudo artesanal y delicadísima, luego de la cosecha manual se suceden el aireado, el enrollamiento, la oxidación o fermentación —en algunos casos—, el secado y la clasificación.

***

Ahora retomo yo, gracias Vijay. Comparto desayuno con Bisú, que preparó un caldo picante y una tetera de first flush. Una nube se mete por una de las dos ventanas de la cocina y sale por la otra. Parece una mascota. Cautivo del fenómeno digo, no sé porqué, «la concha del pato», y ella cree haber oído «Kanchenjunga». Sin parpadear asegura que, con cielo diáfano, saludaríamos desde acá las cumbres níveas de la tercera montaña más alta del planeta.

Antes de mi recorrido teístico inaugural, Bisú me adoctrina con paciencia: que los trayectos en toda la región son lentos y largos a pesar de lo que indican los mapas, que los jeeps surcan rutas súper específicas, que en general debo volver al punto de partida para partir de nuevo y que hay jardines a los que sólo se llega en transporte privado. Ah, y que tengo suerte porque estamos en plena cosecha del second flush o «moscatel».

A 2.000 metros de altura una niebla terca y licorosa cubre las colinas y las descubre en un tris creando una atmósfera hipnótica.

Para calentar motores husmeo la plantación Happy Valley, situada ahí nomás de la ciudad de Darjeeling y vigilada por longevos cipreses de los que penden diademas de telarañas. Son un par de horas de paseo. A 2.000 metros de altura una niebla terca y licorosa cubre las colinas y las descubre en un tris creando una atmósfera hipnótica. Visito el museo y, comparado con lo que hay dentro, mi humilde colección de cepillos de dientes es más interesante. A la tarde cambio de planes por una corazonada y en lugar de remontar hacia Sikkim, cuyo periplo exige más tiempo del que dispongo, me embarco a Sukhiapokhri.

***

Arribo cercado en una bruma que apenas me deja ver a quien tengo al lado. Piso el asfalto y me aborda un joven desinteresado y angélico que en un inglés remador me pregunta lo habitual: de dónde vengo. Se llama Deepesh, tiene 20 años y un talante de ingenua simpatía. Me acompaña a buscar un homestay que encontramos al toque y él negocia el precio. No hay wifi en todo el pueblo. Le sugiero que almorcemos y en un pispás estamos sentados en un típico restaurant de por acá, tabla perpendicular contra la pared, banco en vez de sillas y cortinita para encerrarse. Lo invito a que elija un plato, pero ya comió. Pido una wai wai que sale bastante mediocre y la irrigo con una Sprite tibia.

Deepesh insiste en pagar. No puedo convencerlo de que no lo haga. Su gesto me conmueve. Me confiesa que su madre murió de anemia y que su padre sufre un cáncer de garganta y que pese a eso él le sonríe a la existencia. Debo subirme urgente al jeep que me acercará a Mim, el garden que me recomendó Inés Berton, experta tea blender argentina. Esperamos a más pasajeros para saturar la Mahindra y zarpar. Este país me enseñó a esperar. ¿Qué? Posiblemente nada, ahí radica la gracia. Me despido de mi nuevo amigo y quedamos en vernos a la noche, dice que me buscará en el hostal.

Apelmazado en los asientos traseros, robados al baúl, hago migas con Aditya, un adolescente que me convida nuez de betel de un sobrecito. Vierte un polvo ceniza sobre mi mano ahuecada. Siento un leve subidón mentolado. Aprieto los pedazos duros en un buche, los arrincono, los muerdo y les extraigo el jugo agrio. Enérgico, bajo en mitad del camino de piedras desiguales, cruzo el bosque al trote y aparezco en Mim frente a un tipo que lleva puesta, con orgullo, la casaca albiceleste.

