Belgrado, Serbia, invierno de 1989

Una figura inquietante y extraña, vestida ostentosamente y con aire de capo mafioso, acaba de atravesar las puertas del estadio del Estrella Roja, el equipo de fútbol más laureado de Yugoslavia y una de las formaciones más conocidas de Europa. Lo que allí está a punto de ocurrir cambiará la vida de millones de personas y el destino de un país entero, pero nadie en aquella helada noche serbia de final de década puede imaginarlo aún.

El comunismo se encuentra en el último acto. En pocos meses el muro de Berlín caerá sin necesidad de intervención militar alguna. Los países del Pacto de Varsovia están cortando poco a poco los lazos que los mantenían unidos a la Unión Soviética. La misma URSS tiene los días contados y se desintegrará en las partes que la habían conformado. A diferencia de otros casos, en Yugoslavia, república socialista federativa que no se había adherido al Pacto de Varsovia, la nueva etapa política no se desarrollará de modo pacífico. El paso del comunismo a una forma embrionaria de democracia y libre mercado tendrá lugar de manera traumática, revelando el verdadero rostro de la clase política que representa a la nación. Pocos años más tarde, Yugoslavia se precipitará en el abismo de la guerra civil.

La inquietante figura que aquella noche entra con aire de estrella del rock en la sede del Estrella Roja de Belgrado se llama Željko Ražnatović, más conocido como «Arkan». A punto de cumplir treinta y siete años, está en lo más alto de su «carrera». En la capital eslava es una figura temidísima y con muy mala fama; su nombre se pronuncia con mucha cautela y nunca sin un buen motivo, de forma parecida a lo que ocurre con los capos de la Camorra o de la ‘Ndrangheta. Existe un halo de leyenda en torno a él. Lo que se dice asusta y no se entiende qué relación puede tener con el fútbol un personaje que ha hecho fama y fortuna gracias a atracos, negocios turbios de todo tipo y trabajos sucios para los servicios secretos de su país. Muchos no han entendido o han subestimado el poder propagandístico del deporte más popular del mundo.


Sarajevo, Bosnia-Herzegovina,  invierno de 1991

Yugoslavia ya no existe, Eslovenia se ha independizado y Croacia está combatiendo para separarse de Belgrado y alejarse de las aspiraciones hegemónicas de Serbia. En Bosnia no ha estallado la guerra, pero parece evidente que el conflicto llegará y que provocará una auténtica carnicería debido a la maraña de etnias que conviven. La peor parte le espera al grupo de religión musulmana, minoritaria en el conjunto de Yugoslavia y arrinconada entre la Croacia católica y la Serbia ortodoxa. Entre finales de 1991 y principios de 1992, los bosniacos que se lo pueden permitir se enfrentan al frío polar para huir de lo que parece una masacre anunciada. Las «hazañas» de los Tigres de Arkan inspiran terror incluso donde no hay guerra.

En febrero de 1992, se celebra en Bosnia un referéndum por la independencia. Aunque es boicoteado por la población de etnia serbia, arroja un resultado inequívoco: el 98% de los votantes (que representan más del 60% del censo) apoyan la salida de la Federación. Los casos de Eslovenia y Croacia se consideran ejemplos a seguir, pero de forma pacífica. Vista la afluencia a las urnas, se puede considerar que los resultados son la expresión firme de la voluntad de los bosniacos y de los bosniocroatas. No es casualidad que la parte serbia boicotee la elección, y es que la secesión debilitaría notablemente a Belgrado. Es entonces cuando emerge una figura que jugará un rol fundamental: Radovan Karadžić.

Hijo de un miliciano monárquico montenegrino, Karadžić vive en Sarajevo desde hace más de treinta años, donde ejerce de psiquiatra y participa activamente en la política. Según se dice, su mirada vidriosa y su peinado abultado y vertical transmiten un aire realmente siniestro. Con el apoyo de su mentor, Slobodan Milošević, Karadžić reclama cada vez con más vehemencia la creación de una República Serbia de Bosnia, delimitada en su superficie y perímetro casi con escuadra y cartabón. Y para ello inicia una estrategia muy parecida a la conocida como «máquina del fango».

