LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.

«No sé muy bien qué es la compañía, pero si usted leyó ese libro, acompáñeme nomás», dijo el burro a las puertas del desierto. Estábamos en algún lugar oriental de California, y comenzamos a caminar despacio, rumbo al este. Había localizado a mi guía preguntando en granjas y establos. Fue sencillo dar con el descendiente del legendario Burro Sueco, al que habían llamado así por su larga relación con Hakan, el gigante nórdico, no se sabe si real o ficticio, sobre el que Hernán Díaz había escrito una novela titulada A lo lejos.

Se contaba que, al igual que sus ancestros, Burro Sueco había heredado el amor por las vastedades desérticas transmitido por aquel antepasado colaborador de Hakan, y cada poco se adentraba en el páramo abrasado, solo, confiado a su orientación y a su instinto de supervivencia.

—Dicen que por aquí hay coyotes—, murmuré tras casi una hora en silencio.

—Son muy chiquitos —respondió el burro—. Aquí casi todo lo es.

Un perro de las praderas me había contado que la saga de los Burro Sueco calcaba desde hacía décadas el recorrido que en el siglo XIX había llevado a Hakan y su burro primordial por las quemadas llanuras en busca de Nueva York. Era la ciudad donde había pretendido llegar desde Europa junto a su hermano, pero cometió un error. Cuando se hallaba en la ciudad portuaria donde zarpaban los barcos a América, se despistó, perdió a su hermano de vista, subió a un barco equivocado y acabó en el otro extremo de Estados Unidos. La historia de Hakan, y la de los burros y caballos que le acompañaron durante años, narra cómo el gran sueco intentó cruzar el país para reencontrarse con su hermano.

Pese al apellido, el burro, mi burro, tenía sangre hispana. Y hablaba en consecuencia.

—Pero mano —dijo—, usted no es coyote.

—Soy lobo.

No respondió. Hacía horas que nos habíamos alejado de las carreteras y, aunque a día de hoy eso parezca imposible, por delante seguían tendiéndose kilómetros de llanura y silencio. Las dimensiones del país favorecían ese tipo de desconexión. A veces, a lo lejos se recortaba una granja, quizá unas cuantas cabezas de ganado, pero Burro Sueco nunca se dirigió hacia ellas. En las alforjas llevaba algo de forraje y agua, calculé que para unos tres días, aunque si lo compartía conmigo no alcanzaría a dos jornadas. Hacía sol. Y un calor implacable que recordaba pasajes del libro. «En aquella quietud absoluta, el mundo parecía sólido, hecho de un solo bloque seco.»

Querría describir el terreno, ofrecer referencias de apoyo, pero el espacio no tenía indicadores ni nombres, y yo no sabía identificar casi nada de lo que veía. Sin duda, avanzábamos hacia Arizona. Burro Sueco se detuvo en cualquier sitio para comer un poco de alfalfa. Se aproximó el saco tirando con el morro de un ingenioso correaje. Me ofreció un poco de su hierba insulsa, también agua. Al cabo de media hora, continuamos andando. No hablamos en todo el día. Cuando cerró la noche y la temperatura bajó en picado, Burro Sueco preguntó si quería tumbarme con él, para darnos calor como en su tiempo se lo habían dado Hakan, su caballo y su burro. Creo que me leyó la mente:

—Amigo, no le conviene comerme —dijo—. Este paisaje es muy grande y muy loco, y necesitará a alguien con experiencia para salir. O una fortuna increíble.

Nos echamos juntos sobre la tierra fría. Él, recostado contra la alforja de la alfalfa, para no reventar el odre del agua, que le quedó bailando en la panza. Las estrellas hacían que el desierto lo pareciera menos.

Nos levantamos al amanecer. La jornada no fue muy distinta de la anterior. Comíamos y bebíamos muy poco así que calculé que podríamos abastecernos durante otros dos días. Me contagié de su mutismo. Cruzamos ante un conglomerado de huesos sobrevolados por cinco buitres, aunque ya no presentaban carroña. Venció otro día. Al siguiente, seguimos.

«Atravesar el desierto vibrante era como caer en el estado de tránsito que precede inmediatamente al sueño, en el cual la conciencia reúne las últimas fuerzas que le quedan para registrar el momento de su propia disolución. El único ruido que escuchaba era el de los cascos que troceaban aún más la fina capa de tierra: roca pulverizada por el ciclo de las estaciones, huesos molidos por los elementos, cenizas diseminadas como un arrullo por las llanuras. Pronto ese ruido formó parte del silencio».

Eso había escrito Díaz. Sentí que yo formaba parte del libro. Ese mundo era exactamente el que atravesaba con Burro Sueco. ¿Empezaba a delirar? Creo que habíamos abandonado California cuando mi guía habló:

—Hay un río de aguas turbias y sucias a dos lunas de aquí. Pero es agua. Espero que su barriguita no sea blanducha, señor lobo.

—¿Qué es eso?

Burro Sueco echó un vistazo al horizonte caliginoso.

—Nada, indios. Saben que a veces me doy una vueltita por acá.