Este país me enseñó a esperar. ¿Qué? Posiblemente nada, ahí radica la gracia

Paddam, el supervisor, me muestra la fábrica de madera y techos de chapa, intacta desde el período británico. Me presenta a Roni, el manager, al que convenzo —no esperaban mi visita— de que me dejen fotografiar en la garganta del valle a las pickers. Cuando la niebla se despista, florecen las colinas tapizadas de té y construcciones que son tanto un templo Sai Baba como viviendas de operarios o una escuela.

Me emocionan las recogedoras de todas las edades flotando entre parcelas, aferradas como cabras a los tallos bajos de los arbustos. Visten un trapo multicolor en la cabeza, una pollera cubierta por una tela plástica y botas de lluvia. Cabizbajas, depilan con dedos veloces los flamantes brotes —el resto no se toca— y llenan los canastos de paja que cargan en la espalda, endosados a la frente con una soga.

Me emocionan las recogedoras de todas las edades flotando entre parcelas, aferradas como cabras a los tallos bajos de los arbustos. Visten un trapo multicolor en la cabeza, una pollera cubierta por una tela plástica y botas de lluvia.

Presencio el momento justo en que terminan la jornada. En una carpa de bambú entregan lo recolectado, que un empleado pesa y registra en un cuaderno. Necesitan cosechar ocho kilos por día para lograr los «incentivos» y cobrar dos dólares. Entre ellas veo cada tanto a un hombre con un machete desmalezador que está ahí, según Paddam, para cuidarlas. En India el té lo recogen las mujeres por una usanza que, para mí, es machismo recalcitrante: son más cuidadosas, argumentan.

Atardece y no quedan transportes disponibles. Le cuento a Roni que vuelvo a pie y me advierte de los peligros del bosque: panteras, chitas, pitones. No tengo opción, así que arranco antes de que anochezca. Al principio avanzo entre ranchos humildes cuyos ocupantes salen a saludarme. Un padre de familia se embala al verme y convoca a sus tres hijas para retratarme con ellas. Corto camino por un sendero verdinoso y sucio flanqueado por hiedras colgantes. A ojos de un burgués, que los indios no cuiden el medio ambiente suena sacrílego, pero este viaje me desaburguesa.

Me siento lejos de todo y a la vez demasiado cerca, en el tuétano. Por suerte no me atacan panteras, chitas ni pitones. A Sukhiapokhri llego agotado y con hambre. Entro en una taberna copada por obreros de eructo fácil que fuman y brindan con cerveza frente a un partido del Mundial. Se corre la bola de que apareció un extranjero y los curiosos se asoman, me miran, sonríen y se van. Elijo un guiso especiado de pata de cerdo y bajo la persiana del día, que se cansó de mí como en el poema de Dickinson. Sin saberlo era esto lo que quería, exactamente esto y exactamente así.

Ya en la calle, me llama la atención un concierto como de cacerolas. Tres músicos de vestuario arlequinesco golpetean, exultantes, unos instrumentos de percusión bien originales. Alelado, fisgoneo la escena. Los acompaña Swaraj, un petisón macizo de unos 50 años, lóbulos lanceolados y mandíbulas rompenueces. Me dice que vienen de un casamiento nepalés, que si quiero ir. Y dale, vamos. Raro casarse un lunes, ¿no? Iluminados por la linterna del celular, andamos unas cuadras hasta un salón adornado con listones amarillos, naranjas, lilas. Si bien la fiesta no decayó del todo, quedan las sobras y soy, me da la impresión, el regalo sorpresa.

A ojos de un burgués, que los indios no cuiden el medio ambiente suena sacrílego, pero este viaje me desaburguesa

Swaraj me estruja la mano y en su precario inglés describe que están todos borrachos, que le haga saber si me molestan, que él es mi amigo. Declino un whisky, acepto una cerveza. Nos sentamos. Una mujer me trae una bandeja descartable con pescado frito. Les explico que vengo de darme un festín. No hay caso. A pesar de los ardides de mi anfitrión, los ebrios me abrazan, claman selfies, me charlan a cinco centímetros de la boca. Incluso se acerca el fotógrafo contratado y dispara a quemarropa.