Los bosniacos se presentan ante la opinión pública serbia como se hablaba en Occidente de los soviéticos durante la Guerra Fría: gente que come niños. Se muestra a los bosniacos como violadores de mujeres serbias y profanadores de iglesias ortodoxas. «Hay que defenderse cueste lo que cueste», insiste Milošević, que hace un llamamiento a las fuerzas nacionalistas para luchar por su pueblo y por la construcción de la Gran Serbia. Arkan es el primero en acudir.


Bijeljina, Bosnia-Herzegovina, primavera de 1992

El 6 de abril de 1992, la ONU reconoce a Bosnia-Herzegovina como Estado independiente y soberano. Al menos sobre el papel. Por lo demás, la determinación de separarse de Belgrado no es ni absurda ni ilegal. Si se mira con atención, la propia constitución yugoslava promulgada por Tito en los años setenta prevé el derecho de las repúblicas de la Federación a la secesión (aunque sea en modo teórico). Obviamente, los serbios de Bosnia no reconocen al nuevo Estado y, el 13 de mayo de 1992, proclaman el nacimiento de la Republika Srpska (República Serbia), con Karadžić como presidente. Junto con la presidencia de la República, asume también el rol de comandante en jefe del ejército serbobosnio y el poder de nombrar y revocar oficiales.

Pocas semanas después, el presidente serbio está listo para la ofensiva militar; lo que significa que, en realidad, llevaba tiempo preparándose. Arkan es enviado a hacer una primera demostración de fuerza en territorio bosnio y las instrucciones que recibe son meridianamente claras: Bosnia debe desaparecer del mapa; su territorio es parte de Serbia. Para ello, hay que masacrar o expulsar para siempre a todos los no serbios.

El primer campo de batalla es Bijeljina, una ciudad de más de 100.000 habitantes de clara mayoría serbia. En mayo de 1992, la unidad «Tigre» asesina a diecisiete personas con una bomba en el Café Istanbul —lugar de reunión de la milicia musulmana— y otra en una carnicería.

En los días sucesivos, los Tigres cometen más de 400 asesinatos. Al principio, Arkan pide colaboración a las débiles fuerzas enemigas a cambio de indulgencia, pero su palabra demostrará no tener valor alguno: destruirá y quemará las mezquitas sin pudor. Muchos milicianos serbios se hacen fotografías junto a sus víctimas exánimes y muestran el saludo triunfal con tres dedos. Se impone la ley marcial a todos los no serbios de Bijeljina. Cualquier musulmán que sea sorprendido por la calle entre las cuatro y las seis de la tarde puede ser apaleado o asesinado. Así es como empieza a perfilarse la idea de la «limpieza étnica»: quien no pertenece a la etnia correcta muere o vive aterrorizado.

De esta forma los Tigres de Arkan abren el camino al ejército regular serbio, y la llegada de las tropas no encuentra el menor obstáculo u oposición. Alguien ha hecho bien su trabajo. En el transcurso de dos semanas, más de 20.000 personas serán expulsadas, enviadas a campos de concentración o ajusticiadas. Bijeljina será el epicentro del terror en la región; lo que allí ocurre a la vista de todos no es más que el prólogo de lo que sucederá durante los siguientes cuatro años. Las masacres se sucederán en lugares llamados Zvornik, Kamenica, Grbavica o Kozarac. Cambia el nombre de la ciudad, pero el resultado siempre es el mismo: por todas partes apesta a sangre y pólvora. Y a menudo la muerte no es la más temida de las posibilidades: la tortura, y su estigma acarreado de por vida, pueden ser peores.

 


Pieza publicada en el marco de los ciclos ‘Mundo esférico’ y ‘Rincones: Bosnia’

Fragmentos del libro Dios, Patria y Muerte (Ed. Altamarea)

Imagen de cabecera: la afición del Estrella Roja, en el estadio Marakana de Belgrado (Pau Riera Dejuan)