Puede que fueran hopi de la reserva que se extiende por el desierto navajo, aunque no puedo asegurarlo porque no sabía dónde estaba. Pese a tantos años salvajes, el sol me aturdía el instinto. Ni siquiera sabía si tenía hambre. Odié al burro por haberme llevado hasta aquel horno, pero no muy intensamente. Con el paso de las horas, el odio se acomodó en un sentimiento de molestia tibia, se aletargó. Me fascinaba nuestro avance al ralentí.

Como el burro había advertido, a los dos días alcanzamos un río donde comimos mejillones igual que los jabalíes de Extremadura se alimentan con cangrejos.

—El mundo cambia—, murmuré.

—Está usté hecho un cuate filosofón—, dijo el burro.

Rellenó el odre del agua y reemprendimos el camino.

—¿Adónde vamos?—, pregunté.

—A Nueva York.

—¿En serio? ¿A Nueva York?

—Emulando a mi viejo y al pinche Hakan, ¿no? ¿Pos usté no quería vivir el libro?

El ejemplo de Hakan me desalentó. Ese hombre había vivido en el desierto caminando adelante y atrás hasta integrarse en aquella nada como si fuera prácticamente polvo. Nueva York siempre quedaba lejos. El burro rebuznó de risa al ver mi mueca, supongo que desesperada.

—No tema, lobito, que esto es sólo una excursión.

Tuve ganas de devorarlo. El burro me vacilaba, pero dependía de él. Además, la tortuosa marcha me había debilitado demasiado, y me avergonzaba mi debilidad al observar la indiferente frescura de aquella bestia de carga. Seguíamos hacia el este, aunque no acertaba a distinguir si trazábamos una leve diagonal hacia el norte que nos llevaría por Colorado, o si apuntábamos a la línea horizontal del sur, pegados a Nuevo México y Oklahoma. Debía ser el sur, por el calor.

Al atardecer, con la luz ya muy lánguida, distinguí un faro a lo lejos.

—¡La carretera!—, aullé.

—No se lo recomiendo, compadre.

Le miré.

—Esto son los USA profundos —añadió—. No le extrañe que haya un arma en cada coche. Y usté es un mero lobo. ¿Cómo lo ve?

Nos reorientamos, apartándonos de la luz.

El día siguiente a mediodía, poco después de encontrar una Biblia destrozada junto a una formación rocosa que abrigaba los restos de una hoguera reciente, Burro Sueco masculló un grito:

—¡Al suelo!

No supe por qué, pero le imité. Dos siglos antes, Hakan había hecho tumbar a su burro y su caballo al atisbar siluetas lejanas, procurando que los extraños los confundieran con rocas. La panza de Burro Sueco subía y bajaba al ritmo de su respiración. Se arrastró un poco para poder mirarme a los ojos y dijo:

—Esto es igualito al libro, ¿que no?

—¿Qué pasa? ¿Por qué nos escondemos?—, dije, si es que a aquello se le podía llamar esconderse.

—Bueno, la verdad es que no pasa nada. Pero lo hice para que usted viva a fondo la historia, que para eso se vino aquí, ¿que no?

Me incorporé enseñándole los colmillos.

—No sea pinche huevón —dijo mostrándome también su espléndida dentadura, aunque él la mostraba por risa—. Pues pa qué va a cruzar el mundo si no es pa vivir algo que se valga la pena.

—¡Qué pasa, Burro Sueco!—, dijo una voz nueva.

De a saber dónde acababa de aparecer un hurón. El depredador se interesó por mí, comentó con alegría que jamás había visto un lobo, y reemprendimos la marcha con el hurón explicando no sé qué disputas con unos ratones del desierto y una familia de tejones vecinos. Pronto avistamos las malezas de artemisa donde debía escurrirse toda aquella fauna, además de conejos, liebres, mustelas… y de pronto fui consciente del hambre. Al poco, escuché las campanas de una iglesia y, casi de forma simultánea, sentí una especie de latigazo sensorial que me volvió a recordar a Hakan: «Después de tanto tiempo en el desierto inodoro (hacía tiempo que ya no sentía los olores habituales de su cuerpo, de sus animales, de las hogueras), el hedor de la civilización le golpeó como si fuera una masa sólida en lugar de un vaho: un olor resbaladizo y al tiempo espinoso, punzante y denso. Y sin embargo, pese a la corrupción y la descomposición, le despertaba la sensación de vida».

Soy un lobo, lo que sentí no fue exactamente lo mismo que el sueco, pero sí que podría hablar de cómo la proximidad de aquel efervescente centro urbano me procuró la certidumbre de volver, de algún modo, a un lugar que yo asociaba con la vida.

Burro Sueco se despidió del hurón dirigiéndose en línea recta hacia una granja donde había una burra —olisqueé su sexo a más de un kilómetro— y un caballo. Antes de llegar, el burro me indicó por dónde alcanzaría las colinas de Arkansas sin desmayarme de calor. Cenamos con sus colegas y al día siguiente marché temprano. Al principio caminé tan lento como lo había hecho en el desierto pero luego, quizá fue el ruido, o la temperatura algo más baja, sentí que iba acelerando el paso mientras me daba cuenta de que éste era el viaje en el que menos había hablado. Pese a guiarme por un libro de 344 páginas, casi no había empleado palabras. Supongo que ese fue el triunfo del libro: invitarme al silencio para disfrutar, sufriendo, la experiencia del desierto.

Lobo López


En la imagen de cabecera, prospecciones cerca de las montañas Superstition de Arizona (1904)