En India el té lo recogen las mujeres por una usanza que, para mí, es machismo recalcitrante: son más cuidadosas, argumentan.

Las adolescentes que se mueven al ritmo de un trap nepalí sobre una tarima me invitan a subir. El momento del baile roza lo bizarro. Los borrachos me toman del cuello, ansían de alguna forma apropiarse de mí. La cosa se va desmadrando. No sólo les gustaría saber de dónde vengo sino qué opino de su cultura y si les enseñaría algún baile de mi país. Aunque la idea de zapatear un malambo se me antoja pintoresca, desisto.

Vuelvo a la mesa con Swaraj. Me presenta a su hijo y a su sobrino, el recién casado, que despachó a la esposa y se calzó un jogging. Ensayo una huida elegante, pero mi amigo me deja claro que podré hacerlo cuando termine la cerveza (caliente) y el pescado (incomible). No logro zafar. El ambiente se enrarece. Me sacan a bailar los hombres. Uno se aproxima zigzagueando y me levanta de la silla, mientras otro lo neutraliza con actitud patotera. Mocasines puntudos, traje brilloso y corbata con zafiro incrustado, el mediador tiene unos arroces pegoteados en la frente y transpira como testigo falso. «Bailemos hasta mañana», me desafía en el idioma de su frenesí y me ofrenda un meneo seductor ante el cual no sé cómo reaccionar.

Los muchachos me dedican sus afeminados quiebres de cintura y yo sólo tengo ojos para una danzarina formidable que uso de fuga visual. Un viejo simpático que no emite sonido me coloca una bufanda y con el analógico gesto del pulgar y el índice exige su selfie. Enviciado por la cultura yanqui, el hijo de Swaraj me apoda bro y no entiende que viaje solo, que no extrañe a mi familia. Decidido a partir me incorporo y salgo por donde entré como un ilustre desconocido, que es lo que soy para toda esta gente.

***

En pleno distrito de Kurseong, hogar de la orquídea blanca, mi próxima escala es el garden Makaibari, al que contacté por mail. En un relámpago me contestó su gerente, Sanjay. Solícito, me invitó a pasar el día y quedarme a dormir. Todo marcha sobre rieles. Vuelve la cantinela del jeep atestado para regresar al punto de partida, luego un segundo jeep y, por último, una minivan achacosa en una ruta que desafiaría a cualquier piloto de rally.

Acomodo mis petates en la casa de Sila, una empleada de la fábrica, y enseguida conozco, té mediante servido por una secretaria, a Sanjay en su oficina. Uñas de guitarrista, medias tres cuartos, bermudas de boy scout, zapatillas impolutas, gorra de golfista y flacura eléctrica, tiene un aire a Eddie Murphy, pero en una de Wes Anderson. Da órdenes por la ventana, escupe, le entrega unos billetes a un operario, habla por teléfono, bendice a Ganesha, ríe a carcajadas, se rasca la cabeza. Es como si hiciera todo junto y en el mismo plano.

Sanjay decreta que Makaibari, fundada en 1859, es la primera fábrica de té ¡del universo! Y agrega, al galope: que sus productos son biodinámicos, que venden las hebras más caras de India (cosechadas en luna llena, las toman el emperador de Japón y la reina de Inglaterra en pijamas, antes de dormir), que la industria es muy compleja y está en crisis, que sólo el 0,1% de la producción mundial de té viene de Darjeeling, que cada jardín esconde sus secretos, que si quiero ser su embajador en Argentina, que lo más importante son sus 700 trabajadores, que su esfuerzo va a parar a una taza que ojalá alegre al consumidor. Y que sus empleados me cuidarán —cuarta o quinta generación de «teteros», muchos viven en tierras pertenecientes a la empresa, equipadas con dispensario y escuela— para que, librados de él, me transmitan sus impresiones.

