Arrecia el fuego y el polvo. Chalatenango, 1984. Cercado por la artillería del ejército salvadoreño, un guerrillero imberbe es abatido por la espalda. El botín es un cuerpo tendido. El botín es un libro. Camino de su pecho, el proyectil ha perforado las más de 400 páginas que guarda el joven en la mochila. No lleva nada más. Ni agua, ni balas, ni una foto de su madre. El libro se titula Las venas abiertas de América Latina y veintiún años después llegará de otras manos a las manos de su autor. Roto, horadado, embutido en una caja plástica de VHS. «Parece un relicario. O un pequeño ataúd», dirá el poeta Roberto López Belloso cuando lo tome entre sus dedos. Este libro fusilado es el cuerpo de aquel joven, dice él.
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¿Quién conoce al Eduardo Galeano que hace 50 años escribió Las venas abiertas de América Latina? La nieve, entonces, no le cubre el pelo. Los barberos no le cobran la mitad. No hay dicción pausada, no hay quietud, no hay exilio, no hay memoria del fuego. Pero ya ha empezad...


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