Una minivan achacosa en una ruta que desafiaría a cualquier piloto de rally

Con el baqueano Kumar penetramos la húmeda selva virgen, con énfasis en las 245 hectáreas de té plantadas en climas y alturas cambiantes. Bajamos atravesando riachos y descubriendo a tropas aisladas de pickers charlatanas y alegres. De pronto, me alerta: please sir, listen to the music. El anfiteatro de la naturaleza es majestuoso, un murallón inabarcable de verdes tupidos. «Viú súr» canta un ave y él me revela que en ese tarareo sus antepasados le mandan buenas energías. Y le creo, porque luce transformado.

Sanjay decreta que Makaibari, fundada en 1859, es la primera fábrica de té ¡del universo! Y agrega, al galope: que sus productos son biodinámicos, que venden las hebras más caras de India.

De vuelta en la fábrica, idéntica a todas las que vi en Darjeeling, Sanjay saluda a unos clientes japoneses. Le digo que estoy exhausto. Se preocupa por que me sirvan un té e insiste para que conozca otro sector de la plantación, pero me niego. Alguien trae una pelota de fútbol, hago jueguitos y el gerente organiza un picado con niños de la aldea en un potrero. Al verme jugar dice que no dejará que me vaya mañana.

Cayó la noche cuando Satya me busca por el cuarto de huéspedes. Por suerte, acabo de comer una riquísima comida casera preparada por Sila. Vamos a la precaria garita de una vecina que vende cerveza de arroz caliente, maní y whisky en petacas. Entran y salen los trabajadores, que se conocen de memoria. Nos saludamos con el tradicional namasté, uniendo las manos frente al pecho. Deduzco que los hombres de machete que vi en las plantaciones son los maridos de las recogedoras. Ellos beben y fuman sin freno, ellas ni siquiera se muestran. Si bien no entiendo ni jota de lo que hablan, lo disfruto igual. Un tipo toca un tambor budista y canta. «Esta es nuestra vida», me dice Satya.

Después de haberme despertado al alba para ver cómo procesaban artesanalmente el té en la fábrica, toca la degustación. Pruebo seis variedades, entre las que destaco el adictivo Silver Tips, aquel codiciado por monarcas. Tengo la sensación de haber pasado un mes en Makaibari, así que esta instancia comandada por el inolvidable Sanjay oficia de despedida. Su ímpetu pesa las hojas —dos gramos por taza—, su ímpetu degusta con ruido los tés como si fueran vinos, su ímpetu me agradece la visita con un abrazo.

***

Además de Kurseong, Vijay me avisó que recorriera Mirik. Casualmente en esa localidad está situado el monasterio al que mi tía Consuelo —conocida como Rinchen Kandro y la única Lama argentina— viaja todos los años. Ella me conectó con Thinley, uno de los maestros de la escuela del lugar donde se profesa el budismo tibetano, linaje Kagyu. El plan es quedarme unos días, familiarizarme con las actividades de Bokar Ngedon Chokhor Ling, visitar un par de gardens y luego cruzar a Nepal, cuya frontera está muy cerca.

En esa localidad está situado el monasterio Rinchen Kandro. Contacto con Thinley, uno de los maestros de la escuela del lugar donde se profesa el budismo tibetano, linaje Kagyu.

Thinley nació hace 30 años en Bután, lleva la cabeza rapada y viste la tradicional túnica bordó y azafrán. Se ríe sin cesar, no ahorra en chistes y paraliza la solemnidad de su tarea diciendo irónicamente I’m a holy man! Resulta placentero estar a su lado. Su habitación de tres por tres es, según él, tan simple como su vida. Compartimos un té verde taiwanés y en un periquete hablamos de temas profundos: a los 17 decidió ser monje, no le interesan las mujeres, vive de la caridad, a veces extraña a su familia, se siente en paz porque el día siguiente no lo preocupa y sí, de vez en cuando lo asaltan algunas dudas respecto de su vocación. La TV chispea en el canal Comedy Central, su preferido. Me cuenta que él es un Lama «con permiso para salir» y que gracias a eso ve a sus amigos en el pueblo, ayuda con las compras o acompaña a los niños —en su mayoría, huérfanos— al hospital.

Salimos a dar unas vueltas. Me presenta a su superior, visitamos el impactante templo custodiado por monos, me lleva a la escuela y terminamos en la residencia en la que está mi cuarto. Después de mi rápido desensille nos encontramos con Dara, un voluntario irlandés y, antes de retirarme a mis aposentos, comemos unos riquísimos aloo paratha con té tibetano (se prepara con manteca de yak y es salado) en la cantina, rodeados de jóvenes monjes.

***

De nuevo en marcha y bajo la niebla encaro a pie hacia Gopaldhara, una de las plantaciones más elevadas de Darjeeling. Promediando la dura subida un obrero me ve pasar y me pregunta dónde voy. Me acerco y le contesto. Sugiere que cambie de rumbo y me desvíe a Okayti, un jardín que no estaba en mi radar. Con un palito dibuja el camino en la tierra. Confiado, sigo sus instrucciones. Tengo un buen trecho por delante.

Voy por un sendero asfaltado que viborea entre miles de arbustos de té. Y zás, me aborda otro «enviado». Se llama Hari. Flaquito, lleva pantalones de traje remangados, chanclas Nike, remera agujereada y topi, el bonete nepalés por excelencia. Insiste en marcarme un atajo. Ahí vamos pues, en tándem. Pasamos por la casa de un sobrino con la albiceleste en el pecho, pero aclara que él hincha por Portugal. Tomamos agua y seguimos.

La ruta serpentea entre prolijas hileras de té y algunas plantas silvestres ante las que cada tanto Hari se detiene, corta una hoja, la olemos y me explica que cura, por ejemplo, el dolor de panza o el dolor de huesos. Cada vez que nos sale alguien al cruce, incluso un militar en un mangrullo, sucede que es un sobrino suyo. Descansamos frente a un acantilado y, señalando la montaña del otro lado del valle, escucho su voz: «Nepal, sir». Allá abajo, un hilo de agua —el río Mechi— divide a los dos países.

Flaquito, lleva pantalones de traje remangados, chanclas Nike, remera agujereada y topi, el bonete nepalés por excelencia

Llegamos a la fábrica, otra más de chapa y madera, y él entra como pancho por su casa. Me muestra cada recoveco, cada máquina centenaria. Y claro, me percato de que quiere unas rupias. Se las doy y se pone intenso. Empieza a desvariar, a hablarme en indio. Caigo en la cuenta de que está borracho. El gerente de Okayti, al que jura conocer, salió a almorzar y no da señales. Tratando de perderlo deambulo por el caserío, francamente minúsculo, y doy con Thapa, un veinteañero que trabaja de telemarketer en Escocia y está de vacaciones visitando a su familia. Está orgulloso de su inglés y creo entender que es el que la «pegó» en el pueblo.

Cruzamos a Nepal por un puente de bambú. «Para nosotros es normal», explica. Hace calor y no hay puestos fronterizos ni policías. Que mi espalda esté en India y mi nariz en Nepal demuele cualquier noción de frontera, que en el fondo es una construcción mental, una necesidad de patriotismos y libros de geografía, pero no de los pobladores. Lo experimento en carne propia. Veo bolsas de té nepalés recién cosechado cruzando el Mechi en lomos bengalíes; espectadores mansos, cuervos y perros no saben de pasaportes ni aduanas.

Estoy parado en este lugar que es uno y mil a la vez. No hablo hindi ni nepalés, pero sonrío y de rebote me llegan más sonrisas y hasta un wai wai picantísimo de regalo desde el chiringuito de los amigos de Thapa. El pícaro Hari se las rebusca para meter el hocico y conseguir unas papas fritas de paquete. Son casi las 6 y entreveo un epílogo similar al de aquella tarde volviendo de Mim. Sin embargo, no contaba con la astucia del bondadoso Thapa, que prende su moto y me lleva de vuelta.